El verano se ha ido, como siempre lo hace, sin despedidas teatrales. No se marcha de golpe, se disuelve. Un día te das cuenta de que el sol ya no aprieta igual, que la sombra se ha vuelto más alargada, que las chicharras callaron sin que nadie les avisara. Intentar retener el verano es como intentar atrapar agua con las manos: cuanto más fuerte aprietas, más rápido se escurre entre los dedos.
Septiembre es ese umbral donde todo vuelve a ordenarse. Las rutinas regresan como trenes puntuales tras un largo desvío: el despertador, las calles con prisas, los pupitres, los calendarios llenos. Pero también es un mes de comienzo silencioso, una oportunidad para ajustar el paso, limpiar el aire de dulces excesos y mirar hacia adelante con calma.
El otoño asoma despacio, con el pudor de quien sabe que trae cambios. Es la estación de los tonos cálidos y las luces oblicuas, de la belleza contenida. Y en cierto modo, es también la estación de quienes hemos pasado ya el umbral de los cincuenta.
Porque hay un otoño en la vida que no es tristeza ni ocaso, sino madurez que florece de otra manera. A esa edad ya no se corre detrás de veranos imposibles: se disfruta el paseo, se valora la sombra fresca, se eligen las compañías con el instinto afinado de quien ha aprendido a escuchar el corazón sin ruidos de fondo.
Como los árboles que pierden hojas para prepararse para lo que vendrá, uno también aprende a soltar lo innecesario: miedos, prisas, máscaras. Queda lo esencial, lo que de verdad da sentido. Y en esa desnudez hay belleza y fuerza.
Septiembre no es el fin de nada, sino el suave comienzo de otra etapa. La luz baja del verano deja paso a una claridad más serena, más íntima. La vida también, al llegar su propio otoño, no se apaga: se vuelve sabia, pausada y luminosa.
Porque cada estación tiene su esplendor, y el otoño, en la naturaleza y en la vida,
es la prueba de que el tiempo no solo pasa: también pule, revela y embellece.
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