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28.4.20

Michael Robinson


Hace escasos días, en una de esas inapetentes tardes que nos ha proporcionado el estado de alarma y su consecuente confinamiento, veíamos por Youtube un excelente reportaje titulado "Yo vi jugar a Nate Davis". En dicho documental nos cuentan la historia de un jugador de baloncesto afroamericano que recaló en Ferrol a principios de la década de los ochenta. Pero no sólo se centra en su carrera deportiva, en sus increíbles cifras, en su revolucionario juego de la época donde ni había Gasoles, ni Ricky Rubio, ni Calderón, ni tan siquiera el recordado Fernando Martín había cruzado el charco para intentar su aventura NBA.
El documental dentro del programa "Informe Robinson" nos narra la otra cara del deporte, el lado humano de lo que a veces pensamos sacado de la más pura de las ficciones. Nate Davis lo tuvo todo en su mano, pero a veces no somos dueños de las circunstancias que nos acontecen y de un día para otro la autopista de la vida te desvía por una salida  por la que no tenías previsto salir ni sabes a donde te lleva.
El autor de esta historia televisiva es Michael Robinson, fallecido hoy a los 61 años. Con Michael Robinson pasamos en 1990 de ver y escuchar los aburridas retransmisiones de los partidos de fútbol en televisión a descubrir que antes, durante y después de cada uno de ellos, había cosas divertidas e interesantes. Vimos como con un escaso vocabulario en castellano y un foráneo acento inglés, pero no falto de una elegante ironía se podía dotar  a una simple retransmisión deportiva de una divertida fascinación de la que había carecido hasta entonces. Robinson, campeón de Europa con el  Liverpool no era periodista, ni falta que le hacía, pero durante más de 30 años supo ganarse el afecto de toda una generación que pasó de los dos canales de televisión estatales a descubrir que las cosas a veces importan más como te la cuentan a que es lo que te cuentan. Y siempre con una gran sonrisa por delante.


24.4.20

Castillo de Feria

En  el año 1394, el rey Enrique IV entregó la villa a Gomes Suárez de Figueroa, maestre de la Orden de Santiago, con el título de Conde de Feria. Poco después, otro monarca, Felipe II otorgó a Lorenzo Suárez de Figueroa, hijo del anterior, el título de Duque de Feria, llegando así en esta época el Señorío de Feria a su mayor época de esplendor, construyéndose además la mayor parte de lo que sería el castillo de la localidad, conocido como Castillo de Feria, lugar que he visitado en varias ocasiones y que no deja de maravillarme por las impresionantes vistas que ofrece de la comarca.

 Esta fue la última ocasión en la que estuvimos, enero de 2019, aunque no se la razón en concreto por la que me he acordado en esta inerte tarde de viernes, cuando hacer una de esas miniescapadas de sábado sin un destino determinado era algo que ahora no sabemos ni cómo ni cuándo volveremos hacer con un mínimo de normalidad en nuestras vidas. De la tabla de quesos que nos metimos entre pecho y espalda en uno de los escasos bares del pueblo también guardo especial recuerdo. Cosas sencillas con las que se conforma este ingenuo fantaseador.

22.4.20

Tan cerca y tan lejos



Ahora que todo nos parece tan inusual, que nos estamos desacostumbrando a todo lo que formaba parte de lo que antes llamábamos rutina o hábito, que las cosas que creíamos más asequibles y elementales forman ya parte de una miscelánea de imposibles, que incluso hemos llegado a el punto de añorar lo que antes nos resultaba monótono y aburrido. Ahora que los recuerdos bonitos recientes nos parecen remotos y tenemos la obtusa sensación de que el tiempo ha detenido su inmisericorde trayectoria y que nos vamos a congelar en este 2020 que con tanta confianza y determinación habíamos iniciado.

Ahora que vivimos un poco de esos recuerdos, los inmediatos. Los viejos se van diluyendo, como se diluye una sombra al atardecer y ya no sabemos distinguir muchos de ellos, si los hemos vivido, si los hemos soñado, nos los hemos autoinventado o alguien nos los relató con o sin detalles y al final los creemos propios. Ahora que he recordado una escena de la película "Rebeca" de Alfred Hitchcock en la que la protagonista quisiera que se inventara algo para embotellar los recuerdos, igual que los perfumes, y que nunca se desvaneciesen. Y que cuando quisieran pudieran, destapando una botella, volver a revivirlos tal y como eran.

En mi botella, una imagen, de esas miles que recopilo,
un lugar,  podría ser otro, un momento especial, de tantos. 8 de junio de 2018. Tan cerca y tan lejos.

21.4.20

Días como estos

Hasta el día de hoy he sobrellevado el confinamiento. Encontrar la medida de todo lo que ves y escuchas se me ha hecho complicado, pero lo he ido alcanzando Puedo decir que he "resistido" casi mes y medio. Pero hoy, ese día de limbo entre uno y otro de trabajo, se ha hecho más duro de lo normal, aunque era de esperar que algún momento de bajón debería llegar aunque al día siguiente estés mejor. No escribía nada aquí desde hacía más de dos años. Este blog que tantas satisfacciones me reportó y al que tengo abandonado por épocas. Había pensado al comienzo de todo esto elaborar una especie de diario del confinamiento y plasmarlo todo aquí. Lecturas, películas, series, las recetas de ese cocinillas que todos llevamos dentro y hemos sacado a la luz creyéndonos Martín Berasategui. Mis conversaciones con Blanca, que me aguanta mis cambios de ánimos y mis comeduras de tarro más de lo que debería. Mis caminatas por casa, algunas de hasta 12 kilómetros, intentando suplir las de la isla, pero sin árboles, sin patos, sin Guadiana. Solo yo y mi propia sombra cuando nos cruzamos por el pasillo y ella de reojo viéndome pasar, entre la sonrisa y el tedio que da ver a un tipo barbudo intentar hacer deporte en 90 metros cuadrados. Pero el blog ha quedado relegado como una cinta VHS, a veces cuesta más de lo que debería retomarlo y me quedo con la brevedad e inmediatez de las redes.
No soy consciente a veces, pero ver y leer las noticias cada día no me beneficia en nada. Aun así te obstinas en sobreinformarte para cerciorarte que las cosas no se arreglan de un día para otro y que esto va para rato. Y aunque en ocasiones nos venga el chute de positividad y nos intentemos convencer que esto pasará y que todo será como un mal sueño y que las cosas volverán a ser como eran antes, también sabes que esa normalidad tardará mucho en volver si es que vuelve y que el mundo, tal y como lo hemos concebido hasta ahora, tal vez no lo vuelva a ser nunca jamás.
Si algo hemos aprendido de todo esto, entre otras muchas cosas, es lo inútil que es hacer planes a medio o largo plazo, a veces incluso a corto. El no ir esta semana santa a Miranda del Castañar, ese nirvana particular nuestro que siempre nos cura por dentro y por fuera ha supuesto el primer ostión crudo y realista de aprender a no planificar tanto y saber que el día a día es lo que nos concierne. No sabemos si volveremos a Lanjarón, Benarrabá, Estoril, Losar de la Vera o Mojácar. No tenemos ni idea si nos volveremos a sentar en La Lola, B-Nomio, La Carbonería o El trece uvas. Si nos tomaremos unas cañas en el pestorejo o desayunaremos unos churros en el Sanarra. Si veremos subir el telón del gran teatro o veremos a Ipiña en uno de sus familiares conciertos. Son días insólitos, sensaciones inusuales, pensamientos excepcionales. Como se ha vuelto el mundo, como se ha vuelto la vida. Y entre todo esto, que no nos falte nunca un canto de esperanza, un nuevo amanecer como el de la foto, como los de Miranda del Castañar desde la terraza de el apartamento de la muralla. Hay que resistir, porque quien resiste, al final, gana.