11.6.25

Cantos Corales de discordia

 En un pequeño pueblo con nombre de canción olvidada, Santa Armonía del Castañar, coexistían, a duras penas, dos agrupaciones corales que alguna vez fueron hermanas de partitura y compás. Hoy, eran enemigas declaradas: el Coro Juan del olivo y la Schola Cantorum Tempus Fugit.

Ambos nacieron del mismo tronco musical: hace veinte años, un solo coro unía a los amantes del canto polifónico del pueblo. Pero tras una acalorada discusión sobre si interpretar el Miserere mei, Deus de Allegri con ornamentación barroca o sobria austeridad renacentista, la armonía se resquebrajó para siempre. Los seguidores de la fidelidad histórica fundaron la Schola Cantorum Tempus Fugit. Los demás, más flexibles y con gusto por la teatralidad, formaron el Coro Juan del olivo. Desde entonces, la música se volvió campo de batalla.

Ambas agrupaciones ensayaban en extremos opuestos del pueblo. Cuando una estrenaba una misa de Victoria, la otra programaba, a la misma hora, un motete de Palestrina con entrada gratuita, y hasta vino y jamón. Las campañas en redes sociales eran finas dagas de ironía: publicaciones sutiles con frases como “Donde hay verdadera polifonía, no hace falta un clavecín desafinado”. Los ensayos eran filtrados, espiados, y las partituras “extraviadas” misteriosamente antes de los conciertos importantes.

Pero lo más despiadado era la captura de voces. Ambas agrupaciones se disputaban a los mismos tenores y contraltos, los que escaseaban como trufas negras. No era raro que un barítono destacado cambiara de bando, tentado con viajes, becas de canto, cerveza gratis o, más de una vez, con los favores de alguna mezzosoprano ambiciosa.


Chus, soprano de la Schola, y Alejandro, bajo del Coro, vivieron una de las historias más turbulentas. Se enamoraron tras un encuentro fortuito en un festival coral en la capital, y durante meses ocultaron su romance. Pero cuando se filtró una foto de ellos besándose tras bastidores, el escándalo fue mayúsculo. Ella fue tildada de traidora, y él, de espía. Ambos fueron apartados de sus agrupaciones... pero fundaron un dúo vocal con mucho éxito en redes, lo que encendió aún más la mecha del rencor.

Las traiciones no se limitaban al amor. En una ocasión, durante la Semana de la Música Sacra, la Schola saboteó el concierto del Juan del olivo enviando un falso comunicado al director del auditorio, quien creyó que se había cancelado. El público llegó a tiempo, pero el coro no. En represalia, el Coro Juan del olivo filtró una grabación alterada del ensayo de la Schola, con desafinaciones digitales añadidas. El video se hizo viral bajo el título “Tempus Fugit, pero no entona”.

A pesar de los ruegos del ayuntamiento, que intentó organizar un Festival Coral de la Paz, ambas agrupaciones se negaron siquiera a saludarse. El evento terminó en un acto fallido: ambas corales cantaron Dona nobis pacem en la misma plaza, pero mirando en direcciones opuestas, como dos ejércitos que invocan la paz con cuchillos y pistolas escondidos bajo la túnica.

En Santa Armonía del Castañar no había paz, pero sí canto. El pueblo, dividido, elegía bando. Para algunos, la guerra coral era un teatro encantador. Para otros, una tragedia disfrazada de concierto. Y en medio de todo, las voces seguían elevándose, no hacia el cielo, sino unas contra otras, en un contrapunto de envidias, amores rotos y rivalidad sin fin.

La tensión entre Juan del olivo y la Schola Cantorun parecía haber alcanzado su clímax... hasta que murió el Maestro.

Don Julián Marquina, fundador del coro original , aquel que se había escindido años atrás, falleció a los 96 años en su casa, rodeado de partituras, vinilos, y una antigua carta que nunca había enviado. Era el único que había logrado mantener una línea de respeto entre los bandos, aunque ya sin poder. Su muerte fue anunciada por ambos coros con comunicados casi simultáneos... y ambos anunciaron su deseo de rendirle homenaje.

Pero había un problema: el testamento del Maestro era claro. Quería un único réquiem, cantado por ambos coros. Juntos. En la misma iglesia. Bajo una misma dirección. Si se negaban, sus archivos inéditos , que incluían arreglos nunca publicados y grabaciones de ensayos históricos, serían donados a una universidad extranjera. Nada para el pueblo.

La noticia cayó como un himno disonante.

Las reuniones para organizar el evento fueron un infierno afinado en do menor. Se pelearon por cada compás, por quién debía dirigir (terminaron aceptando a una joven exalumna del Maestro, ajena a los odios), por el orden de aparición, por las posiciones en el altar, e incluso por quién debía anunciar las lecturas litúrgicas. Pero el legado del Maestro pesaba más que el odio.

Ensayaron separados al principio, y luego en sesiones conjuntas forzadas. Las primeras veces fueron un desastre: entradas descoordinadas, solistas saboteados con miradas de muerte, e incluso un incidente con un laúd que "se cayó solo" sobre la cabeza del director invitado. Pero poco a poco, algo empezó a pasar.

Un día, en plena interpretación del Lacrimosa, una soprano del Juan del olivo se quebró emocionalmente. Fue consolada, sin pensarlo, por una contralto de la Schola con la que había discutido durante años. En otra sesión, el tenor más ácido del Tempus Fugit admitió, sin sarcasmo, que echaba de menos las bromas del barítono rival.

La música comenzó a hacer lo suyo: soldar.

El día del concierto, la iglesia estaba a reventar. El pueblo entero acudió, algunos por morbo, otros por esperanza. El ambiente era tenso, hasta que sonó el primer acorde del Réquiem de Fauré. Las voces, por primera vez en años, se entrelazaron sin guerra. Se miraban de reojo, sí, pero también con algo nuevo: respeto.

El momento cumbre llegó en el In Paradisum. Las voces se fundieron en un tejido delicado, aéreo, que hizo que incluso los más escépticos contuvieran la respiración. No era sólo un adiós al Maestro. Era un adiós a algo más profundo: al rencor.

Cuando se apagó el último acorde, el silencio fue absoluto. Luego, un aplauso largo, de pie. Algunos lloraban. Y entonces, espontáneamente, los dos coros, sin ensayar esto, cantaron juntos un canon sencillo, infantil, que el Maestro les había enseñado a todos en los primeros años: “Dona nobis pacem.”

No se reconciliaron de inmediato. Pero hubo intercambios de partituras. Charlas cruzadas. Incluso una invitación informal a cantar juntos en Navidad. Nadie sabía si eso marcaría el comienzo de una fusión, una tregua duradera o simplemente una pausa.

Pero Santa Armonía del Castañar, al menos por esa noche, hizo honor a su nombre.

Y en algún rincón invisible, el Maestro sonreía.




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