Soñé, o eso creo, que caminaba por una llanura derretida, como si Dalí hubiese decidido darle vacaciones a los relojes y ponerlos a sudar bajo un sol de mercurio. En medio del paisaje, Diego Armando Maradona regateaba a una jirafa transparente mientras arengaba a la atmósfera: “¡La pelota no se mancha, che, pero el cielo sí que se arruga!”. A cada gambeta, el aire chisporroteaba como un vinilo viejo.
De pronto apareció Ángel Cristo montado no en un león, sino en un enorme caballito de madera que avanzaba a trompicones, como si alguien lo hubiera dejado a medio tallar. Él, solemne, levantaba una trompeta dorada que emitía sonidos de carrillón oxidado. Tras él, danzando torcido y desafiante, surgió El Langui, declamando versos imposibles: “Lo que no late, no existe; lo que existe, resbala”. Y el eco se multiplicó en cientos de pequeñas carcajadas de papel.
Fue entonces cuando un señor de Salamanca , con boina impecable y voz de profesor jubilado, irrumpió en escena para anunciar, sin venir a cuento: “La Plaza Mayor está hoy especialmente cuadrada”. Nadie le cuestionó la sentencia; en los sueños, la geometría obedece a quien habla más seriamente.
A su lado, un vendedor de sombreros ofrecía modelos imposibles: uno con alas de colibrí, otro con bigote incorporado, otro que lloraba lágrimas de fieltro inglés. Yo estuve a punto de comprarle uno, pero en ese instante Bram… o quizá Brasil Stoker, su primo tropical y algo vampírico, se deslizó entre nosotros recitando un evangelio de sombras y mangos maduros. Cada sílaba liberaba un murciélago con acento carioca.
Y para rematar, ahí, en el horizonte, caminaban The Proclaimers. Caminaban y caminaban, mil millas y mil más, pero sin llegar jamás a ningún sitio, repitiendo un estribillo que en el sueño sonaba como un himno metafísico: “We would walk to the end of logic, if only feet could think”.
Desperté con la absoluta certeza, absurda, pero solemne, de que todos ellos habían estado discutiendo algo profundamente importante. Quizá el sentido de la existencia. O quizá solo el precio de un sombrero que todavía hoy creo oír sollozar en mi mesilla.

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