Poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, el alto mando alemán inició una investigación tan secreta como delirante sobre los poderes sobrenaturales. Viejas leyendas hablaban de una raza de guerreros que no usaban escudos ni espadas, porque su fuerza, decían, provenía directamente de la tierra. Mientras Alemania desplegaba sus engranajes bélicos, las SS reclutaban en la sombra a un puñado de científicos para crear el arma definitiva: el soldado invencible. Se dice que los cuerpos de soldados muertos en combate eran enviados a un laboratorio clandestino cerca de Koblenz, donde eran objeto de siniestros experimentos. Rumores de la época hablaban de escuadrones alemanes que peleaban sin armas, aniquilando con las manos desnudas. No se sabe quiénes fueron, ni qué fue de ellos. Lo único cierto es que, de todas las unidades de las SS, hubo una cuyos miembros jamás fueron capturados…
Así comienza Shock Waves, película dirigida en 1977 por un tal Ken Wiederhorn. Lo confieso: esa introducción me atrapó. Toquetea sin disimulo en los cajones oscuros del ocultismo nazi, ese magma de mitología y paranoia que ha alimentado novelas, documentales, conspiranoias de bar y —cómo no— las correrías arqueológicas de Indiana Jones.
Últimamente me ha dado por bucear en esa gloriosa e injustamente menospreciada serie B de toda la vida. Me refiero a esos films de ciencia ficción de los 50 y 60 —plagados de criaturas atómicas y platillos que cuelgan de hilos— o a aquellos títulos bélicos y terroríficos que nos mantenían hipnotizados en las sesiones matinales gratuitas de los sábados, cortesía del ayuntamiento, allá por los primeros ochenta, en la casa de la cultura, donde el sonido rebotaba más que las pelotas Nivea de la feria.
El problema con Shock Waves comienza cuando uno intenta buscar información. Resulta que la criatura tiene hasta cinco títulos distintos, dependiendo de dónde y cómo se la mire. En los créditos iniciales, en su idioma original, se presenta como Shock Waves, mientras una voz en off en español —sobria pero cómplice— nos la vende como Ondas de choque. Hasta ahí, todo bien. El lío empieza cuando ni en la filmografía de Peter Cushing ni en la de John Carradine aparece tal título. En Estados Unidos, sin ir más lejos, se la conoce también como Death Corps, un nombre mucho más preciso si uno tiene en cuenta que el argumento gira en torno a un comando de zombis nazis de las SS, diseñados en laboratorio y sumergidos en un prolongado letargo bajo las oscuras aguas del océano. Hasta que, claro, algún imprudente perturba la siesta y los muchachos deciden salir a estirar las piernas.
Pero la cosa no termina ahí. En España también se ha distribuido bajo los títulos de Terror en las aguas y La isla de los nazis submarinos, que suena a chiste de Gila pero va en serio. En fin, títulos para todos los públicos.
Lo cierto es que, más allá de estas piruetas de nomenclatura, Shock Waves merece una oportunidad, aunque solo sea por ver a un Peter Cushing en piloto automático y a un John Carradine ejerciendo de viejo sabio loco mientras se toma un daiquiri al borde de una piscina infestada de zombis. Es cierto que aguantar la risa resulta complicado —incluso en los momentos teóricamente tensos— pero es que esto no es solo una película: es un monumento kitsch, una cápsula de serie B con sabor a celuloide rancio y a gloria nostálgica.
Una de esas joyitas imperfectas que, precisamente por sus costuras mal cosidas, brilla como solo puede hacerlo lo que no pretende ser perfecto.

Con las películas de tarantino siempre me pasa lo mismo...me parece raras y hasta aburridas al principio, pero despues me termino enganchando y hasta quiero volver a ver de nuevo ese film. obvimente que terminan gustandome pero siempre empiezo con el mismo sintoma o de aburrimiento o mas bien de incertidumbre pero que a pesar de todo me va atrapando de a poco.
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