16.6.25

Lo de Rosendo


Rosendo tiene 54 años, aunque a veces el espejo le devuelve la imagen de un hombre más viejo. Lleva los hombros cargados como si arrastrara cada uno de los días que ha vivido. Desde los 18 ha estado detrás de esa barra. Primero como camarero, después como encargado. Y desde hace algo más  de diecisiete años, como dueño. Diego, el antiguo propietario, se jubiló con la sonrisa de quien ha visto pasar  más de media vida tras el mismo mostrador y le traspasó el bar sin muchas ceremonias, como si le estuviera dando las llaves de su casa. “Es tuyo, Rosendo. Tú ya lo cuidas mejor que yo”.

El bar se llama Bar Castilla, aunque nadie lo llama así. Para todos es “lo de Rosendo”. Abre todos los días a las seis de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos. Suena la persiana metálica como un trueno y los primeros clientes entran con la legaña aún pegada al alma. Rosendo ya tiene los brazos enharinados por el pan y las manos calientes de tanto apretar vasos y tazas. No usa guantes. Nunca los ha usado.

Hay una coreografía en esas primeras horas: los empleados de limpieza entran en grupo, como una banda de jazz desordenada pero fiel; luego vienen los del andamio, tres albañiles que llevan meses haciendo una reforma justo en el local de al lado y que desayunan siempre lo mismo, media de tomate con aceite y jamón, café solo y, si es viernes, una caña tempranera, “porque ya es casi sábado, Rosendo ”. Él no discute. Solo levanta las cejas y sirve.

A veces entran estudiantes, sobre todo los rezagados, los que se han pasado la noche estudiando, o bebiendo,  y buscan un café con leche que les salve del naufragio. Rosendo les hace buen precio. No por simpatía, sino por un reflejo de sí mismo cuando era joven y soñaba con estudiar algo que nunca estudió. “Tú echa un par de huevos, chaval, pero no al café, al currículum”, le dijo una vez a uno que venía con una resaca como un edificio de tres plantas.

Y luego está Elena. Elena tiene 82 años, pelo blanco, abrigo rosa palo y un chihuahua bizco llamado Federico, en honor a su devoción al gran poeta. Enviudó hace casi treinta años, y desde entonces no ha dejado de venir cada mañana a las siete y cuarto, ni un solo día. Rosendo le deja entrar con el perro, aunque el cartel en la puerta diga que no se admiten mascotas. “Federico no es un perro, es un cliente más”, dice ella. Rosendo asiente, aunque en realidad no lo dice por cariño al animal, sino porque sabe que Elena está más sola que el hielo del congelador.

Ella pide siempre lo mismo: café con leche en vaso y una tostada con mantequilla y mermelada de albaricoque. Come despacio, mientras habla de su marido muerto, de sus nietos que viven lejos, de cómo la ciudad ya no es lo que era. Rosendo la escucha de reojo, limpiando vasos con un trapo que ha visto demasiadas mañanas.

Una vez, Elena se olvidó a Federico. Se levantó con su bolso, su bastón y sus pasos arrastrados, y se fue como si el perro fuera parte del mobiliario. Rosendo no se dio cuenta hasta que oyó un gemido bajo la mesa. Lo miró, lo cogió con una mano y lo sacó a la calle gritando:

—¡Elena! ¡Te has dejado al cliente más callado que tengo!

Ella se dio la vuelta, se echó a reír y dijo:

—Ay, hijo, la cabeza ya me falla...Un día de estos también me la dejo.

Rosendo no rió, pero sonrió. Una sonrisa seca, tímida, que le duró el resto de la mañana.

El bar no da grandes alegrías, pero tampoco muchas penas. Lo justo para seguir. Rosendo no tiene hijos, ni mujer, ni vacaciones. Tiene el bar. Y en cierto modo, el bar lo tiene a él. Cada día es parecido al anterior, como un disco rayado que ya se sabe de memoria. Pero en el fondo, él lo prefiere así. La rutina es una forma de cariño que no exige grandes gestos.

A veces, al cerrar, cuando apaga la cafetera y la luz del cartel, se queda un segundo más en la puerta, mirando la calle vacía. Y piensa que quizás, si alguna vez se jubila, se lo traspasará a alguien que, como él, haya aguantado en silencio detrás de la barra durante media vida. Alguien que entienda que el café de las seis no es solo una bebida: es la manera en que el mundo se pone en marcha. Aunque sea un mundo pequeño, a veces triste y lleno de tostadas y café. 


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