15.10.25

Tu Saeta. Adaptación en prosa a la letra de la canción de Supersubmarina. Autores originales: José Marín Torres "Chino", Jaime Gandía Quesada, Juan Carlos Gómez Parrilla y Antonio Jesús Cabrera.


Llevas ya un mes, tal vez dos, instalada en este corazón que, por más que lo mires, no te pertenece. Lo ocupaste con una naturalidad pasmosa, como quien llega a una casa que ha estado siempre abierta, sin pedir permiso, sin anunciarte. Y ahora paseas por sus estancias sin preocuparte del ruido, del desorden que vas dejando atrás, de las ventanas abiertas de par en par por las que se cuela el frío.

No te culpo por completo. Al principio pensé que era cosa mía, una ilusión más, otra vez lo de siempre: el idealismo de creer que el amor se construye con fuegos artificiales y canciones tristes. Pero pronto dejaste claro que no estabas aquí para quedarte. Venías de paso, como esos inquilinos que alquilan por semanas y no se molestan en cambiar el calendario de la pared.

Y desde entonces, me estás golpeando fuerte. No con palabras, ni siquiera con gestos. Con tu ausencia en mitad de tu presencia. Con tu forma de estar sin estar. Con esas cadenas invisibles que arrastras cada noche por el pasillo, cuando todo está en silencio. Las oigo perfectamente. Son las cadenas del desencanto, del desinterés, del hastío. Y vienen hacia mí, sin prisa pero sin pausa, anunciándose como una procesión de espectros.

Afinas tu arco en Do, como si fueras una arpía antigua sacada de un mito olvidado, y apuntas con deliberada precisión hacia mi pulmón. No basta con herirme en el pecho, no. Vas más allá. Apuntas al lugar exacto donde nace el aire, donde intento aún respirar. No quieres que lo haga. No quieres que me recupere.

Y lo peor es esa calma tuya, ese susurro frío con el que entonas oraciones que sólo entienden los dioses que se alimentan del rencor. Pides mi destrucción. Como si mi dolor pudiera darte alivio, o como si con él pudieras construir un pedestal nuevo para tus ruinas emocionales.

Y mientras tanto, perfumas la escena con jazmín. Ese olor tuyo, que antes me llevaba a la infancia o al deseo, ahora lo inunda todo hasta volverlo irrespirable. Has intoxicado el aire. Has convertido el amor en una sala cerrada sin ventanas. Pobrecito de mí.

A estas alturas, ya me da igual que nos miren. Que nos juzguen. Que dicten sentencia. Que nos pongan etiquetas o diagnósticos. Que digan quién fue el culpable. Porque el daño ya está hecho. Y si algo he aprendido es que en las batallas del alma nadie gana nunca del todo.

Yo peleé. Peleé como un cabrón. Sin pausa. Sin dignidad. Me abrí en canal por el esternón y puse todo sobre la mesa. El corazón, las vísceras, las palabras. Y lo único que recibí fue silencio. Un silencio espeso, inmenso, que aún hoy se desliza por los pasillos de esta casa que ya no reconozco.

Y ahora sólo hay dolor. Dolor que lo tiñe todo. Que se mete debajo de las uñas y entre los dientes. Dolor que gobierna mis actos, mis palabras, mis sueños. Dolor que no me deja dormir.

¿Sabes? Mis virtudes ya no tienen efecto en ti. Aquello que un día te hizo mirarme con ternura, ahora te parece molesto. Me he convertido en un eco, en un espejo roto. Abril, con su luz y su promesa de flores, queda tan lejos que parece otra vida.

Somos como niños. Niños caprichosos, llorones, malcriados. Que todo lo consiguen dando voces y montando berrinches. Que esperan que alguien venga a poner orden. ¿Hasta dónde vamos a llegar?

Que nos miren. Que nos juzguen. Que lo digan. Que hablen de quién tuvo la culpa. Que abran los archivos y las fotos y las cartas. Que busquen el error. Porque yo ya estoy cansado. Cansado de defenderme. Cansado de justificarme.

Y tal vez, sólo tal vez, el error fue no saber irnos a tiempo.


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