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29.9.25

Milli Vanilli: La verdad desafinada detrás del éxito perfecto


En los últimos años de la década de los 80, cuando MTV dictaba la estética global y la música pop alcanzaba cotas de espectáculo visual sin precedentes, dos jóvenes irrumpieron en escena como si fueran el molde perfecto de una fantasía pop globalizada. Rob Pilatus y Fab Morvan formaban Milli Vanilli, un dúo franco-alemán que en apenas dos años pasó de actuar en discotecas de Múnich a llenar estadios en Estados Unidos, vender más de 30 millones de discos y ganar un Grammy. Su ascenso fue meteórico, brillante… y completamente construido sobre una mentira.

Su álbum debut, “Girl You Know It’s True” (1989), fue un bombazo: temas como “Blame It on the Rain”, “Baby Don’t Forget My Number” o la propia “Girl You Know It’s True” dominaron las listas de éxitos internacionales. Con rastas cuidadas al milímetro, movimientos coreográficos sincronizados y una imagen multicultural perfectamente diseñada, Rob y Fab encarnaban la juventud globalizada que la industria musical buscaba vender a finales de los ochenta. Eran fotogénicos, carismáticos y diferentes. Tenían todo… excepto la voz.

Detrás del fenómeno se encontraba Frank Farian, productor alemán con olfato comercial, que ya había ideado grupos como Boney M utilizando voces y rostros distintos. Repitió la fórmula: contrató a cantantes profesionales para grabar las canciones y reclutó a Rob y Fab para ser el rostro visible del proyecto. Lo que comenzó como un acuerdo puntual se convirtió en una maquinaria multimillonaria que giraba a un ritmo que los dos jóvenes apenas podían controlar. Ellos soñaban con cantar de verdad, pero la industria no quería su voz: quería su imagen.

El 21 de julio de 1989, en Bristol (Connecticut), durante un concierto retransmitido por MTV, ocurrió el incidente que cambió todo: la pista de playback se atascó y empezó a repetir en bucle “Girl you know it’s… Girl you know it’s…”. Rob entró en pánico y huyó del escenario. Aquel fallo técnico se convirtió en símbolo de lo que estaba por descubrirse: un fraude monumental. En 1990, tras meses de sospechas, Farian confesó públicamente que ni Rob ni Fab cantaban. El Grammy que les habían otorgado fue retirado , una medida sin precedentes, y el dúo se convirtió en objeto de burlas, demandas y desprecio mediático. En cuestión de semanas, pasaron de la cima a la humillación pública.

La película “Milli Vanilli” (2024), dirigida por Simon Verhoeven, no se limita a contar este escándalo como una anécdota de la historia pop. Construye, con sorprendente sensibilidad, un relato íntimo y complejo sobre dos jóvenes atrapados en una maquinaria cultural que los superó. Es una obra que equilibra con precisión la espectacularidad musical de la época con la dimensión humana de sus protagonistas.

Uno de los grandes aciertos de la cinta son sus intérpretes principales.

  • Tijan Njie, en el papel de Rob Pilatus, realiza una interpretación magnética y profundamente conmovedora. Con una presencia física imponente, Njie capta la dualidad de Rob: su ambición desbordante y su creciente vulnerabilidad. A lo largo del metraje, su mirada cambia: pasa de la euforia juvenil a un dolor silencioso y autodestructivo que el actor transmite con matices sutiles, evitando el melodrama fácil.

  • Elan Ben Ali, como Fab Morvan, es el contrapunto perfecto. Su interpretación destila calma y lucidez, construyendo un personaje más reflexivo, que observa cómo la situación se desborda sin poder evitarlo. Su relación con Rob es uno de los ejes emocionales del film: una amistad intensa, fraternal, pero también marcada por tensiones morales y caminos distintos frente al mismo engaño.

El reparto se completa con Matthias Schweighöfer, que da vida a Frank Farian. Lejos de interpretar un villano de opereta, Schweighöfer construye un personaje inquietante precisamente por su normalidad: un hombre encantador, seguro de sí mismo, que maneja las piezas del tablero con frialdad empresarial. Su interpretación evita clichés, mostrando cómo la industria puede ser despiadada sin necesidad de monstruos explícitos.

La película recrea con precisión quirúrgica la estética de finales de los 80 y principios de los 90. La fotografía utiliza luces de neón, brillos y encuadres característicos de la MTV dorada, pero también contrasta con tonos más fríos y oscuros en los momentos de caída. La dirección artística acierta al no caricaturizar la época: la reproduce con cariño, sin ironía.

Las secuencias musicales son vibrantes y espectaculares. Se reconstruyen videoclips y actuaciones icónicas con gran detalle, y el famoso momento de Bristol está filmado con tensión cinematográfica: el bucle sonoro del playback, la confusión del público, el rostro de Rob congelado en el pánico… Es el clímax perfecto de una historia que, aunque todos conocemos su desenlace, logra emocionar por su ejecución.

La banda sonora es, inevitablemente, un personaje más. Los éxitos de Milli Vanilli suenan con fuerza y nostalgia, recordándonos que, más allá de la mentira, eran canciones excelentes, parte indeleble de la cultura pop de su tiempo.


El guion se detiene en aspectos que muchas narraciones sobre este caso han pasado por alto: la dimensión psicológica y cultural de Rob y Fab. Dos jóvenes de orígenes inmigrantes —Rob era hijo de madre alemana y padre afroamericano, Fab nació en París y se crió en un entorno humilde— que buscaban un lugar en la industria. La película muestra cómo, en un mundo que valoraba la apariencia exótica pero no necesariamente las voces distintas, fueron utilizados como escaparate de un producto diseñado por otros.

Más que señalar culpables de forma simplista, el film propone una reflexión sobre la fabricación de ídolos en la era mediática. Rob y Fab no inventaron el fraude; fueron piezas vistosas en un sistema que antepuso la estética a la autenticidad. Y cuando la verdad salió a la luz, fueron ellos quienes cargaron con todo el peso del escándalo.

La parte final de la película es, sin duda, la más emocional. Rob Pilatus, tras la caída, nunca consiguió recomponer su vida. Intentó, junto a Fab, grabar un álbum en el que cantaban realmente, pero la industria y el público ya les habían dado la espalda. Entre problemas legales, aislamiento y adicciones, Rob entró en un declive personal que culminó con su muerte en 1998, a los 32 años, por sobredosis accidental en un hotel de Fráncfort. Su historia es la de un joven que soñó con brillar y acabó devorado por la presión de sostener una mentira global.

La película trata su final con respeto y sin morbo, enfocándose en el ser humano detrás del personaje. No hay glorificación ni sensacionalismo: hay un retrato doliente de alguien que no supo encontrar su voz,  literal y figuradamente, en un sistema que no se la permitió.

Milli Vanilli es, en última instancia, una película poderosa y necesaria. Brilla por sus interpretaciones, su rigor estético y su capacidad para narrar una historia archiconocida desde un ángulo humano y profundo. Es un biopic que entretiene, emociona y, sobre todo, reivindica la dimensión trágica y real de un fenómeno pop que se convirtió en sinónimo de fraude.

Tijan Njie y Elan Ben Ali logran que Rob y Fab no sean simples figuras mediáticas, sino seres humanos atrapados en un torbellino que los desbordó. La dirección de Simon Verhoeven equilibra espectáculo y reflexión con inteligencia, y el resultado es una obra que no solo revisita un episodio cultural, sino que lo resignifica.

La historia de Milli Vanilli no es solo la historia de una mentira musical. Es la historia de cómo la fama puede ser un espejismo cruel, de cómo la industria fabrica y destruye ídolos, y de cómo la búsqueda de autenticidad puede llegar demasiado tarde.
Y en el centro de todo, la figura de Rob Pilatus, un joven que soñó con cantar… y terminó convertido en el eco doloroso de una canción que no era suya.


24.9.25

El James Bond de Nuestra Infancia: Recordando a Roger Moore


Cuando Roger Moore fue anunciado como el nuevo James Bond en 1972, el escepticismo era palpable. Sean Connery había dejado una marca indeleble con su carisma rudo, su mirada fría y una masculinidad directa que definió la primera etapa del personaje. Moore, en cambio, llegaba con una imagen más pulida, popular por interpretar al carismático Simon Templar en la serie "El Santo". Su reto no era solo llenar los zapatos de Connery, sino reinterpretar al agente 007 para una nueva generación de espectadores.

Inicio de la Era Moore (1973-1974): Un Bond Más Sofisticado

Su debut en "Vive y deja morir" (1973) marcó un punto de inflexión. Desde los primeros minutos se notaba el cambio: Moore no intentaba imitar a Connery. Su Bond era más elegante, más irónico, menos agresivo. La película fue un éxito comercial, y con ella comenzó una nueva etapa para la franquicia.

"Vive y deja morir" también introdujo a 007 en una estética más influenciada por la cultura pop de la época, con toques del cine blaxploitation y escenas de acción más alocadas, incluyendo la famosa persecución en lanchas por los pantanos de Luisiana.

Le siguió "El hombre de las pistolas de oro" (1974), donde enfrentó a uno de los villanos más carismáticos de la saga: Scaramanga, interpretado por Christopher Lee. Aunque esta entrega recibió críticas mixtas, consolidó la idea de que Moore daría un giro más ligero y entretenido al personaje.

Consolidación y Éxito Global (1977-1981): El Bond de la Aventura Global

Moore alcanzó su punto más alto con "La espía que me amó " (1977), considerada por muchos como una de las mejores películas de la franquicia. Con una mezcla perfecta de acción, espionaje, humor y romance, esta cinta presentó a uno de los villanos icónicos: Jaws, el asesino de dientes metálicos.

Luego llegó "Moonraker" (1979), llevándolo literalmente al espacio. La película fue una respuesta al fenómeno de Star Wars, pero también fue criticada por su tono excesivamente fantástico. A pesar de ello, fue uno de los mayores éxitos comerciales de la saga en su momento.

"Solo para sus ojos" (1981) representó un intento de volver a una narrativa más realista, alejada de la extravagancia espacial. Moore mostró aquí una faceta más seria de Bond, que recibió elogios por su tono más sobrio y la intensidad emocional de ciertas escenas.

Declive y Últimos Años como Bond (1983-1985)

En los años 80, Moore continuó en el papel con "Octopussy" (1983), una mezcla exótica de acción, comedia y ambientación en la India. Aunque entretenida, empezaban a notarse señales de agotamiento en el enfoque de la saga.

Su última película, "Panorama para matar" (1985), fue probablemente la menos lograda de su etapa. A sus 57 años, Moore ya no podía ocultar que estaba muy por encima de la edad del personaje. Él mismo bromeó que se sentía “como el tío de las chicas Bond”. A pesar de contar con Christopher Walken como villano, y con Duran Duran en el tema musical (éxito en los rankings), la película marcó el final de una era.

El Estilo Moore: Un Bond a su Manera

A diferencia del Bond de Connery, que era letal, seductor y con cierto grado de crueldad, el Bond de Roger Moore era un caballero británico de espíritu ligero. Prefería el ingenio al músculo, el comentario mordaz al puñetazo, y siempre tenía un gesto de galantería incluso en las situaciones más peligrosas.


Algunas características clave de su Bond fueron: Elegancia sin esfuerzo: Siempre impecablemente vestido, incluso en medio de explosiones o peleas.


Humor constante: Ironía británica, frases ingeniosas y la famosa ceja levantada que se volvió su sello personal.

Pacifismo personal: Moore odiaba la violencia. Rechazaba la idea de glorificar la brutalidad y, aunque mataba como Bond, lo hacía con una sonrisa y lo justo necesario.

Aventuras exóticas: Su Bond fue el más viajero, con localizaciones que incluían Egipto, Brasil, India, Siberia, París, entre otros.

Anecdotario de la Producción

Inseguridad inicial: Moore reconoció en varias entrevistas que al principio tenía miedo de no ser aceptado. Sabía que Connery era adorado, pero decidió no imitarlo.

Problemas físicos en las escenas de acción: A medida que pasaban los años, el uso de dobles se volvió cada vez más evidente. En su última película, se decía en tono de broma que tenía “doble hasta para subir escaleras”.

Relación con sus coprotagonistas: Fue muy querido por sus compañeras de reparto. Aunque la diferencia de edad con algunas actrices fue tema de debate, Moore se mostraba siempre respetuoso y bromista.

Solidaridad con el equipo: Moore era conocido por su amabilidad con los técnicos y el equipo de producción. No se comportaba como una estrella distante, sino como un compañero más.

Despedida del Rol y Vida Posterior

Tras abandonar el papel de Bond, Moore se alejó de los grandes papeles de acción. Dedicó buena parte de su vida a la filantropía, convirtiéndose en embajador de buena voluntad de UNICEF, lo que él mismo consideró su labor más importante.

Mantuvo siempre una relación afectuosa con la saga de Bond, asistiendo a eventos, convenciones y hablando abiertamente de su etapa con gratitud y humor. Su autobiografía y entrevistas están llenas de anécdotas divertidas y reflexiones humildes.

Roger Moore falleció en 2017, a los 89 años, dejando un legado no solo como actor, sino como hombre de principios, sentido del humor y una figura entrañable del cine británico.

Conclusión: El Legado del Bond Más Encantador

Roger Moore no fue el Bond más fiel a las novelas de Ian Fleming, ni el más duro ni el más moderno. Pero sí fue el más encantador, el que supo adaptarse al espíritu de su tiempo, el que convirtió al espía en una figura pop internacional y eterna.

Su interpretación, marcada por la ligereza y la elegancia, ayudó a que la franquicia sobreviviera a los cambios culturales de los años 70 y 80, manteniéndola relevante y divertida.

Para muchos, Roger Moore fue el Bond que les abrió las puertas al mundo del agente 007, y eso, en sí mismo, es un legado imborrable.

6.8.25

Rambo nació de una manzana


Cuando piensas en John Rambo, seguramente te venga a la cabeza esa imagen: Sylvester Stallone, pecho al aire, sangre en el rostro, una cinta en la cabeza que no sirve para nada práctico y un cuchillo que parece diseñado por el demonio de Tasmania. Pero lo que tal vez no sepas es que Rambo no nació en una base militar, ni en Vietnam, ni siquiera en un gimnasio con luces de neón. Rambo nació… de una manzana. Literal.

Porque, como casi todo en Hollywood, la verdad es más extraña que la ficción. Y en este caso, mucho más jugosa. 

Una vez, en una tierra muy lejana llamada Estados Unidos de América, un hombre que regresó de la guerra con la cabeza llena de fantasmas y el corazón más roto que el sistema de salud pública. Se llamaba John Rambo y, aunque hoy lo conocemos como el tipo que revienta helicópteros con flechas explosivas y atraviesa selvas sudando testosterona, su historia empezó de forma mucho más modesta.

Todo comenzó, y esto es absolutamente cierto, con una manzana.

En 1972, un escritor llamado David Morrell, profesor universitario, estaba intentando escribir una novela que hablara del dolor de los veteranos de Vietnam. Quería que su protagonista tuviera un nombre sonoro, violento, breve. Algo que hiciera “boom”. Buscó en la historia, en la mitología... pero el nombre le vino de la nevera. Su mujer tenía una manzana en la encimera. Una variedad robusta, fuerte, de campo: Rambo Apple.


Morrell miró la manzana, la manzana lo miró a él (bueno, lo habría hecho si tuviera ojos), y entonces supo que ese sería su nombre.
Rambo. Corto, seco, contundente. Como un disparo.

Y así, con una fruta como madrina, nació John Rambo.

En las páginas de First Blood, Rambo no era un superhéroe. Ni llevaba camisetas de tirantes. Era un muchacho destrozado por la guerra, caminando por una América que prefería fingir que nunca lo envió a matar al otro lado del mundo. Vagaba sin rumbo, con barba de náufrago y mirada perdida, hasta que llegó a un pueblecito donde un sheriff con complejo de sheriff decidió que no quería vagabundos con cara de Vietnam en sus calles.

Lo arrestaron. Lo humillaron. Lo golpearon. Y entonces, Rambo recordó todo lo que había aprendido en la jungla.
Porque si le quitas la dignidad a un hombre que ya ha perdido todo lo demás… lo que queda es peligroso.

Se escapó, se refugió en el bosque, y comenzó una guerra solitaria con trampas caseras, cuchillos invisibles y una habilidad para moverse entre los árboles que haría llorar a Tarzán.
El ejército fue tras él. Helicópteros, perros, soldados...
Y al final, Rambo muere. Sí. El Rambo de la novela muere. No con fuegos artificiales, sino con el alma en ruinas. Como diciendo: “No me disteis paz. Así que no os dejo mi guerra”.

Pero claro… Hollywood tenía otros planes.

Diez años después, en 1982, llegó Sylvester Stallone, con sus pectorales, su mandíbula de granito y un guion entre manos. Le gustó la historia, pero dijo algo así como:
—"Ey, ¿y si no muere? ¿Y si en lugar de eso... llora un poquito al final y se convierte en leyenda?"

Y así nació la película First Blood (Acorralado). Rambo ya no era sólo un símbolo del abandono de los veteranos. Era el tipo al que no conviene cabrear.
Con su cuchillo del tamaño de un jamón serrano y su expresión de “me habéis jodido el día”, Rambo conquistó las taquillas.

El público lo adoró. ¿Quién no ha querido alguna vez escapar de todo, vivir en el monte y liarse a tiros con sus opresores mientras le persigue un coronel paternal con cara de "yo lo entrené, pero ahora es un monstruo"?


Hollywood, que huele el dinero como un tiburón huele la sangre, decidió que aquel Rambo podía hacer mucho más que esconderse en el bosque.
Así que lo mandaron:

  • A Vietnam otra vez, para ganar la guerra que EE.UU. había perdido, pero ahora en solitario y con explosivos caseros.

  • A Afganistán, para ayudar a los muyahidines contra los soviéticos (que años más tarde serían… bueno, eso es otro cuento).

  • A Birmania, donde el número de cadáveres por minuto era tan alto que uno no sabía si estaba viendo una película o una partida de Doom.

  • Y finalmente a México, en la que sería su jubilación sangrienta. Más que un héroe de acción, era un abuelo vengador con túneles bajo su rancho y un trauma con forma de machete.

Rambo nunca existió como tal, pero su historia es la de muchos soldados reales. Morrell se basó en los testimonios de veteranos que volvían de Vietnam con la cabeza hecha polvo y se encontraban con una sociedad que los llamaba “asesinos” o, peor aún, los ignoraba por completo.

Rambo es la metáfora de lo que pasa cuando a alguien lo usas, lo rompes, y luego lo tiras sin mirar atrás.
Sólo que en lugar de ir a terapia, Rambo hace estallar cosas.

Así que, niños y niñas, si algún día os coméis una manzana y os inspira para crear un personaje inolvidable… no la subestiméis.
Puede que esa fruta no os dé vitaminas, pero puede que os regale un mito.

Porque, aunque parezca increíble, John Rambo nació de una manzana, caminó entre páginas, se volvió leyenda en celuloide y acabó siendo el héroe que se afeita con una piedra y cocina con dinamita.

Y todo porque alguien, una vez, tuvo hambre… y literatura.

Si algo nos enseñaron las películas de Rambo, y, por extensión, el cine de acción de los años 80, es que más músculo y más explosiones solucionan cualquier problema mundial. ¿Diálogo profundo o desarrollo de personajes? Para qué, si con un grito, una banda sonora estruendosa y un cuchillo de tamaño impráctico puedes acabar con ejércitos enteros.

Es el cine de la era Reagan: patriotismo con banda sonora de sintetizador, héroes solitarios que se enfrentan a la burocracia, al comunismo, o a la cartelera rival. Donde la lógica se dobla como los bíceps de Stallone y la reflexión social queda a la sombra de una ráfaga de ametralladora.

Pero, bajo la capa de testosterona y explosiones, había un personaje al que no le importaba ser el más fuerte del mundo, sino simplemente sobrevivir en un mundo que lo había olvidado. Rambo, en su esencia, es un grito por la humanidad detrás del hombre armado; es la tragedia de un soldado roto, vestido de mito.

El cine de acción ochentero, con sus tramas simples y efectos estrambóticos, fue un espejo distorsionado de un país (y un mundo) que buscaba escapismo y certezas en tiempos inciertos. Y aunque muchas de esas películas ahora parecen un desfile de clichés, clichés y más clichés, no podemos negar que nos enseñaron a amar a esos tipos duros con corazón blando, a los que todo el mundo subestima hasta que empiezan a correr con cuchillos en mano.

Al final, Rambo es más que una franquicia; es un símbolo de contradicciones:

  • La violencia que clama por paz.

  • La fuerza que oculta vulnerabilidad.

  • El héroe que solo quería desaparecer.

Y, por eso, pese a todo, sigue siendo relevante.
Porque en cada explosión de película de acción, hay un hombre que solo quiere encontrar su lugar en el mundo. Y eso, es más humano que cualquier cuchillo de guerra.

FIN

(aunque Rambo diría: “Nada ha terminado… ¡nada!”

30.7.25

El Drácula de la Hammer: la sombra inmortal de Christopher Lee

En el panteón del cine de terror, pocos rostros son tan inconfundibles como el de Christopher Lee enfundado en la capa del Conde Drácula. Alto, imponente, con una mirada hipnótica y una voz cavernosa que parecía surgir desde el mismo ataúd de la literatura gótica, Lee redefinió al vampiro más famoso de todos los tiempos en una saga que marcó un antes y un después en el género: el ciclo de Drácula de la Hammer Films.

Drácula ha tenido muchas caras a lo largo del siglo XX, pero pocas tan memorables como la de este actor británico, que convirtió al conde transilvano en una figura erótica, brutal y trágica. La suya fue una interpretación que mezclaba el instinto animal con la elegancia, el sadismo con la seducción. Lee no solo interpretó a Drácula: lo encarnó con tal intensidad que su sombra todavía tiñe la mitología vampírica del cine contemporáneo.

Cuando Hammer Films decidió resucitar a Drácula en 1958, el personaje llevaba décadas enmohecido entre los pliegues del cine clásico. La interpretación de Bela Lugosi había quedado fijada como un icono, sí, pero también como un cliché. Aquel conde de acento húngaro, medido y teatral, empezaba a parecer más una figura de museo que una amenaza real.

La Hammer apostó por una reinvención radical: Horror of Dracula, título internacional de Dracula, dirigida por Terence Fisher, reescribía el mito con colores vivos, sexualidad insinuada y una violencia sin ambages. Era la Inglaterra de posguerra, una sociedad que reprimía por un lado y deseaba liberarse por otro. El nuevo Drácula era, en ese sentido, un símbolo perfecto: la pulsión oscura que acecha bajo la superficie de la respetabilidad victoriana.

Y en medio de ese torbellino, apareció él: Christopher Lee, 1,96 de estatura, ojos como cuchillas, mandíbula de mármol y una presencia que llenaba el plano sin necesidad de hablar. En su primera aparición como Drácula, solo pronuncia 13 palabras. Pero bastaron.

Lee no llegó al personaje por azar. Su físico, su porte aristocrático y su mirada gótica eran perfectos para encarnar al vampiro más célebre de la literatura. Pero detrás de esa máscara había mucho más. Nacido en Londres el 27 de mayo de 1922, Christopher Frank Carandini Lee descendía de nobleza italiana por parte de madre y de oficiales militares británicos por parte de padre. Esa mezcla de linaje y disciplina marcó toda su vida.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Lee combatió como parte de la Royal Air Force y fue miembro del SOE (el servicio secreto británico), participando en misiones en los Balcanes y el norte de África. Nunca reveló detalles: decía que, si lo hiciera, tendría que matarte. Esa aura de misterio le acompañó siempre.

Tras la guerra, decidió dedicarse al cine. Su estatura fue inicialmente un problema: demasiado alto, decían, para los papeles convencionales. Pero en los años 50 conoció a los productores de Hammer Films y todo cambió. Su primera colaboración con Peter Cushing fue The Curse of Frankenstein (1957), donde interpretaba al monstruo. Al año siguiente, sería Drácula. Y el resto es historia... teñida de rojo brillante.

El de Lee no era un vampiro de salón, sino una fiera. Su Drácula no conversaba: acechaba. No seducía con florituras verbales, sino con la mirada y el instinto. Sus ojos inyectados en sangre, sus garras crispadas, su andar felino... Todo en él era físico, brutal, urgente. Un depredador sexual envuelto en terciopelo negro.

El uso del color por parte de la Hammer fue clave. La sangre, roja, intensa, provocadora, se convirtió en firma estética. A esto se sumaban los escotes sugerentes de sus víctimas, los candelabros en penumbra, los castillos empapados de niebla. Era el gótico llevado al límite, más cerca de Mario Bava que de Tod Browning. Y el conde, en medio de ese carnaval siniestro, reinaba.

Pero interpretar al conde no fue un camino de rosas para Lee. Tras el éxito de la primera película, Hammer lo ató a la franquicia durante más de quince años, rodando una secuela tras otra con guiones cada vez más pobres y tramas más delirantes. En Scars of Dracula (1970), el conde trepaba por las paredes como Spider-Man. En Dracula A.D. 1972, aparecía en el Londres de Carnaby Street, rodeado de hippies y rock psicodélico.

Lee, cada vez más frustrado, amenazaba con abandonar. De hecho, en algunas secuelas llegó a negarse a decir sus frases por considerarlas absurdas, obligando a los guionistas a convertirlo de nuevo en un monstruo mudo. Pero el público seguía acudiendo a las salas, hipnotizado por su presencia. Y Hammer, asfixiada económicamente, no podía dejarle marchar.

A pesar del agotamiento del personaje, Lee jamás renegó de su importancia. Drácula le abrió las puertas del cine internacional. A partir de los 70, su carrera se diversificó: fue el villano de James Bond en El hombre de la pistola de oro (1974), participó en joyas como The Wicker Man y se reinventó en el siglo XXI como Saruman en El Señor de los Anillos y el Conde Dooku en Star Wars. En paralelo, grabó discos de heavy metal sinfónico, era fan de Rhapsody of Fire,
y trabajó hasta pocos años antes de su muerte.

Murió el 7 de junio de 2015, a los 93 años, con una filmografía de más de 275 títulos. Un récord Guinness. Un caballero con capa y colmillos.

Sería injusto hablar del Drácula de Lee sin mencionar al Van Helsing de Peter Cushing. Mientras uno encarnaba la amenaza, el otro representaba la inteligencia, el deber moral, la ciencia como antídoto frente a lo irracional. Cushing era cerebral, rápido, atlético, pero también sensible. Su amistad con Lee trascendió lo profesional: cuando murió la esposa de Cushing, Lee interrumpió un rodaje en España para consolarlo en persona. Eran, como se decía en tono afectuoso, "enemigos íntimos".

La saga de Drácula para la Hammer se extinguió en los años 70, víctima de la saturación y los cambios en el gusto del público. Pero su legado permanece. El vampiro ya no volvió a ser el mismo. La elegancia depredadora de Lee, su dominio absoluto de la pantalla, sus silencios cargados de tensión, definieron para siempre al monstruo romántico del siglo XX.

Quizás por eso, aunque él insistiera en que Drácula le encadenó durante años, nosotros seguimos celebrando esa condena. Porque de todos los actores que se han acercado al ataúd, ninguno ha salido con más estilo, más furia ni más inmortalidad que Christopher Lee, el conde definitivo.


28.7.25

La historia del spaghetti western en España



En el sur abrasado de Europa, allí donde los olivares se extienden hasta confundirse con el horizonte y la calima parece derretir las campanas de las iglesias al mediodía, germinó uno de los episodios más singulares, extravagantes y gloriosos del cine europeo del siglo XX: el spaghetti western. Un subgénero fronterizo y desacomplejado, que encontró en España no solo un plató privilegiado, sino el alma terrosa y curtida de sus imágenes más icónicas. Esta es su historia, entre el polvo del desierto de Tabernas y el eco de unos revólveres que hoy sólo disparan nostalgia.


I. El germen en Italia, la raíz en España

El spaghetti western, como todo buen forastero cinematográfico, nació lejos de la tierra que lo haría inmortal. En la Italia de los años 60, asediada por las modas foráneas y en plena efervescencia industrial del cine popular, productores como Sergio Corbucci, Duccio Tessari o el legendario Sergio Leone buscaron reinventar un género ya agotado en Hollywood: el western. Pero lo harían a su manera: más violento, más estilizado, más operístico. Y, sobre todo, más económico.

España apareció en ese contexto no sólo como un decorado barato, sino como una revelación. Las áridas sierras de Almería, especialmente los parajes de Tabernas, Sorbas, Níjar o el desierto de Los Colorados, ofrecían un paisaje visual idéntico —si no más bello y auténtico— que los polvorientos escenarios del Lejano Oeste. A eso se sumaba una legislación permisiva, costes de producción ínfimos, una mano de obra cualificada (extras, técnicos, especialistas) y un sol que, como un director de fotografía celestial, garantizaba luz durante casi todo el año.


El primer gran hito fue Por un puñado de dólares (1964), el explosivo debut de Sergio Leone y Clint Eastwood, rodada en gran parte en Almería y en Hoyo de Manzanares (Madrid). Aquel filme —una reinterpretación del Yojimbo de Kurosawa— no solo redefinió el western, sino que hizo que todos los caminos del género conducieran, durante más de una década, a Andalucía.


II. El auge: Tabernas como Hollywood del sur

Lo que siguió fue una fiebre del oro cinematográfica. Entre 1964 y 1973, se rodaron más de 200 spaghetti westerns en suelo español. Las productoras italianas, a menudo en colaboración con socios españoles y alemanes, levantaron pueblos enteros de madera prefabricada, construyeron fuertes, diligencias, saloons, prisiones y cementerios falsos con una autenticidad engañosa. El decorado más célebre, el Mini Hollywood —hoy convertido en parque temático— se convirtió en la Meca del subgénero.

Directores de toda Europa peregrinaron a España con sus equipos, sus estrellas venidas a menos y sus guiones plagados de venganza, traición, redención y pólvora. Las películas compartían una estética sucia y crepuscular, una moral ambigua, una violencia estilizada y una iconografía tan potente como absurda: cowboys europeos con ponchos mejicanos, rifles Winchester y rostros impasibles. Los nombres eran rimbombantes: El bueno, el feo y el malo (1966), La muerte tenía un precio (1965), Django (1966), El gran silencio (1968). Sus títulos lo prometían todo, y a menudo lo cumplían.

Los actores españoles —como Aldo Sambrell, Fernando Sancho o José Manuel Martín— se convirtieron en rostros habituales de bandidos y sicarios. También hubo técnicos de primer nivel que aprendieron el oficio en esos rodajes maratonianos y caóticos, como el director de fotografía Alejandro Ulloa o el montador Eugenio Alabiso. Incluso Ennio Morricone, desde Roma, componía las partituras que harían inmortales aquellas películas: silbidos, guitarras eléctricas, campanas, coros desgarrados que acompañaban los duelos bajo el sol con una poética sin palabras.


III. La simbiosis cultural y el alma mestiza

España no fue sólo una localización; fue parte esencial del ADN del spaghetti western. Los paisajes andaluces se fundieron con las historias de los forajidos. La luz del sur dotó de una épica melancólica a las escenas. Los figurantes locales —campesinos, albañiles, niños— dieron vida a un oeste mestizo que nunca existió, pero que parecía más real que el norteamericano. Hubo incluso westerns protagonizados por actores españoles, como Sancho Gracia o Carmen Sevilla, y algunos directores patrios como Joaquín Luis Romero Marchent y Eugenio Martín aportaron un sello propio al subgénero.

El cineasta catalán José María Zabalza rodó decenas de estos filmes en condiciones precarias, con resultados desiguales, pero con una pasión que lo elevó al rango de cine de culto. Mientras tanto, los habitantes de Almería vieron florecer una economía improvisada en torno al cine: los hoteles llenos de equipos de rodaje, los restaurantes rebosantes, las tiendas de alquiler de armas y vestuario, los jóvenes que soñaban con salir en una escena y quedarse en la moviola del recuerdo.


IV. La decadencia: un disparo en la niebla


Como todo oro, también el de Almería se agotó. A partir de 1973, el spaghetti western comenzó su lento declive. El público, hastiado de fórmulas repetidas, se volvió hacia otros géneros: el policiaco, el cine erótico, el terror. En Estados Unidos, el western tradicional se transformaba en autocrítica (Grupo salvaje, Sin perdón), mientras que en Europa el gusto cambiaba con la marea política y cultural.

Los decorados quedaron abandonados. El viento volvió a adueñarse de las calles falsas. El polvo se posó sobre los raíles oxidados y las puertas batientes. Tabernas se convirtió en una postal de sí misma, una cápsula del tiempo. Algunas producciones intentaron resucitar el género con parodias (Le llamaban Trinidad, 1970), con resultados comerciales pero también un aire de epitafio. España, mientras tanto, entraba en la Transición y el cine nacional tomaba otros derroteros más urbanos, más comprometidos, más reales.


V. El legado: ecos entre cactus

Hoy, mirar hacia el spaghetti western es mirar hacia un sueño compartido entre italianos, españoles y alemanes. Un sueño en celuloide donde la frontera era el idioma, pero el lenguaje universal era el de los rostros polvorientos, los silencios cargados de tensión y las bandas sonoras que aún resuenan en la memoria colectiva. El spaghetti western, pese a su nombre caricaturesco, dignificó el cine de género, rompió las reglas establecidas y dio voz a una Europa creativa y desobediente.

En España, especialmente en Almería, aún quedan trazas de aquel esplendor. Los parques temáticos, los festivales de cine western, los documentales que recuperan la memoria de los extras olvidados. Pero sobre todo queda el cine: cada plano de Eastwood caminando con paso lento por el desierto andaluz, cada disparo en el campanario de Los Albaricoques, cada silencio antes de la muerte.

El spaghetti western fue una flor salvaje que brotó en el terreno más insospechado. España, con su luz, sus piedras y su gente, fue el alma muda y profunda de ese milagro cinematográfico. Y aunque el tiempo haya pasado, aunque el género haya muerto mil veces, aún hay quienes, cuando el viento sopla desde el sur y suena una armónica lejana, creen ver la silueta de un forastero solitario, cabalgando hacia un horizonte que ya sólo existe en las películas.


26.7.25

Aquí hay dragones


 HC SVNT DRACONES es una expresión latina derivada de Hic Svnt Dracones y popularizada durante la Baja Edad Media y el Renacimiento; se puede traducir como “aquí hay dragones”. Esta frase era incluida en los mapas antiguos para designar lugares que eran desconocidos para el hombre, pretendiendo otorgar a estos un elemento mágico y al mismo tiempo una advertencia para los marineros y exploradores. Aunque se cree que era una práctica común, se conservan muy pocos mapas en los que esté presente esta frase. El caso más conocido es el del globo de Hunt-Lenox (siglo XVI).

En el mapa de Hunt-Lenox, la expresión latina aparece en el sureste asiático, no muy lejos de donde se encuentran la isla de Komodo y Flores. Algunos estudiosos interpretan esta frase como una materialización de la mística y el terror que los dragones de Komodo provocaban ya en la Edad Media, y una advertencia directa contra ellos. Pero lo cierto es que, aunque los dragones son probablemente una de las criaturas más populares y extendidas de la cultura humana, la frase latina no se utilizaba únicamente para referirse a ellos, sino que se incluían serpientes marinas, leviatanes, sirenas, caballos de mar, gigantescos peces o simples barcos. Hic Svnt Dracones servía para referirse a todo aquello ajeno a lo humano.

Curiosamente, siglos después, la ciudad de Cáceres,con su casco histórico perfectamente conservado, su arquitectura de piedra y su atmósfera de tiempos detenidos,


acabaría asociada para siempre al imaginario de los dragones, al convertirse en uno de los principales escenarios de rodaje de las superproducciones Juego de Tronos y La Casa del Dragón. Las murallas, torres y callejones de Cáceres sirvieron como telón de fondo para representar ciudades como Desembarco del Rey o Marcaderiva, donde los dragones de los Targaryen sobrevolaban las almenas. Así, de forma casi profética, en los mapas modernos del cine y la televisión, Cáceres se ha convertido también en un lugar donde hay dragones. Y esta vez, muy reales para millones de espectadores.

25.7.25

Mi nombre es Thomas: Terence Hill, el silencio y la redención del alma errante

Hay películas que no buscan deslumbrar, ni impresionar, ni gritar. Películas que, como ciertas personas, aparecen tarde en la vida y lo hacen en voz baja, como pidiendo permiso. Mi nombre es Thomas, dirigida y protagonizada por Terence Hill, es una de ellas. No pretendía competir en el mercado, ni colarse en listas de lo mejor del año 2018. Su aspiración es otra: ser un acto de honestidad, una elegía íntima, una pequeña confesión filmada con modestia y afecto.

La trama, en su aparente sencillez, encierra una hondura inesperada. Thomas (Terence Hill), un hombre maduro y solitario, se lanza en moto al desierto andaluz con la única intención de leer en calma un viejo libro espiritual: una recopilación sobre los evangelios apócrifos que le obsesionan. No busca redención, ni siquiera consuelo; busca una suerte de retiro interior, algo que en su rostro cansado pero sereno se intuye necesario.

En su camino se cruza Lucía (Veronica Bitto), una joven desorientada, frágil e imprevisible, que huye de sí misma. El encuentro no es casual, pero tampoco forzado: el guion, coescrito por el propio Hill, se permite el lujo de no forzar los símbolos, de dejar respirar a los personajes. Así, lo que podría haber sido una historia de redención tipo "road movie", se convierte en una suerte de cuento moral, lento, áspero y, sin embargo, esperanzador.

Es imposible ver esta película sin pensar en quién es Terence Hill. El eterno compañero de Bud Spencer. El rostro de tantos westerns paródicos, de tantas tardes de televisión. Pero aquí, con más de setenta años, nos ofrece otra versión de sí mismo. Un actor contenido, reflexivo, capaz de transmitir con un gesto lo que antes resolvía con un puñetazo certero y una sonrisa de pícaro.

No se trata sólo de que Hill actúe bien, que lo hace, con el peso de los años y la sabiduría de quien no tiene nada que demostrar, sino de que su sola presencia da sentido a toda la película. Mi nombre es Thomas no es sólo una ficción, es también un autorretrato, una despedida parcial, un testamento emocional. Se nota que el proyecto le pertenece en cuerpo y alma. La dedicatoria final a Bud Spencer lo confirma: más que un guiño, es una oración por una amistad que marcó generaciones.

Visualmente, Mi nombre es Thomas bebe del cine espiritual, pero no cae en el misticismo impostado. Los paisajes del desierto de Tabernas, con su belleza áspera y abierta, funcionan como metáfora del viaje interior de Thomas: un lugar de tránsito, de prueba, de revelación. La cámara se mueve con lentitud, sin artificios. No hay prisas en la puesta en escena; hay voluntad de contemplación.

Uno de los aspectos más significativos de la película es su localización. Mi nombre es Thomas fue rodada en parte en Almería, concretamente en los parajes áridos del desierto de Tabernas y en las inmediaciones del Cabo de Gata, con sus cielos despejados y su mar tranquilo. No es una elección casual. Ese paisaje no sólo aporta belleza, sino también un peso simbólico innegable: Terence Hill regresa a la cuna del spaghetti western, al mismo suelo polvoriento donde rodó tantas películas en los años setenta junto a Bud Spencer y otros íconos del género.

Pero esta vez, el desierto no es telón de fondo para el duelo ni para la comedia física. Es el escenario de una búsqueda interior, de un viaje espiritual. El polvo, la luz, el viento, las carreteras vacías y los horizontes abiertos configuran un espacio de silencio y reflexión. El Cabo de Gata, con su pureza casi mística, funciona aquí como una frontera entre el pasado y el futuro, entre la huida y el regreso.

La música, delicada y ambiental, acompaña sin imponerse. Es cine que apuesta por el silencio, por el murmullo de lo esencial. En tiempos dominados por el vértigo narrativo, esta quietud puede desconcertar, pero también consolar.

Mi nombre es Thomas no es una obra maestra ni lo pretende. Tiene algunos diálogos algo naïf, ciertos momentos que podrían pulirse o simplificarse. Pero todo eso se perdona, incluso se agradece, cuando se entiende que su propuesta es radicalmente honesta. Hill ha querido contar una historia que hable de bondad sin cinismo, de redención sin milagros, de escucha y compañía como formas de salvación.


En una época en la que incluso el cine de autor parece obligado a justificar su existencia con premios o polémicas, Mi nombre es Thomas opta por lo esencial: una historia sencilla, narrada con dignidad, y contada por alguien que ha vivido mucho y quiere regalar una última historia sin artificios.

Ver Mi nombre es Thomas es hacer un alto en el camino. Es permitir que una historia pequeña nos hable de cosas grandes: del dolor, de la huida, del perdón, del encuentro inesperado con alguien que, sin quererlo, nos devuelve a nosotros mismos. Y es, sobre todo, un recordatorio de que todavía hay cineastas, como Terence Hill,  capaces de rodar con el corazón.

Una película crepuscular, sí, pero también luminosa. De esas que no buscan dejar huella, y sin embargo se quedan con uno mucho tiempo después.




16.7.25

Waldo de los Ríos

 ¿Quién no se acuerda de la inolvidable melodía de Curro Jiménez, esa que nos trasladaba, en apenas unos compases, a los caminos polvorientos de Sierra Morena, entre trabucos, caballos y un aire de rebeldía romántica que olía a libertad? ¿O de aquel vibrante Himno a la alegría que Miguel Ríos llevó desde la radio, a la televisión, hasta los cines, los tocadiscos y las gargantas de una España que empezaba a soñar con abrir ventanas? Era Beethoven, sí, pero con arreglos, una orquesta sinfónica, una guitarra eléctrica de fondo y el pulso acelerado de una generación entera. Son músicas que no solo suenan, sino que marcan época, que se adhieren a la memoria como el eco de algo más profundo: una forma de ser, de sentir, incluso de resistir. Esas melodías, más allá de su belleza, se convirtieron en símbolos.

Durante años, el nombre de Waldo de los Ríos resonó en mi memoria como una melodía lejana, como esas canciones que uno ha escuchado muchas veces sin saber de quién son, sin detenerse a pensar en el rostro que se esconde tras los arreglos. Lo oí nombrar en conversaciones dispersas, en programas de televisión, y siempre con una mezcla de asombro y pesar. Sabía, sí, de su trágica y algo misteriosa muerte, ocurrida en 1977, cuando decidió poner fin a su vida en un Madrid que ya no parecía escucharle. Sabía también de su talento precoz, de su capacidad casi alquímica para transformar la música clásica en un puente hacia el gran público. Pero confieso que, hasta ver el documental Waldo (2024), no había profundizado en su figura. Y ahora que lo he hecho, siento que he rescatado del olvido a un hombre que nunca debió haberse perdido.

El documental, dirigido con una delicadeza que evita el sensacionalismo y apuesta por la reconstrucción paciente, nos revela a Waldo como un personaje poliédrico: niño prodigio, exiliado precoz, artífice de éxitos internacionales, alma atormentada por la exigencia estética y el peso del silencio. Su vida es un collage de luces y sombras, de orquestas y hoteles grises, de aplausos ensordecedores y madrugadas solitarias. La película sabe explorar con finura esa dualidad sin forzar el drama, dejando que sea la música, la suya, la que hable cuando las palabras resultan insuficientes.

A través de imágenes de archivo, entrevistas y recreaciones sonoras de sus arreglos más célebres, aquellas versiones de Beethoven o Mozart que supieron entrar en la casa de la gente sin traicionar su esencia, "Waldo" no sólo reconstruye una biografía; construye también una emoción. La de quienes alguna vez sintieron que el arte podía ser una forma de consuelo, una tregua, una patria móvil.

Hay algo profundamente nostálgico en el visionado de este documental, y no sólo por el aire setentero de muchas de sus imágenes, sino porque nos habla de una época, y de un tipo de artista, que parecen haber desaparecido: creadores que no hacían concesiones, que se desvivían por encontrar una armonía imposible entre lo popular y lo elevado, entre lo comercial y lo trascendente.

Al terminar "Waldo", uno no puede evitar preguntarse cómo es posible que una figura así haya sido relegada durante tanto tiempo a un rincón discreto de la memoria colectiva. Y al mismo tiempo, uno comprende que su historia, aunque trágica, no ha terminado. Porque cada vez que su música vuelve a sonar, ya sea en un vinilo polvoriento o en un documental como este, Waldo de los Ríos vuelve a la vida. Y con él, ese viejo anhelo de belleza que, aunque nos cueste admitirlo, sigue latiendo bajo la superficie del presente.


3.7.25

Balas en Mojácar, polvo en Tabernas


Tabernas, Almería. Octubre de 1881.

El forastero apareció por la rambla como quien baja a por pan y se encuentra con el fin del mundo. Venía a pie, con la gabardina gris rebozada en polvo, una sombra alargada por el sol y un andar lento que parecía una amenaza educada. No arrastraba los pies, pero tampoco los ponía deprisa. Caminaba como si lo estuvieran esperando desde hacía años.

En Tabernas, aquel año, hacía tanto calor que hasta las lagartijas se tumbaban boca arriba pidiendo sombra. El reloj de la iglesia llevaba tres semanas marcando las doce y cuarto. El cura decía que era una señal divina. Los vecinos sabían que era vagancia municipal.

El forastero se paró frente al saloon "El Palmeral", se sacudió la chaqueta con un golpe seco, como si espantara recuerdos, y entró sin decir palabra. Dentro, la penumbra olía a sudor, serrín, aguardiente barato y conversación a medio terminar. Al fondo, en la mesa redonda de los que mandan sin uniforme, estaban los hermanos Earp, Wyatt, Virgil y Morgan, con los sombreros calados hasta la nariz, fichando cada movimiento. En la barra, con su pañuelo de lunares, su revólver plateado y una tos de ultratumba, Doc Holliday bebía a tragos lentos.

El camarero, que había servido a más de un difunto en vida, lo miró con desconfianza.

—¿Qué le pongo, forastero?
—Una caña. Y si tiene tapa, que no muerda.

Le sirvió un vaso tibio y un cuenco con tres pepinillos y una loncha de chorizo seca como el párroco. El forastero lo miró. Luego se lo comió. Sin comentarios. Doc lo observó con esa expresión que se le ponía cuando algo no cuadraba en su mundo maltrecho.

—¿Y tú quién demonios eres? —preguntó sin girarse.
—Depende. Para algunos soy un error. Para otros, una solución.
—Bien —dijo Doc, tosiendo una carcajada—. Ya tenemos filósofo.

Fue esa misma tarde cuando llegó la noticia, traída por un chaval descalzo desde el cortijo de la Cañada Honda: seis forajidos estaban bajando desde Mojácar, armados hasta los dientes y con ganas de hacer del pueblo una finca propia. Los llamaban "los Hombres del Cabezo", y eran famosos por su puntería, su falta de modales y un acento tan cerrado que a veces ni entre ellos se entendían.

—Han robado dos cabras, una mula y el honor de la hija del herrero —dijo el alguacil, que exageraba con una soltura que rozaba lo poético.

—¡Y se han bebido el agua del pozo de la escuela! —gritó una señora.

—Eso sí que no —dijo Morgan Earp—. Los niños necesitan su agua... pa’ que no les dé el solano.

La decisión fue rápida. Al día siguiente, a mediodía en la plaza, los Earp, Doc y el forastero se plantarían frente a ellos. No por venganza, ni por justicia. Por principios. Y por aburrimiento, que en Tabernas siempre ha sido letal.

A la hora de más calor, cuando hasta las cigarras suenan tristes, la plaza estaba vacía salvo por cuatro hombres y una mula dormida. El reloj, milagrosamente, volvió a sonar: doce campanadas oxidadas como la conciencia de un político.

Los forajidos bajaron en fila, con sus pañuelos rojos y una cara de no haber desayunado legal en semanas. Iban seguros, confiados. Hasta que vieron al forastero.

Él, mientras, sacó su revólver como quien se quita una piedra del zapato. Disparó una vez, y uno de los Hombres del Cabezo cayó redondo como un botijo mal puesto. A partir de ahí, la cosa se volvió rápida: Doc disparó dos veces, Morgan una, y Virgil se agachó a recoger la gorra de un niño que se había colado entre las balas por error.

Los dos últimos bandidos huyeron como alma que lleva el tren a Almería. Uno de ellos, Zacarías el Mojacarero, juró venganza. El forastero, al verle correr, se encogió de hombros y dijo:

—Si se va para Mojácar, habrá que hacerle una visita.

Tres días después, el forastero cabalgaba, esta vez sí, prestado un burro viejo con nombre de alcalde jubilado, hacia Mojácar, donde el sol se vuelve rojo al atardecer y las casas blancas te devuelven la mirada como si escondieran secretos.

Allí, entre calles empinadas, geranios ofendidos y gatos con más vidas que remordimientos, Zacarías se escondía en una venta ilegal, disfrazado de cantaor flamenco.

Pero el forastero lo encontró.

—¿Y tú qué quieres ahora? —preguntó Zacarías, guitarra en mano, voz temblorosa.
—Nada. Solo escuchar un buen fandango… y que no desafines.

El disparo se perdió entre el eco de las paredes. La guitarra cayó. Y el pueblo siguió con su vida.

Desde entonces, hay quienes juran haber visto al forastero sentado en el mirador de Mojácar, al caer la tarde, con su gabardina gris, una copa de vino y un cuenco con pepinillos. Observa el horizonte como quien espera algo que quizá no venga… o que ya llegó y se fue.

Los niños le preguntan si fue verdad lo del duelo. Él sonríe. A veces dice que sí, otras que fue un sueño. Y hay días, muy pocos, en los que responde:

—Eso fue cuando Tabernas ardía, y yo aún no tenía sed.


2.7.25

Los Pecadores: cuando el cine se vuelve misa negra y tú comulgas encantado


Hay películas que te cambian la tarde. Los pecadores te cambia el sistema nervioso.

Ryan Coogler, director de fantásticas pelis como Creed o Black Panther, ha decidido en 2025 dejar de hacer cine y empezar a lanzar hechizos en pantalla. Porque lo que ha parido aquí no es una película: es un exorcismo a ritmo de blues, una ópera gótica con sombrero de ala ancha y una Biblia ensangrentada bajo el brazo. Y nosotros, humildes espectadores, nos dejamos poseer con gusto.

La película arranca como si Tennessee Williams hubiera escrito Entrevista con el vampiro tras una noche larga con Tom Waits. Una familia negra, una plantación en ruinas, un club de música donde el dolor se afina con guitarra slide y las palabras se mastican como tabaco.

Y de pronto: vampiros. Pero no cualquier vampiro, no. ¡Vampiros del Ku Klux Klan! ¿Cuánta valentía hay que tener para mezclar el racismo estructural con colmillos y hacerlo no solo creíble, sino jodidamente épico? Ryan, dame tu número. Te invito a un café y a un altar.

Los villanos de Los pecadores no solo chupan sangre, también historia. Literalmente. Son el símbolo perfecto de esa América profunda que vive de succionar la vida a los demás mientras sonríe en misa. A ratos dan miedo, a ratos ganas de darles una colleja con el Código Penal. Y siempre, siempre están estupendamente vestidos. Un diez en estética de ultratumba sureña.

Aquí Michael B. Jordan no actúa. Se desdobla, se desintegra, se multiplica. Hace de dos hermanos: Smoke, el que huele a pólvora y culpa, y Stack, el que huele a incienso y traición. Uno te rompe el alma, el otro te la roba con una sonrisa torcida. Si hay justicia en este mundo, a este hombre deberían darle dos Oscars: uno por cada ceja.

Ludwig Göransson ha dejado de componer y ha empezado a canalizar espíritus. Cada nota de la banda sonora parece escrita con sangre de gallo y tinta de madrugada. Hay pasajes en los que te olvidas de que estás viendo una película porque te has metido en el maldito vinilo. Y no quieres salir.

El Coogler de 2025 ya no dirige. Flota. Invoca planos que podrían estar en museos: puestas de sol con aire bíblico, interiores sudorosos donde hasta la cámara suda con los personajes, y peleas que parecen coreografiadas por Shakespeare y Quentin Tarantino en bata de seda.

La secuencia final, con ese duelo al amanecer entre el bien, el mal y un saxo llorando, debería estudiarse en catequesis.

Los pecadores tiene diálogos que se recitan como si fueran salmos paganos. Todo está dicho con gravedad, sudor y belleza. Hasta el personaje más secundario parece recién salido de una novela gótica. ¡Incluso el camarero que sirve bourbon parece saber más que tu profesor de historia!

No exagero: terminé de ver el film con ganas de predicar. De comprarme una guitarra, un crucifijo y un detector de chupasangres. De defender el cine como si fuera una religión que vuelve a tener sentido.

Los pecadores no es solo una de las mejores películas del año. Es una bofetada con guante de terciopelo a quienes piensan que el cine comercial no puede tener discurso, alma y colmillos.

Así que sí: esta película es una santa locura. Un salmo con sangre. Una ópera sureña que te muerde el cuello y te pide perdón después.

Y tú, encantado.

¿Quieres una liturgia o que te clave los colmillos de nuevo? Porque yo, sinceramente, ya quiero verla otra vez, esta vez en V.O. Con vino tinto. Y una Biblia. Por si acaso.

30.6.25

Antoni Benaiges: el maestro que prometió el mar y encontró la muerte


Decía Walter Benjamin que todo documento de civilización es también un documento de barbarie. Y a veces, una promesa sencilla, como la de llevar a unos niños a ver el mar por primera vez, basta para contener en sí misma las dos cosas: la esperanza más luminosa y la violencia más atroz.
La historia de Antoni Benaiges es eso. Una historia mínima, íntima, frágil, que termina por volverse universal. Un relato sobre un maestro que enseñó a soñar y a preguntar, y que por eso fue arrancado de la vida.


Corría el invierno de 1936 cuando Benaiges, un joven maestro catalán destinado a un recóndito pueblo de Burgos, hizo una promesa que cambiaría para siempre la memoria de una comunidad: llevaría a sus alumnos a ver el mar. Ellos, niños y niñas de familias campesinas, jamás habían salido de Bañuelos de Bureba, un rincón de la comarca donde el progreso llegaba con siglos de retraso. No había carreteras, ni agua corriente, ni luz eléctrica. Pero había una escuela. Y allí llegó Antoni, con una imprenta, un gramófono, y una forma de enseñar que desafiaba todo lo establecido.

Antoni Benaiges había nacido en 1903 en Mont-roig del Camp, Tarragona. Sabía lo que era el trabajo del campo y conocía las heridas abiertas por la desigualdad. Pero eligió la palabra como herramienta, y se formó en la Escuela Normal de Barcelona, donde fue impregnándose del aire nuevo que traía la pedagogía moderna.

Cuando en 1934 llegó destinado a Bañuelos, venía de haber conocido las técnicas del pedagogo francés Célestin Freinet, defensor de una enseñanza basada en la libre expresión, la cooperación y el pensamiento crítico. En vez de repetir de memoria, los niños escribirían sus propios textos; en vez de callar, debatirían en asamblea; en vez de copiar, imprimirían sus vivencias. En su escuela no se recitaban dogmas, se formulaban preguntas. Y eso, en un país que apenas estaba aprendiendo a caminar hacia la democracia, fue un acto revolucionario.

Con su alumnado, poco más de una docena de chicos y chicas,  creó un pequeño periódico escolar. En él contaban su día a día, sus inquietudes, sus dudas: desde cómo murió el burro del vecino hasta quién era la persona más rica del pueblo. Intercambiaban sus cuadernos con otras escuelas. Se sentían escuchados. Aprendían a pensar.

Y entonces llegó la promesa: "Este verano os llevaré a ver el mar".

Ese deseo se convirtió en un ejercicio colectivo. Cada alumno escribió lo que creía que era el mar. La mayoría no lo había visto nunca. Lo imaginaban inmenso, cálido, peligroso. El mar, la visión de unos niños que no lo han visto nunca fue el título del cuaderno que imprimieron entre todos. Aquel texto, rudimentario y puro, es hoy uno de los testimonios pedagógicos más conmovedores de la historia reciente de España.

Lucía, una de las alumnas, escribió con temor: “El maestro dice que iremos a bañarnos. Yo digo que no voy a ir porque tengo miedo de ahogarme”.
Severino imaginaba algo sin medida: “En el mar habrá más agua que toda la tierra que yo he visto”.
Natividad pensaba en las orillas: “En las orillas debe ser piedra, porque si no se lo tenía que llevar”.

Lo que estaban haciendo no era solo escribir. Estaban soñando el mundo, poniéndole palabras a lo desconocido, construyendo ciudadanía desde la escuela rural más humilde. Pero en el horizonte ya se escuchaban los tambores del odio.

El problema no fue la imprenta. Ni siquiera la promesa del mar. El problema fue que los niños empezaron a hacer preguntas. Preguntas que incomodaban. ¿Por qué unos tienen más que otros? ¿Por qué algunos pasan hambre? ¿Quién decide que un pueblo viva sin luz?

Y esas preguntas, en un lugar dominado por el caciquismo y la tradición católica más cerrada, eran dinamita. La figura del maestro pronto generó rechazo entre algunos vecinos poderosos. Lo primero que hizo al llegar fue pintar la escuela y retirar el crucifijo de la pared. Para muchos, ese gesto fue un escándalo. Para él, era un símbolo: la escuela debía ser laica, abierta, libre.

Cuando en julio de 1936 se produjo el golpe de Estado franquista, Benaiges fue detenido. Lo torturaron, lo ejecutaron y lo arrojaron a una fosa común en La Pedraja, junto a decenas de otros asesinados. Tenía solo 33 años. Su alumnado nunca vio el mar.

Décadas después, en 2010, el documentalista Sergi Bernal llegó por azar a esa historia. Estaba documentando la exhumación de la fosa de La Pedraja cuando un vecino de Bañuelos se le acercó y le dijo: “Ahí está enterrado el maestro de mi pueblo. Se llamaba Antoni Benaiges. Prometió llevar a los niños al mar”.
La frase lo desarmó. Y desde entonces, Bernal no ha dejado de investigar, de reconstruir su vida, de contarla. Junto con Francesc Escribano, Francisco Ferrándiz y Queralt Solé, publicaron el libro Antoni Benaiges. El maestro que prometió el mar.

También viajó a México, donde muchos maestros republicanos exiliados continuaron su labor. Allí, en la Escuela Experimental Freinet de Veracruz, aún hoy se recuerda a Benaiges como símbolo de pedagogía emancipadora. El documental El Retratista, dirigido junto a Alberto Bougleux, es el testimonio visual de esa recuperación de memoria. Una memoria que no solo homenajea a un maestro, sino que enfrenta los discursos de odio que aún hoy amenazan la libertad de pensamiento.

Benaiges no murió solo por ser maestro. Murió por lo que representaba: un Estado republicano, laico, moderno. Murió porque enseñaba a pensar, a expresarse, a imaginar un futuro distinto. Su nombre fue borrado de los registros con desprecio: “antipatriótico, antisocial, indeseable”. Pero su legado ha sobrevivido al silencio y a la tierra.

Hoy, los cuadernos que imprimieron sus alumnos están amarillentos, conservados en cajas de cartón por su familia. Pero laten con una fuerza que atraviesa el tiempo. Son cuadernos de infancia, sí, pero también de resistencia.

Antoni Benaiges no es solo una figura del pasado. Es un espejo que nos devuelve la imagen de lo que fuimos capaces de soñar, y de lo que algunos temieron tanto que decidieron destruirlo.

Su historia duele. Porque sabemos que no fue el único. Porque fueron muchos los maestros y maestras fusilados por enseñar. Pero también emociona. Porque cada vez que alguien pronuncia su nombre, la promesa vuelve a la vida.

Y aunque sus alumnos nunca llegaron a ver el mar, el mar sigue ahí, inmenso como la memoria, profundo como la dignidad. Aquel maestro, al final, nos lo enseñó a todos.