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30.9.25

Septiembre

 Septiembre llegó estando en Mojácar sin hacer ruido, como quien se quita los zapatos para no despertar a nadie. No irrumpe: se desliza. Trae consigo ese aire, a veces tibio, que aún guarda restos de verano, pero ya perfuma las tardes con una brisa distinta, más clara, más lenta.

El verano se ha ido, como siempre lo hace, sin despedidas teatrales. No se marcha de golpe, se disuelve. Un día te das cuenta de que el sol ya no aprieta igual, que la sombra se ha vuelto más alargada, que las chicharras callaron sin que nadie les avisara. Intentar retener el verano es como intentar atrapar agua con las manos: cuanto más fuerte aprietas, más rápido se escurre entre los dedos.

Septiembre es ese umbral donde todo vuelve a ordenarse. Las rutinas regresan como trenes puntuales tras un largo desvío: el despertador, las calles con prisas, los pupitres, los calendarios llenos. Pero también es un mes de comienzo silencioso, una oportunidad para ajustar el paso, limpiar el aire de dulces excesos y mirar hacia adelante con calma.

El otoño asoma despacio, con el pudor de quien sabe que trae cambios. Es la estación de los tonos cálidos y las luces oblicuas, de la belleza contenida. Y en cierto modo, es también la estación de quienes hemos pasado ya el umbral de los cincuenta.

Porque hay un otoño en la vida que no es tristeza ni ocaso, sino madurez que florece de otra manera. A esa edad ya no se corre detrás de veranos imposibles: se disfruta el paseo, se valora la sombra fresca, se eligen las compañías con el instinto afinado de quien ha aprendido a escuchar el corazón sin ruidos de fondo.

Como los árboles que pierden hojas para prepararse para lo que vendrá, uno también aprende a soltar lo innecesario: miedos, prisas, máscaras. Queda lo esencial, lo que de verdad da sentido. Y en esa desnudez hay belleza y fuerza.

Septiembre no es el fin de nada, sino el suave comienzo de otra etapa. La luz baja del verano deja paso a una claridad más serena, más íntima. La vida también, al llegar su propio otoño, no se apaga: se vuelve sabia, pausada y luminosa.

Porque cada estación tiene su esplendor, y el otoño, en la naturaleza y en la vida,


es la prueba de que el tiempo no solo pasa: también pule, revela y embellece.

31.7.25

Reflexión ligeramente desesperada sobre el mes de julio

Julio. Ay, julio. Mes de los calendarios sudorosos, del aire acondicionado convertido en tótem sagrado y de la existencia suspendida como una toalla húmeda en el perchero del alma. Julio es el martes eterno del año: no tiene el exotismo optimista de junio, ni el desenfreno mediterráneo de agosto. Julio es la antesala de algo mejor. Una sala de espera, pero sin aire, sin revistas, con mosquitos y con 40 grados a la sombra.

Porque julio, para quien tiene, como yo, las vacaciones programadas el 12 de agosto, no es solo largo. Es bíblico. Es como el desierto del Éxodo, pero sin Moisés, sin zarzas ardientes y sin tablas. Julio es una especie de purgatorio laboral donde uno sobrevive a base de cafés fríos, duchas tibias y sueños húmedos de tumbonas.

Qué paradoja tan refinada, además: el sol está en su cenit, las terrazas se llenan de risas ajenas, las calles huelen a after sun, y uno ahí, con el gesto torcido y el alma en countdown. Porque cuando sabes que el 12 de agosto te espera como una promesa escrita en las tablas del Sinaí, cada día de julio es un peldaño más en una escalera oxidada. Un mes entero convertido en lista de espera, donde el teléfono suena solo para cosas irrelevantes y el tiempo avanza al ritmo de una fotocopiadora vieja.

Y claro, uno intenta engañar al calendario con planes los fines de semana, ya sea aquí en Cáceres o en Mérida, con cenas, terrazas, con helados nocturnos, pero julio te observa con sorna. Es como ese profesor que alarga la clase justo antes del recreo. Tú, con la toalla mental ya extendida, los libros de bolsillo en la cabeza y la maleta preparada desde San Fermín, pero él, julio, tirano solar, aún tiene, el muy cabrón, 31 días para jugar contigo y torturarte.

Pero (¡ay, pero!), hay algo que alivia julio del colapso definitivo. Algo que, como los limones al gintonic, lo equilibra. Un consuelo ritual, una tradición veraniega que le da al sufrimiento un sentido casi poético.

El Tour de Francia.

Porque mientras tú te derrites en la silla del curro y marcas los días en el calendario como un presidiario con acceso a rotuladores fluorescentes, hay hombres (de piernas imposibles y pulmones de acero) que están subiendo el Tourmalet con 40 grados, la cara desencajada y la lycra pegada como papel film. Y eso, amigo, da paz.

Julio sin el Tour sería como julio sin ventilador: un crimen contra la humanidad. Nada iguala el placer de llegar a casa sudado, abrir una cerveza fría y ver a tipos que llevan 180 kilómetros pedaleando mientras tú te debates entre si comer ensalada o volver a pedir comida china. El Tour te recuerda que hay quien lo está pasando peor, pero con honor y dopaje leve. Te da épica. Te da drama. Te da excusa para no ir a la piscina porque “están en la etapa reina”.

Así que sí: julio es eterno, pero al menos tiene el Tour. Y ese Tour es tu París, tu Champs-Élysées interior. El sprint final hacia el 12 de agosto, que ya se atisba en el horizonte como un oasis de hamacas, cervezas en el Cosmo Beach club y paseos al amanecer.

Sin embargo, y he aquí la parte culta, nos salva el estoicismo. Séneca ya lo decía (probablemente mientras sudaba en una domus sin persianas): “No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho.” Y tú piensas: “Claro, Séneca, pero tú no tenías instagram ni grupos de WhatsApp con el tema de las vacaciones en bucle desde mayo.”

El 31 de julio no quiere irse. Se agarra a la pantalla como un gato a la cortina. Mira al 1 de agosto con el desprecio de quien aún no ha terminado su turno. El calendario digital parpadea. Suspira. Sabe que pronto cederá… pero no sin dar la guerra.

Así que resistamos. Que cada amanecer nos acerque a ese 12 de agosto, día glorioso, punto de fuga, oasis en esta travesía ardiente. Llegará. Y el 12, cuando el mundo siga funcionando sin ti, brindarás con horchata o con gin-tonic por haber sobrevivido al más largo de los meses.

Julio: te estamos viendo. Y aunque parezcas eterno, ya has empezado a morir.