Este no es un simple documental sobre un accidente ferroviario. Es una denuncia. Un espejo roto que nos enfrenta con una realidad que durante años muchos prefirieron no mirar. Frankenstein 04155 no habla solo de un tren. Habla de un sistema. De una cultura política que prioriza el impacto electoral sobre la seguridad. De una gestión pública que a menudo está más pendiente de cortar cintas que de cumplir protocolos. De un país que, cuando se enfrenta al dolor, reacciona no con justicia, sino con silencio.
El 24 de julio de 2013, a escasos kilómetros de Santiago de Compostela, el tren Alvia 04155 descarriló en la curva de A Grandeira. Ochenta personas murieron. Más de ciento cuarenta resultaron heridas. En apenas unos segundos, diez, para ser exactos, se desató una de las mayores tragedias ferroviarias de la historia reciente de España. Diez segundos que, como queda demostrado en el documental, no fueron producto de un imprevisto, sino de una cadena de decisiones negligentes, evitables, y por tanto, imperdonables.
El título del documental no es gratuito. Frankenstein. Un tren híbrido, ensamblado a partir de tecnologías y sistemas que no estaban concebidos para convivir. Un experimento técnico nacido de la prisa política, de la presión institucional, de la obsesión por inaugurar la línea antes de las elecciones. Un tren sin sistema de seguridad ERTMS operativo en todo el recorrido. Un trayecto de alta velocidad degradado sin advertencia suficiente. Un monstruo funcional, sí, pero peligrosamente incompleto.
Y en medio de todo eso, la estrategia de siempre: señalar al último eslabón. El maquinista. Convertido en único culpable por un relato oficial que, durante años, se esforzó por ocultar responsabilidades en niveles superiores. Se ocultaron informes. Se maquillaron datos. Se intentó cerrar el caso con rapidez. Se dijo que fue “un fallo humano”. Como si el error no viniera de mucho antes. Como si el sistema no estuviera diseñado precisamente para evitar que un fallo humano acabe en tragedia.
Lo más desgarrador no es solo el accidente, sino lo que vino después. La lucha solitaria de las víctimas. La desinformación. La falta de apoyo institucional. La resistencia feroz a que se conozca toda la verdad. Y también la complicidad, durante demasiado tiempo, de medios públicos como RTVE, que ahora recuperan el documental, pero que durante años contribuyeron a amplificar la versión oficial, esa que solo hablaba del maquinista, nunca de los despachos.
Casi doce años después, los familiares siguen clamando por justicia. No piden venganza. Piden verdad. Piden explicaciones. Piden responsabilidades. Y ver este documental es como despertar bruscamente de una mentira sostenida. Como darse cuenta de que lo que se vendió como modernidad era en realidad una huida hacia adelante.
Frankenstein 04155 no es solo un reportaje. Es una bofetada. Una llamada a la conciencia. Una prueba más de que la democracia no se mide solo por el número de urnas, sino por la capacidad de los poderes públicos de asumir sus errores. Nos obliga a hacernos preguntas incómodas:
¿Queremos un país donde los trenes se inauguran a toda costa, aunque la seguridad no esté garantizada?
¿Donde el márketing político vale más que una vida humana?
¿Donde los informes técnicos se modifican, se ocultan o se ignoran para no alterar los plazos de los ministros?
Porque lo que está en crisis no es la alta velocidad. Lo que chirría no son los raíles, sino los cimientos éticos de un sistema que, cuando falla, deja caer el peso en los más débiles. Y si no aprendemos de esta tragedia, si no sacamos lecciones reales y profundas, cualquier vía puede ser una vía hacia la muerte.
Que no digamos después que nadie nos avisó.
Que no volvamos a llamarlo accidente, si todo estaba anunciado.
Como dijo una de las madres que perdió a su hija en el siniestro: “A mi hija la mató el sistema, no un maquinista. Y ese sistema sigue ahí, como si nada.”
Lo verdaderamente terrible no es que un tren descarrile. Lo insoportable es que el país descarrile con él… y nadie quiera mirar atrás. Que los años pasen, las portadas cambien, y la injusticia siga instalada como una losa en el pecho de quienes lo perdieron todo. No basta con emitir un documental tarde. Lo necesario, lo urgente, es cambiar el sistema que lo hizo posible. Porque una democracia que no protege a sus ciudadanos ni responde por sus errores, no es una democracia: es una fachada con raíles rotos.
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