
No es ninguna exageración al conocer el valor de esta obra: una calavera en platino incrustada con 8.601 diamantes cortados y pulidos, tasada en nada menos que 72 millones de euros. Sí, la obra más cara creada por un artista vivo, casi “ná”.
Se llama así —aunque a mí me hace pensar en otra cosa— y su autor es un artista británico llamado Damien Hirst. (Desconozco si, por el nombre, tiene algún parentesco con el niño de La Profecía, je, je, je). Hirst es un creador con una afición bastante peculiar por las calaveras y otros temas algo truculentos. Por ejemplo, en su última exposición, titulada Inaudito, presenta una serie de imágenes del parto de uno de sus hijos por cesárea, donde junto a las tijeras y demás instrumentos médicos aparece el pequeño cuerpo del niño apenas nacido. Ya os podéis imaginar el impacto.
Este tipo es también famoso por exponer cuerpos de animales muertos sumergidos en formol, lo que hace que la galería donde exhibe sus obras parezca más bien el laboratorio de Gene Wilder en El jovencito Frankenstein.
Al menos, si lo que pretende es provocar y llamar la atención, lo consigue sin duda. Pero a veces me pregunto dónde está la línea que separa el arte de... otras cosas. En este caso, por más que veo la calavera valorada en una cantidad que bien podría invertirse en algo más productivo, solo puedo pensar: ¡qué gilipollez!