28.3.16

Carlos Alonso

 Hacía más de una década que no lo veía. Tal vez dos, no sabría decirlo con exactitud. Ahora veo a Carlos casi todas las mañanas, con su manera de andar, medida y sincrónica. Hace ya mucho que dejó de ser el niño que conocí, pero parece un buen hombre. Me saluda, pensaba yo, con un cierto aire de cortedad y modestia. La vida lo habrá formado así; a todos nos modifica y nos esculpe de una manera diferente. Ya no es aquel gamberrete sin maldad que mis recuerdos me dibujan difuminado.

Día tras día, durante casi un año, la misma cortés y educada rutina:
—¡Buenos días, Alberto!
—¡Buenos días, Carlos! ¿Qué tal?
—Bien, bien.

Y sigue su camino de cada mañana: a comprar el pan, o a entrar o salir del portal de su casa para hacer lo que buenamente tenga que hacer.

Hace un par de semanas, tras su afable y cordial saludo, de repente se detiene y me pregunta:
—Oye, Alberto, ¿a ti te gusta la poesía?

—Pues sí, Carlos, me gusta la poesía —le respondo, sin extenderme más.

Me cuenta que ha escrito un libro de poesía. Bueno, en realidad, que ha recopilado las poesías que lleva escribiendo desde hace más de 25 años, y que por fin ha logrado publicarlas. Me pregunta si quiero uno de los ejemplares que tiene.
—¡Por supuesto! —le respondo—. Pero me lo tienes que dedicar, cual escritor de éxito que se precie.
—Eso está hecho, ahora mismo bajo uno.

A los pocos minutos aparece con un ejemplar en la mano. Rumbo a la frontera, se titula.

Carlos me cuenta que en ese libro narra su lucha desde los 16 años con una enfermedad: la esquizofrenia. Como voy apurado de tiempo, como casi siempre, le doy las gracias y sigo con mi trabajo, no sin antes prometerle que por la tarde, en casa, comenzaré a leerlo. Y eso hice.

En ese libro conozco al niño que nunca conocí, aunque durante años compartiéramos aula en la desaparecida EGB del colegio Salesianos. Cuenta que desde los 13 años empezó con los primeros síntomas; de lo infeliz que fue, de sus ingresos en el hospital, de las medicaciones a las que fue sometido, de su breve etapa laboral en la que fue víctima de un jefe “jeta” que contrataba empleados con minusvalías para recibir subvenciones, pero que después los explotaba hasta 16 horas al día. De sus amores imposibles, de su profunda fe religiosa, de su familia y de algunas ilusiones truncadas, muchas de las cuales ya nunca podrá realizar, pero siempre con ganas de seguir adelante.

Carlos desea que se tenga una mayor y mejor conciencia de su enfermedad. Que no por ser esquizofrénico se es una persona violenta o peligrosa. Lo cuenta en su libro entre poemas que dedica a cada uno de los momentos y personas clave de su vida. Y termina siendo consciente de los fallos que pueda haber en el libro, pero afirmando que todo lo que hay en él es lo que sale de su interior, porque lo vive así, a golpe de verso y prosa.

Y uno se queda, tras la lectura, algo absorto y meditabundo. Es ahora cuando comprende —haciendo un enorme esfuerzo de memoria— algo de aquella infancia de Carlos.

Amigo Carlos, compañero del colegio, que María Auxiliadora siempre te proteja, y que la vida, a partir de ahora, siempre, siempre te trate bien.
Carlos Alonso. Carlos. Carlitos. Carlos.


14.3.16

Ütopya

Durante muchos años no hizo otra cosa que caminar buscando utopías.
 Una mañana, sin advertirlo, una de ellas le había encontrado a él, cuando ya empezaba a dudar de su existencia.
 - Elige una. – Le dijo la utopía.
- ¿Una? ¿una qué?.
- Una utopía, ya sabes, algo imaginario o imposible.
- No puedo. Si consiguiera elegirla o imaginarla, dejaría de ser una utopía. Busco utopías, pero no tengo ninguna.
- Eso es imposible.Todo el mundo tiene una utopía. Todo es una utopía. La vida es una utopía.
-¿Y tú, utopía?, ¿tienes alguna utopía?
-Tú eres mi utopía, llevo años caminando buscándote.

8.3.16

Todos y nadie


 Todos creían discurrir criterios.
 Nadie se nutría de subsistencia.
 Todos creían fascinarse en un cortejo apasionado.
 Nadie gimoteaba lamentos afligidos.
 Todos se desgañitaban abroncando.
 Nadie se ocultaba tras la persiana.
 Todos miraban riendo a los que lloraban.
 Nadie miraba llorando a los que reían

5.3.16

El hijo del trapero

 
Hay tardes en las que me dedico a hojear, casi al azar, antiguos libros que conservo en mi modesta, algo desordenada, pero querida biblioteca. Hoy, sin una razón aparente, porque no he visto últimamente ninguna de sus películas, ni siquiera una escena fugaz en esos programas, páginas web o blogs de cine que suelo frecuentar, me he acordado de Kirk Douglas.

Y como un resorte, mi memoria me ha llevado directamente a su autobiografía, El hijo del trapero, que efectivamente aún conservo, apilada en una de las estanterías más bajas, esas que acumulan polvo, sí, pero también afecto. Aunque fue publicada hacia 1989, creo que la leí unos ocho o nueve años más tarde, en una edición de bolsillo del Grupo Zeta que entonces pululaba por las librerías con cierto encanto humilde y accesible.

En esta autobiografía, que él mismo firma con sinceridad y sin demasiados adornos, descubrimos al verdadero Kirk Douglas, nacido Issur Danielovitch, hijo de un trapero judío ruso que emigró junto a su esposa a Estados Unidos a principios del siglo XX. A lo largo del libro, Douglas insiste, con un orgullo sin cinismo, en que nunca ha dejado de ser aquel humilde muchacho que leía a Byron mientras crecía entre privaciones, y que llegó a la universidad montado en un camión de estiércol. Esa imagen se me quedó grabada: una metáfora involuntaria, pero poderosa, del esfuerzo y la determinación.

Formado como actor teatral, acabó sucumbiendo a las promesas doradas de Hollywood, no tanto por ambición como por necesidad, para poder sostener a su familia. Allí, sin embargo, no se dejó amedrentar por los grandes estudios: fundó su propia productora, Bryna Productions, desafiando la tiranía de los magnates del celuloide, lo cual no era frecuente en los años 50.

Fue entonces cuando el público lo abrazó con entusiasmo tras su interpretación en El ídolo de barro (1949), donde encarnó a un boxeador tan ambicioso como atormentado. Fue una de esas películas que definen carreras. La fama, por supuesto, trajo consigo sus propias sombras. Una conocida columnista de la época —de esas que con una frase podían alzar o hundir una reputación— escribió: “La fama se le ha subido a la cabeza; se ha convertido en un hijo de puta”. A lo que Douglas, en un posterior encuentro, respondió con ironía y desparpajo: “Yo ya era un hijo de puta antes de ser famoso”.

En el libro, se adentra no solo en su carrera, sino en su proceso personal: lo escribió —según dice— tanto para entenderse a sí mismo como para comprender mejor a los personajes que interpretó. Entre ellos, destacan dos que han quedado marcados en la historia del cine: Espartaco, donde no solo protagonizó la cinta, sino que también produjo y se enfrentó abiertamente al sistema al contratar a Dalton Trumbo, guionista incluido en la lista negra del macartismo; y El loco del pelo rojo (Lust for Life), por el que ganó un Globo de Oro y fue nominado al Óscar en 1956 por su inolvidable interpretación de Vincent van Gogh.

En uno de los capítulos más honestos del libro, Douglas confiesa que siempre ha entendido mejor a los débiles que a los poderosos, pese a que Hollywood se empeñara en encasillarlo como temperamental o incluso arrogante. Entre las muchas anécdotas que relata, hay una especialmente simpática: en una ocasión, tras firmar un autógrafo a una joven que él creía impresionada por su fama, ella le dijo con naturalidad: “Tenía muchas ganas de conocer al padre de Michael Douglas”.

Y es que los tiempos cambian.

A sus 99 años, cuando aún se dejaba ver ocasionalmente en actos benéficos u homenajes, Kirk Douglas seguía siendo, al menos en espíritu, aquel muchacho de mirada intensa, capaz de enfrentarse al sistema, a sí mismo y a cualquier personaje que le pusieran por delante.

Mira por dónde, después de este pequeño ejercicio de memoria y relectura, me han entrado ganas de volver a deleitarme con uno de sus clásicos. Tal vez Cautivos del mal, o esa joya olvidada que es Senderos de gloria. Quizá solo necesite volver a escuchar su voz grave, ver esa mirada decidida y recordar que, de vez en cuando, el cine también sirve para entender mejor la vida.

1.3.16

George Kennedy, el caballero de azul

 

George Kennedy, un actor curtido en más de doscientas películas, una presencia inconfundible que siempre supo estar donde había que estar, sin aspavientos pero dejando huella. Ganador del Oscar al mejor actor secundario por su trabajo en aquel mítico film La leyenda del indomable, protagonizado por otro gigante del cine, Paul Newman, Kennedy fue mucho más que un rostro de apoyo: fue un pilar imprescindible para toda una generación de actores que hicieron que sentarse frente al televisor fuera un acto casi sagrado.

Porque en aquellos tiempos —donde las tardes y las noches se iluminaban con historias que traspasaban la pantalla— George Kennedy encarnó un personaje que se grabó a fuego en la memoria colectiva: Bumper, un policía de oficio, pero con alma de vecino. Un tipo que rechazó ascensos, despachos y oficinas porque prefería sentir bajo sus pies el asfalto de la calle, las aceras y los parques del barrio. No necesitaba desenfundar jamás el arma; su única defensa era la porra, la firmeza de sus convicciones y el respeto que se ganó con hechos, no con palabras.

Bumper era el caballero de azul que caminaba sin prisa pero sin pausa, que conocía a cada habitante de su distrito, que formaba parte natural de aquel vecindario en el que patrullaba, convirtiéndose en un personaje entrañable y real, ese tipo de figura que hace que uno confíe y se sienta seguro.

George Kennedy fue mucho más que un secundario más en las películas: fue la voz baja, el rostro de la honestidad, el equilibrio que tantas veces sostuvo la trama, el héroe silencioso que no necesitaba brillar en primera línea para ser recordado para siempre.

Hoy, que ya no quedan tantas figuras así, vale la pena recordar a George Kennedy, y con él, a Bumper, el policía bueno, firme y humano, que dejó en pantalla un legado imperecedero.

Descanse en paz, caballero de azul.