En la misma ría de Huelva, donde el rojo intenso del río Tinto se funde con el verdoso misterio del Odiel, donde ambos colores se abrazan y desaparecen para siempre en las aguas saladas del Atlántico, hay un lugar cargado de historia y de silencios. Un lugar que los choqueros conocen bien y llaman con un nombre tan evocador como extraño: la Punta del Sebo.
Allí, en esa punta que parece desafiar al tiempo y al viento, se alza una enorme estatua: el monumento a Cristóbal Colón. El navegante, eterno vigía, con la mirada fija en el horizonte, en dirección sudoeste cuarta sur —exactamente por donde, en aquel lejano 1492, partieron las tres carabelas que cambiaron para siempre el mundo.
He pasado por aquel sitio en varias ocasiones. Recuerdo una en particular, cuando frené el coche, bajé despacio y me acerqué a la base del monumento. No sé si leí aquella inscripción o me la contaron, pero recuerdo claramente que si sigues la línea de la mirada de Colón, más allá, casi rozando el límite de la vista, puedes imaginar la silueta tenue de las tres naves surcando el océano, buscando la ruta que las llevaría a las Indias… o a lo que luego supimos que era otro mundo.
Colón permanece allí, en la Punta del Sebo, silencioso y solitario, como un guardián que ha visto pasar siglos de historias y olvidos. Aunque el estruendo de aquel conmemorativo centenario de mediados del siglo XX todavía resuena en la memoria de quienes lo vivieron, él sigue ahí, inmóvil, como si el tiempo no le afectase.
Más de cinco siglos han pasado ya desde aquel viernes cinco de agosto, cuando un puñado de hombres, con poco más que coraje y esperanza, se lanzaron a la mar en aquellas embarcaciones frágiles, sin garantía de regreso. Sin saber que su viaje cambiaría para siempre el destino del planeta.
Y hoy, en la Punta del Sebo, en ese rincón donde los ríos se funden y la historia susurra, Colón sigue mirando. Quizá no hacia el pasado, ni siquiera hacia el futuro, sino hacia ese infinito que tanto nos fascina, donde se mezclan sueños, esperanzas y el misterio eterno de lo desconocido.