18.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (VII): Titanic bajo el cielo de agosto


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (VII): Titanic bajo el cielo de agosto 

La idea se le ocurrió al concejal de cultura, Julián el de la cooperativa, un martes por la tarde, justo después de una siesta de ventilador y cortinas pegadas a la piel. Soñó que Leonardo DiCaprio cruzaba el Guadiana en una zodiac conducida por Kate Winslet, mientras de fondo sonaba la voz de Céline Dion cantando una versión flamenca de My Heart Will Go On. Al despertar, se secó el sudor del cuello con una toalla de propaganda de Iberdrola y lo vio clarísimo:

—Un cine de verano. Sábanas blancas, palomitas y una peli de llorar. ¿Qué puede salir mal?

Mucho, por supuesto. Pero eso aún no lo sabíamos.

La propuesta se aprobó en pleno extraordinario de urgencia, celebrado en la terraza del Bar de Nines, con una caña en la mano y la firme convicción de que “algo hay que hacer por la cultura, aunque sea en chanclas”.

La cita quedó fijada para el viernes a las 22:30, justo cuando el termómetro baja de 43 a 37 grados y la brisa caliente del este deja de abrasar como si viniera directamente del infierno. Se colocaron veinte sillas de plástico, más de las previstas, porque Julián pensaba que “la gente con estos calores no sale ni por Titanic”, una sábana sujeta con pinzas y cinta aislante entre la farola del ayuntamiento y el ficus de la plaza, que ya llevaba meses agonizando pero que aún daba sombra simbólica.

El proyector, prestado por la biblioteca de Alcuéscar, era del año 1981 y emitía más calor que luz. Al enchufarlo, sonaba como una avioneta a punto de despegar. Julián lo acarició como si fuera una reliquia:

—Esto, si aguanta hasta que se hunda el barco, es un milagro.

La película elegida fue Titanic, porque según explicó Julián en rueda de prensa (o sea, delante de tres jubilados en el banco de la fuente):

—Aquí también tenemos naufragios. El tractor de Manolo el Gorriato, sin ir más lejos, se hundió en el canal el mes pasado con remolque y todo.

A las diez, la plaza estaba llena. Niños con polos derretidos en las manos, abuelas con abanicos eléctricos alimentados con baterías externas, y Don Isidro con su inseparable botellín y un abanico de cartón con la cara de Rocío Jurado en la boda de su hija. Se sirvieron cucuruchos de palomitas hechas en el microondas de la asociación de amas de casa, y se repartieron abanicos de propaganda de la última campaña electoral del partido de Julián: “Villafresno Avanza”.

La gente estaba entregada. Los más jóvenes se hacían selfies delante de la sábana, otros colocaban sus propias sillas de camping y neveritas portátiles. Todo iba como una seda hasta que... se fue la luz.

Un apagón general, de esos que en Madrid colapsan el metro y en Barcelona salen en los periódicos, pero que en Villafresno generan solo una ola de resignación silenciosa y un grito a lo lejos, desde lo alto del transformador:

—¡Otra vez los plomos del transformador, me cago en la cooperativa eléctrica!

Tras unos segundos de silencio fatalista, Julián, en modo líder de resistencia cultural, gritó:

—¡No pasa nada! ¡La seguimos en versión narrada! ¡Esto es cine experiencial!

Y entonces ocurrió la magia rural: el tío Ramón, que se sabía la película de memoria porque su hija la veía todos los domingos desde 1998, se levantó de su silla, carraspeó y empezó a contarla en voz alta.

—Ahora están en tercera clase, bailando un jiga irlandés, con música de verdad, no eso que ponen ahora en las discotecas.

—¡Aquí viene lo del coche empañado! ¡Ojo al vapor que se condensa en el cristal! —gritó una vecina mientras imitaba con el dedo el famoso dibujito de la mano.

—¡Y ahora! ¡Se choca con el iceberg! ¡Pum! ¡Se hunde el barco pero no el amor! —añadió el tío Ramón con teatralidad.

Los vecinos coreaban, reían, y lloraban a su manera. Una señora con pamela exclamó:

—¡Rose, cabrona, había sitio en la tabla!

Un niño sacó un barquito de plástico y, con la ayuda de una manguera de jardín, recreó el hundimiento en un charco. Alguien sacó una linterna, apuntó a la sábana y empezó a hacer sombras chinescas con forma de barco, de iceberg, y hasta de Leonardo con los brazos abiertos.

Nines, con rapidez, improvisó una barra de granizados hechos con hielo de la pescadería y jarabe de fresa caducado. Nadie se quejó. El calor derrite los estándares.

El cielo estaba despejado. El firmamento se llenaba de estrellas mientras el pueblo entero miraba hacia la sábana en blanco y escuchaba la voz del tío Ramón, que ya estaba en la parte final:

—Ahora Jack se está congelando. Ella le dice “Nunca te dejaré” y lo deja. ¡Ole tu arte, Rose!

La plaza estalló en aplausos. El espíritu del cine, aunque sin imagen, había sobrevivido.

Cuando volvió la luz, el proyector emitió un zumbido agónico y murió oficialmente. Pero nadie se fue. Todos se quedaron sentados, mirando al cielo, sintiendo algo que no se podía explicar. Quizás era el fresquito que empezaba a moverse entre los toldos, o la emoción de haber vivido algo juntos, sin Wi-Fi, sin pantalla, sin filtros.

Don Isidro, con la voz rasgada por la emoción (y el gas del sexto botellín), resumió la velada:

—Esto es el séptimo arte. El octavo es sobrevivir aquí en agosto… sin aire acondicionado.

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