A las siete y cuarto, como todos los días que no eran domingo, y algunos domingos también, porque el capitalismo no descansa ni para confesar sus pecados, Javier alzaba la persiana metálica del bar El Timón. El gesto tenía algo litúrgico, una ceremonia rutinaria de chirrido y polvo, como si el propio bar se resistiera a empezar otro día. Lo comprendía: él tampoco tenía ganas.
Javier tiene 28 años, un título universitario en Historia del Arte con su correspondiente marcapáginas de frustración, y una colección de currículums enviados que, de imprimirse en papel, podrían forrar el Museo del Prado con una instalación de tristeza contemporánea. Aprobó con notable alto, redactó un TFG que todavía consideraba brillante , "La melancolía barroca como elemento subversivo en la pintura religiosa del siglo XVII", una frase tan elegante que podría servir de epitafio y, como miles de otros jóvenes ilustrados, se estrelló contra la muralla burocrática y laboral del país.
Ahora trabajaba en hostelería. Doce horas diarias de pie, rodeado de vasos manchados de carmín barato y cafés con leche para clientes que confundían la barra con un púlpito. Por 1.100 euros al mes. Con pagas prorrateadas, claro. Siempre decía "prorrateadas" con la voz un poco más grave, como si le hiciera gracia que sonara a privilegio, cuando en realidad era solo otra forma de decir "no te va a llegar ni para compartir piso con moho".
Vivía con su padre, un hombre silencioso que llevaba más años en la fábrica de hielo que el propio sistema métrico. Desde que enviudó, no se quejaba de nada, como si con la muerte de su mujer hubiese perdido también el derecho a lamentarse. Llegaba a casa oliendo a frío químico, con las manos tan duras que parecían de mármol tallado. A veces hablaban. Otras, se sentaban a ver las noticias sin decirse una palabra. Como dos estatuas enfrentadas en un museo provincial.
Su novia, Clara, había sido más valiente o, simplemente, más desesperada. Enfermera. Graduada también con buena nota. Se fue a Londres a cambiar pañales a ancianos que pronunciaban su nombre como si fuera una marca de yogures. Mantenían una relación a distancia que, contra todo pronóstico, seguía en pie. Videollamadas nocturnas con silencios incómodos y algún "te echo de menos" que sonaba menos a pasión y más a rutina. El amor, como los sueldos, también se devaluaba con el tiempo.
Javier tenía una banda sonora interior. Vetusta Morla, Viva Suecia, Supersubmarina. Estos últimos eran casi un símbolo personal, como un retrato de juventud detenido en el tiempo. Aún conservaba una entrada de su concierto en 2016, justo antes del accidente. Aquella carretera tortuosa, la furgoneta, el coma. Fue como si su generación entera hubiese chocado con ellos: una banda llena de talento, entusiasmo y ganas de comerse el mundo… y, sin embargo, obligada a frenar de golpe. Supersubmarina nunca volvió del todo. Algunos de sus amigos tampoco. No al menos como los recordaba: ahora estaban sepultados bajo nóminas temporales, clases particulares, contratos de prácticas, alquileres absurdos.
Cuando barría el suelo pegajoso del bar, pensaba en sus compañeros de clase. Uno hacía pódcast sobre arte desde la habitación de su madre. Otra organizaba bodas en un hotel rural. Uno daba clases de español a turistas noruegos. Todos parecían tener vidas paralelas, como planetas lejanos con órbitas propias, y todos compartían la misma nostalgia: esa convicción sorda de que la vida que les habían prometido en la universidad se había extraviado por el camino.
Javier también soñaba con una casa propia. No una mansión, ni siquiera algo con terraza. Solo un piso modesto, con buena luz y espacio para poner una estantería con vinilos. Pero Idealista era una comedia negra. Pisos de 28 metros cuadrados con “toque vintage” (es decir, humedad). Estudios “reformados” donde no cabía ni una cama entera. “Ideal para jóvenes profesionales sin mascota ni esperanza”, pensaba él. Cuando le hablaban de “emanciparse”, sentía que le hablaban de una rebelión en otro siglo, en otro continente, en otro universo.
Y sin embargo, no era infeliz del todo. Había algo en el ritual del café con leche, en saludar a la señora que venía cada mañana con su nieto, en escuchar a los borrachos nocturnos hablar de fútbol como si estuvieran redefiniendo la Ilustración. Había belleza, incluso, en esa tristeza compartida. Una poética de la resignación. Como cuando escuchaba a Viva Suecia cantando con toda la épica del mundo frases que solo entendían los que no tenían nada más que entender.
Quizá la vida no fuera eso que le contaron, ni eso que soñó. Quizá el arte estaba también en sobrevivir con cierta dignidad a lo indigno. En seguir levantando persianas, aunque chirriaran. En mirar las ofertas de pisos como quien contempla un museo de cosas que no puede comprar.
Y quizá, solo quizá, en aprender a amar, incluso a distancia, con la misma fuerza con la que uno se aferra a un estribillo.
1 comentario:
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