29.2.16

Le quería tanto

¡Te quiero tanto!,¡Te quiero con toda mi alma!,¡Te quiero tanto que daría mi vida por tí¡ ¡Te prometo que te quiero, de verdad, créeme! ¡Te quiero! No hago otra cosa durante todo el día que pensar en tí y jamás te dejaría por otro...¡pero no me pegues más, por favor te lo pido!

27.2.16

Ramón Tosas "Ivá" en el recuerdo.

Hoy, mientras repasaba algunos viejos cómics que conservo como verdaderos tesoros, me vino a la cabeza el gran “Ivá”. Quizá para las nuevas generaciones o para quienes no vivieron su época dorada, Ramón Tosas, su nombre real, pueda parecer un dibujante de culto para una minoría, pero la verdad es que su legado artístico y cultural ha conseguido perdurar más allá de su tiempo, alcanzando incluso a aquellos que nacieron cuando él ya no estaba.

Ramón Tosas nació en abril de 1941 en Manresa, y aunque podría extenderme en una biografía larga y detallada sobre su obra, sus personajes más populares y las múltiples adaptaciones que sus historias tuvieron en cine, teatro y televisión, prefiero quedarme con el recuerdo de su humor directo, irreverente y atemporal.

Sus historietas de “Makinavaja” y “Historias de la puta mili” siguen provocándome carcajadas, incluso ahora, cuando el panorama cultural está tan condicionado por lo políticamente correcto y la sensibilidad a prueba de bomba. Seguro que muchas de sus viñetas habrían sido objeto de escándalo en esta época de redes sociales y tribunales de opinión rápida. Menos mal que no le tocó vivir estos tiempos modernos, porque habría sido un blanco perfecto para la caza implacable de los más carcas y conservadores, que abundan en estos lares.

Dicen que la vida de Ivá estaba llena de anécdotas tan mordaces como sus dibujos, y que muchas de ellas alimentaban la filosofía y la ética alocada de sus personajes, que repartían leña con un estilo único y un ojo crítico afilado contra cualquier sistema o moral preestablecida.

Una historia que siempre me ha hecho gracia tiene que ver con sus problemas de peso. Ramón era un tipo orondo, y eso le traía sus problemillas de salud. Un día, al subirse a la báscula, la aguja superó los 130 kilos, y en su casa decidieron que había que hacer algo. Así que, a regañadientes, Ivá acudió a un dietista que le impuso una dieta estrictísima. Pasaron las semanas y, aunque cumplía con todo, su mujer notaba que no perdía ni un solo gramo.

Lo insólito ocurrió cuando Ivá pilló una gripe y, claro, no pudo sacar a su perro a pasear. Lo hizo su mujer y notó algo curioso: el perro se paraba frente a todos los bares de la zona, y los camareros, al verlo acompañado por alguien que no era Ramón, preguntaban preocupados qué le pasaba al dueño, que ese día no había bajado a tomarse la cerveza y la tortilla de patatas que le ponían de aperitivo diario.

Así era Ivá, un tipo enorme —en todos los sentidos—, no solo por su físico, sino por la grandeza de su humor y la fuerza de su mirada crítica. Un hombre que sigue vivo cada vez que hojeamos sus cómics, porque la risa y la irreverencia no envejecen.



24.2.16

Inesperadamente

La humanidad se había extinguido. Ya no quedaba absolutamente nadie vivo sobre la faz de la tierra salvo ella. El desastre, el vandalismo, el caos y la ruina total habían derivado en una autodestrucción masiva que poco a poco fue desplomando a todo tipo de sociedades del planeta. Ya no habitaba nadie más que ella. Su único deseo era desaparecer también. Desvanecerse en un sueño eterno. Sucumbir de pena, de hambre, de frío, de pesadumbre, aflicción y amargura.

Y entonces, inesperadamente, lo vio aparecer en el horizonte.

Era una silueta solitaria, a lo lejos, como un espejismo trazado por el sol poniente. Al principio pensó que era una ilusión, un juego cruel de la mente cansada que luchaba por mantenerse despierta en un mundo muerto. Pero la figura avanzaba con paso firme, con la cadencia pausada de quien sabe hacia dónde va. Su corazón, apagado durante tanto tiempo, comenzó a latir con una mezcla de esperanza y temor.

Quizá no estaba destinada a ser la última. Quizá había alguien más.

El aire, antes pesado y muerto, pareció respirar con ella, como si el mundo entero quisiera darle una nueva oportunidad. Lentamente, se levantó, dejando atrás el peso de la soledad, y avanzó hacia aquel punto en el horizonte donde la sombra prometía un renacer, o quizás, un último adiós compartido.

Porque, después de todo, incluso en el silencio más absoluto, la esperanza puede ser la chispa que encienda la luz.

23.2.16

El último acto

Siempre supieron dónde estaban las fosas. Dieron carta blanca para que fueran destrozadas por excavadoras, aplanando el terreno y levantando sobre ellas esos adosados feos, de esos que ningún arquitecto querría firmar, y esos parques antiestéticos, llenos de columpios y bancos oxidados. Parques por los que ahora paseamos sin pensar demasiado, donde los niños corren, juegan al fútbol, gritan, sin imaginar que tal vez bajo sus pies yacen los restos de sus propios antepasados, enterrados bajo una gruesa capa de hormigón y olvido.

Callaron y permitieron. Víctimas y verdugos, unos para olvidar, otros para ocultar. Sabían que aún quedaban muchos cuerpos sin encontrar, muchos nombres sin pronunciar, muchos silencios que merecían una digna sepultura. Pero nunca quisieron reavivar odios ni reabrir heridas, esas heridas que aún supuraban en la memoria colectiva. Solo querían dar un último acto de dignidad a sus padres, a sus abuelos, a esos familiares a quienes les arrebataron la vida solo por una forma de pensar, una convicción, una idea que fue condenada al exilio... y a la muerte.

Y así, bajo parques y adosados, bajo la tierra removida y el cemento, el pasado sigue ahí, esperando, silencioso y persistente, que algún día lo recordemos con respeto.

22.2.16

Triste y breve historia del libro que perdió todas sus palabras.

Érase una vez un libro tan encantador, atractivo, fascinante, seductor, educador, divertido, gracioso, tentador y sugestivo, que de tanto prestarlo y tanto leerlo una y otra vez por todas y cada una de las personas por las que fue cayendo en sus manos, perdió todas las palabras que tenía impresas hasta quedar totalmente en blanco.

Desde entonces, dediqué mi vida a buscar esas palabras perdidas.

He viajado por bibliotecas abandonadas donde los libros lloran de polvo, he preguntado a ancianas que recitan de memoria versos olvidados, he interrogado a poetas con resaca y a cuentacuentos que viven en furgonetas, he rastreado márgenes garabateados, dedicatorias manuscritas, esquinas dobladas como señales secretas… pero jamás he encontrado ninguna.

Y sin embargo, sé que están ahí. Tal vez en el suspiro que lanza alguien al cerrar un buen libro. En la pausa exacta entre dos frases de una conversación que importa. En las lágrimas de quien recuerda un capítulo querido. O quizás —y esto lo sospecho mucho—, se escondieron para siempre en los ojos de quienes alguna vez leyeron aquel libro y, sin saberlo, lo memorizaron con el alma.

Sigo buscando. Porque si alguna vez las encuentro, no pienso volver a escribirlas en papel.

Esta vez, las contaré al oído

.

21.2.16

Man in the mirror

Me despierto temprano, aún de madrugada. Como casi siempre que pretendo dormir un poco más por ser día de descanso, el cuerpo me traiciona. No hay piedad para los que madrugan incluso sin despertador.

Paso una hora en la cama, dando vueltas hacia un lado y hacia el otro, como si algún rincón del colchón escondiera el secreto del sueño. Cambio de postura, cambio de pensamiento, intento cambiar el ritmo de mi respiración, como si pudiera engañarme a mí mismo.

Otra vuelta. Y otra.

Resignado, enciendo la lámpara de la mesilla. El clic suena más fuerte de lo esperado. Tomo uno de los libros apilados. No estoy seguro de haberlo visto antes. ¿De dónde ha salido? No recuerdo haberlo puesto aquí. Leo dos páginas. Quizá tres. Las palabras entran y salen sin dejar huella. O no son horas de leer o aún no me he despejado del todo. Me parece que necesito un café bien cargado para aclararme.

Me levanto al fin y me dirijo a la cocina, pero algo raro sucede.

Este no es mi pasillo.

Parpadeo.

No. Definitivamente no es mi pasillo. La alfombra es otra. El tono de la pintura no coincide. Y al fondo hay una puerta que nunca ha estado ahí.

El cuadro colgado a la derecha, una escena marina con pescadores, me resulta familiar… pero no cuelga en mi casa. Esa foto en blanco y negro, de una familia en pose seria, también me suena. ¿Dónde la he visto antes? ¿En casa de mis abuelos? ¿En algún sueño?

Estoy aturdido. Asustado.

Pero no puedo quedarme aquí, de pie. El aire es denso. Siento un leve zumbido en las sienes. Como si el silencio pesara.

Me acerco a la puerta del fondo.

Dudo.

No me atrevo a abrirla, pero tampoco puedo quedarme quieto. Algo se mueve, aunque no sé si dentro o fuera de mí. Me armo de valor. Respiro hondo. Grito mentalmente un “ahora” que sólo yo escucho y abro la puerta.

Oscuridad total.

Negra. Absoluta. Silenciosa, salvo por un goteo irregular que parece proceder de un grifo mal cerrado. Avanzo con cuidado, los pies descalzos sobre el suelo helado. El aire huele a humedad y metal. Busco a tientas un interruptor. Mis dedos tocan azulejos fríos, mojados. Finalmente, encuentro algo: un botón, un clic.

La bombilla parpadea al fondo, y entonces lo veo.

No hay nada. Nada salvo un viejo espejo, sucio y empañado, colgado en la pared opuesta. Avanzo. Cada paso suena hueco, ajeno. Me detengo frente al espejo. No me veo. Sólo niebla y sombras. Con la palma temblorosa limpio parte del cristal. El vaho cede. Y entonces...

Lo que refleja no soy yo.

Es mi habitación.

Mi cama.

Vacía.

Y en ese momento, justo antes de que pueda gritar, juraría que alguien —algo— se acuesta en ella.

Me quedo paralizado frente al espejo, sin poder apartar la mirada de esa escena imposible. La habitación al otro lado del cristal es idéntica a la mía, y sin embargo, vacía. O tal vez no. Porque en el borde del colchón, alguien —o algo— parece moverse. Una sombra. Un leve temblor. Un suspiro ahogado.

El corazón me late a un ritmo frenético, queriendo escapar de mi pecho. Toso, intentando calmarme, pero la tos se convierte en un nudo que me atraganta. La habitación real, aquí donde estoy, parece encogerse, hacerse más fría, más oscura.

El reflejo me muestra ahora otra cosa: un rostro que no es el mío, cubierto de sombras, con ojos vacíos que parecen mirarme a través del espejo, o quizá a través de mí. Y me sonríe. Una sonrisa torcida, imposible, ajena, que me llena de un miedo ancestral, primitivo.

De repente, la bombilla titila, y la habitación del reflejo se desvanece como humo. Me quedo en la penumbra, solo con mi respiración acelerada y el silencio roto solo por el goteo constante.

Un golpe seco me sobresalta. Giro el rostro hacia el origen del ruido. La puerta tras de mí está cerrada. No la he cerrado. No he oído que nadie entrara.

Intento abrirla, pero está clavada. Como si una fuerza invisible la sujetara. Golpeo, llamo, grito, pero nada responde. Solo el eco de mi voz me devuelve un murmullo lejano, irreal.

Vuelvo al espejo, como en un trance. Ahora ya no refleja nada más. Está roto, una grieta en forma de rayo que se extiende de arriba abajo. Por esa grieta, oigo un susurro: una voz quebrada que me llama por mi nombre. No puedo resistirlo y me acerco más.

Al tocar la grieta, un frío intenso me recorre el cuerpo. Un mareo, una caída hacia atrás. Mis ojos se cierran, y cuando los abro de nuevo, no estoy en ninguna habitación.

Estoy en un campo abierto, bajo un cielo gris, con el viento helado azotando mi cara. Delante de mí, a lo lejos, una figura camina lentamente hacia mí. No distingo si es hombre o mujer, solo que lleva un abrigo largo y su paso es seguro, firme.

La figura se detiene a pocos metros. Y me dice, con una voz que parece venir de un lugar muy lejano: “Has estado buscando palabras perdidas, ¿no es así?”

Intento responder, pero no salen sonidos de mi boca. Ella —o él— sonríe, y extiende una mano que brilla con una luz tenue, cálida.

“Ven. No todo está perdido.”

Doy un paso hacia adelante, y el mundo se disuelve en una niebla blanca.

Cuando despierto, estoy de nuevo en mi cama, con el sol colándose por la ventana. El libro sigue en la mesilla, abierto en blanco.

Pero dentro de mí, sé que las palabras han vuelto. No impresas en tinta, sino grabadas en la memoria del alma.

Ahora sólo queda aprender a escucharlas.


20.2.16

La luz prodigiosa

  Diez años pueden ser un océano de tiempo.
Una eternidad o un suspiro, según desde dónde se mire. Los años, esas unidades de medida que llevamos a cuestas, como si fueran una advertencia permanente, pero que en realidad no perdonan jamás. No se detienen. No esperan. Son esas dimensiones a veces invisibles, otras palpables, que se marcan con tinta en los calendarios y que nos gustaría poder detener en ciertos momentos o hacer volar cuando el alma pesa. Quisiéramos que esa luz que marca el paso del tiempo fuese prodigiosa, capaz de alargar los instantes felices y borrar los amargos.

A veces, un día cualquiera, cuando vuelves del trabajo, te quitas los zapatos, te sirves algo, te sientas en el sofá… y entonces llega, sin avisar, ese pensamiento punzante: el tiempo. Su paso implacable. Su manera de reírse de nuestras agendas y nuestras certezas. El tiempo ,a veces con muy mala follá, como decimos por aquí, nos hace creer que lo tenemos dominado, como si pudiéramos congelarlo en una fotografía, en una canción, en una tarde perfecta. Pensamos que ciertos momentos son eternos, que ciertas personas lo serán. Pero el tiempo, testarudo, nos demuestra lo contrario. Siempre se escapa, como un pez entre las manos, como un trozo de jabón que se desgasta con cada uso, con cada día.

Y un buen día, sin apenas darte cuenta, miras a tu alrededor y ves que todo ha cambiado. Que todos han cambiado. Que esa persona que cruzaba contigo la calle a la misma hora ya no tiene el mismo paso ni la misma mirada. Que al camarero que te servía el café con una sonrisa ágil ahora le cuesta más moverse y hasta su voz suena distinta, más cansada. El pelo de muchos se ha cubierto de escarcha. Y tú, que sigues ahí, percibes con claridad que el calendario también te ha dejado sus marcas.

El tiempo ,ese hijo de puta, permítaseme la expresión, también nos arrebata. Nos obliga a despedirnos de quienes creíamos eternos. Nos rompe, nos pone a prueba. Pero al mismo tiempo, nos enseña. Nos moldea. Nos hace más sabios, o al menos más conscientes. A veces más cautos, a veces más temerarios, porque confundimos la experiencia con invulnerabilidad. Y de pronto, en medio de todo, aparece esa luz. Esa luz prodigiosa. Un destello que te recuerda que sigues aquí, que has vivido, que incluso en la rutina más simple, ver anochecer desde tu sofá, escuchar una canción vieja, escribir unas líneas, hay aprendizaje. Hay vida.

Diez años de blog. En breve. Y más de tres en dique seco. Silencio largo, necesario tal vez. Hoy regreso con esta entrada, con el deseo de retomar la costumbre de volcar en palabras lo que me venga en gana, sin más pretensión que la de crear un pequeño refugio en este rincón virtual que es mío. Dicen que las redes sociales mataron a los blogs. No lo creo. Son simplemente lenguajes distintos. Lo inmediato frente a lo pausado. El trino fugaz frente al párrafo reflexivo. Me alegra ver que algunos de aquellos compañeros de viaje en la vieja blogosfera siguen ahí, escribiendo con la misma constancia y entusiasmo de entonces. Resisten. Resistimos.

Este regreso, de momento, es una edición limitada. Un tanteo. Una prueba de hasta dónde me llevan las ganas de volver a este olvidado hábito. Veremos si la llama se mantiene o si solo ha sido el brillo fugaz de esa luz prodigiosa.

Hoy ya no me importan tanto los vientos como hace diez años. Ahora importa más el ser y el estar. Que soplen como quieran. Yo ya aprendí a resguardarme. Y si me tumban, al menos sabré cómo volver a levantarme. O cómo escribirlo.