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30.11.25

El hijo de la cómica

 


Anoche, en el Gran Teatro de Cáceres, El hijo de la cómica se elevó como una experiencia casi acústica, un ritual en torno a la palabra y a la memoria. Y allí, en el centro exacto del escenario, José Sacristán demostró una vez más que hay voces que no envejecen: se afinan. A sus 88 años, la suya no es solo un instrumento interpretativo, sino una geografía emocional. Su timbre, esa mezcla de grava noble, ironía tierna y respiración sabia, resonó con una profundidad que hizo del teatro una caja de resonancia íntima, cálida, casi confesional.

Sacristán no recita; modula el tiempo. Cada frase cae con un peso exacto, cada pausa es un continente, cada inflexión parece pulida por décadas de oficio y verdad. Su voz no busca el efecto, sino la hondura: vibra, acaricia, rasga o reconcilia, según lo exija el texto, pero siempre desde una autenticidad que solo puede ofrecer quien ha convivido con el escenario como con un viejo amigo.

Y qué decir del texto: el libreto de Fernando Fernán Gómez, construido a partir de sus propias vivencias, desde su nacimiento en Lima hasta el año 1943, late con esa mezcla inimitable de inteligencia, memoria y melancolía que definió al autor. Es un viaje vital lleno de luz y heridas, de humor y desgarro, de infancia, humildad y supervivencia. Sacristán lo acoge con respeto casi litúrgico, pero también con la libertad de quien entiende cada pliegue emocional del relato y lo devuelve enriquecido, como si él mismo hubiese estado allí, en esos primeros años del joven Fernando.

En esa conversación silenciosa entre dos gigantes, el uno ausente, pero vivo en sus palabras; el otro, presente y colosal sobre las tablas, se teje una de esas noches que solo el teatro es capaz de regalar. Una noche en la que la voz, la memoria y el talento construyen algo que trasciende la función y se instala en quienes tuvimos la fortuna de escucharlo.

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