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16.7.25

Waldo de los Ríos

 ¿Quién no se acuerda de la inolvidable melodía de Curro Jiménez, esa que nos trasladaba, en apenas unos compases, a los caminos polvorientos de Sierra Morena, entre trabucos, caballos y un aire de rebeldía romántica que olía a libertad? ¿O de aquel vibrante Himno a la alegría que Miguel Ríos llevó desde la radio, a la televisión, hasta los cines, los tocadiscos y las gargantas de una España que empezaba a soñar con abrir ventanas? Era Beethoven, sí, pero con arreglos, una orquesta sinfónica, una guitarra eléctrica de fondo y el pulso acelerado de una generación entera. Son músicas que no solo suenan, sino que marcan época, que se adhieren a la memoria como el eco de algo más profundo: una forma de ser, de sentir, incluso de resistir. Esas melodías, más allá de su belleza, se convirtieron en símbolos.

Durante años, el nombre de Waldo de los Ríos resonó en mi memoria como una melodía lejana, como esas canciones que uno ha escuchado muchas veces sin saber de quién son, sin detenerse a pensar en el rostro que se esconde tras los arreglos. Lo oí nombrar en conversaciones dispersas, en programas de televisión, y siempre con una mezcla de asombro y pesar. Sabía, sí, de su trágica y algo misteriosa muerte, ocurrida en 1977, cuando decidió poner fin a su vida en un Madrid que ya no parecía escucharle. Sabía también de su talento precoz, de su capacidad casi alquímica para transformar la música clásica en un puente hacia el gran público. Pero confieso que, hasta ver el documental Waldo (2024), no había profundizado en su figura. Y ahora que lo he hecho, siento que he rescatado del olvido a un hombre que nunca debió haberse perdido.

El documental, dirigido con una delicadeza que evita el sensacionalismo y apuesta por la reconstrucción paciente, nos revela a Waldo como un personaje poliédrico: niño prodigio, exiliado precoz, artífice de éxitos internacionales, alma atormentada por la exigencia estética y el peso del silencio. Su vida es un collage de luces y sombras, de orquestas y hoteles grises, de aplausos ensordecedores y madrugadas solitarias. La película sabe explorar con finura esa dualidad sin forzar el drama, dejando que sea la música, la suya, la que hable cuando las palabras resultan insuficientes.

A través de imágenes de archivo, entrevistas y recreaciones sonoras de sus arreglos más célebres, aquellas versiones de Beethoven o Mozart que supieron entrar en la casa de la gente sin traicionar su esencia, "Waldo" no sólo reconstruye una biografía; construye también una emoción. La de quienes alguna vez sintieron que el arte podía ser una forma de consuelo, una tregua, una patria móvil.

Hay algo profundamente nostálgico en el visionado de este documental, y no sólo por el aire setentero de muchas de sus imágenes, sino porque nos habla de una época, y de un tipo de artista, que parecen haber desaparecido: creadores que no hacían concesiones, que se desvivían por encontrar una armonía imposible entre lo popular y lo elevado, entre lo comercial y lo trascendente.

Al terminar "Waldo", uno no puede evitar preguntarse cómo es posible que una figura así haya sido relegada durante tanto tiempo a un rincón discreto de la memoria colectiva. Y al mismo tiempo, uno comprende que su historia, aunque trágica, no ha terminado. Porque cada vez que su música vuelve a sonar, ya sea en un vinilo polvoriento o en un documental como este, Waldo de los Ríos vuelve a la vida. Y con él, ese viejo anhelo de belleza que, aunque nos cueste admitirlo, sigue latiendo bajo la superficie del presente.


3.7.25

Balas en Mojácar, polvo en Tabernas


Tabernas, Almería. Octubre de 1881.

El forastero apareció por la rambla como quien baja a por pan y se encuentra con el fin del mundo. Venía a pie, con la gabardina gris rebozada en polvo, una sombra alargada por el sol y un andar lento que parecía una amenaza educada. No arrastraba los pies, pero tampoco los ponía deprisa. Caminaba como si lo estuvieran esperando desde hacía años.

En Tabernas, aquel año, hacía tanto calor que hasta las lagartijas se tumbaban boca arriba pidiendo sombra. El reloj de la iglesia llevaba tres semanas marcando las doce y cuarto. El cura decía que era una señal divina. Los vecinos sabían que era vagancia municipal.

El forastero se paró frente al saloon "El Palmeral", se sacudió la chaqueta con un golpe seco, como si espantara recuerdos, y entró sin decir palabra. Dentro, la penumbra olía a sudor, serrín, aguardiente barato y conversación a medio terminar. Al fondo, en la mesa redonda de los que mandan sin uniforme, estaban los hermanos Earp, Wyatt, Virgil y Morgan, con los sombreros calados hasta la nariz, fichando cada movimiento. En la barra, con su pañuelo de lunares, su revólver plateado y una tos de ultratumba, Doc Holliday bebía a tragos lentos.

El camarero, que había servido a más de un difunto en vida, lo miró con desconfianza.

—¿Qué le pongo, forastero?
—Una caña. Y si tiene tapa, que no muerda.

Le sirvió un vaso tibio y un cuenco con tres pepinillos y una loncha de chorizo seca como el párroco. El forastero lo miró. Luego se lo comió. Sin comentarios. Doc lo observó con esa expresión que se le ponía cuando algo no cuadraba en su mundo maltrecho.

—¿Y tú quién demonios eres? —preguntó sin girarse.
—Depende. Para algunos soy un error. Para otros, una solución.
—Bien —dijo Doc, tosiendo una carcajada—. Ya tenemos filósofo.

Fue esa misma tarde cuando llegó la noticia, traída por un chaval descalzo desde el cortijo de la Cañada Honda: seis forajidos estaban bajando desde Mojácar, armados hasta los dientes y con ganas de hacer del pueblo una finca propia. Los llamaban "los Hombres del Cabezo", y eran famosos por su puntería, su falta de modales y un acento tan cerrado que a veces ni entre ellos se entendían.

—Han robado dos cabras, una mula y el honor de la hija del herrero —dijo el alguacil, que exageraba con una soltura que rozaba lo poético.

—¡Y se han bebido el agua del pozo de la escuela! —gritó una señora.

—Eso sí que no —dijo Morgan Earp—. Los niños necesitan su agua... pa’ que no les dé el solano.

La decisión fue rápida. Al día siguiente, a mediodía en la plaza, los Earp, Doc y el forastero se plantarían frente a ellos. No por venganza, ni por justicia. Por principios. Y por aburrimiento, que en Tabernas siempre ha sido letal.

A la hora de más calor, cuando hasta las cigarras suenan tristes, la plaza estaba vacía salvo por cuatro hombres y una mula dormida. El reloj, milagrosamente, volvió a sonar: doce campanadas oxidadas como la conciencia de un político.

Los forajidos bajaron en fila, con sus pañuelos rojos y una cara de no haber desayunado legal en semanas. Iban seguros, confiados. Hasta que vieron al forastero.

Él, mientras, sacó su revólver como quien se quita una piedra del zapato. Disparó una vez, y uno de los Hombres del Cabezo cayó redondo como un botijo mal puesto. A partir de ahí, la cosa se volvió rápida: Doc disparó dos veces, Morgan una, y Virgil se agachó a recoger la gorra de un niño que se había colado entre las balas por error.

Los dos últimos bandidos huyeron como alma que lleva el tren a Almería. Uno de ellos, Zacarías el Mojacarero, juró venganza. El forastero, al verle correr, se encogió de hombros y dijo:

—Si se va para Mojácar, habrá que hacerle una visita.

Tres días después, el forastero cabalgaba, esta vez sí, prestado un burro viejo con nombre de alcalde jubilado, hacia Mojácar, donde el sol se vuelve rojo al atardecer y las casas blancas te devuelven la mirada como si escondieran secretos.

Allí, entre calles empinadas, geranios ofendidos y gatos con más vidas que remordimientos, Zacarías se escondía en una venta ilegal, disfrazado de cantaor flamenco.

Pero el forastero lo encontró.

—¿Y tú qué quieres ahora? —preguntó Zacarías, guitarra en mano, voz temblorosa.
—Nada. Solo escuchar un buen fandango… y que no desafines.

El disparo se perdió entre el eco de las paredes. La guitarra cayó. Y el pueblo siguió con su vida.

Desde entonces, hay quienes juran haber visto al forastero sentado en el mirador de Mojácar, al caer la tarde, con su gabardina gris, una copa de vino y un cuenco con pepinillos. Observa el horizonte como quien espera algo que quizá no venga… o que ya llegó y se fue.

Los niños le preguntan si fue verdad lo del duelo. Él sonríe. A veces dice que sí, otras que fue un sueño. Y hay días, muy pocos, en los que responde:

—Eso fue cuando Tabernas ardía, y yo aún no tenía sed.


2.7.25

Los Pecadores: cuando el cine se vuelve misa negra y tú comulgas encantado


Hay películas que te cambian la tarde. Los pecadores te cambia el sistema nervioso.

Ryan Coogler, director de fantásticas pelis como Creed o Black Panther, ha decidido en 2025 dejar de hacer cine y empezar a lanzar hechizos en pantalla. Porque lo que ha parido aquí no es una película: es un exorcismo a ritmo de blues, una ópera gótica con sombrero de ala ancha y una Biblia ensangrentada bajo el brazo. Y nosotros, humildes espectadores, nos dejamos poseer con gusto.

La película arranca como si Tennessee Williams hubiera escrito Entrevista con el vampiro tras una noche larga con Tom Waits. Una familia negra, una plantación en ruinas, un club de música donde el dolor se afina con guitarra slide y las palabras se mastican como tabaco.

Y de pronto: vampiros. Pero no cualquier vampiro, no. ¡Vampiros del Ku Klux Klan! ¿Cuánta valentía hay que tener para mezclar el racismo estructural con colmillos y hacerlo no solo creíble, sino jodidamente épico? Ryan, dame tu número. Te invito a un café y a un altar.

Los villanos de Los pecadores no solo chupan sangre, también historia. Literalmente. Son el símbolo perfecto de esa América profunda que vive de succionar la vida a los demás mientras sonríe en misa. A ratos dan miedo, a ratos ganas de darles una colleja con el Código Penal. Y siempre, siempre están estupendamente vestidos. Un diez en estética de ultratumba sureña.

Aquí Michael B. Jordan no actúa. Se desdobla, se desintegra, se multiplica. Hace de dos hermanos: Smoke, el que huele a pólvora y culpa, y Stack, el que huele a incienso y traición. Uno te rompe el alma, el otro te la roba con una sonrisa torcida. Si hay justicia en este mundo, a este hombre deberían darle dos Oscars: uno por cada ceja.

Ludwig Göransson ha dejado de componer y ha empezado a canalizar espíritus. Cada nota de la banda sonora parece escrita con sangre de gallo y tinta de madrugada. Hay pasajes en los que te olvidas de que estás viendo una película porque te has metido en el maldito vinilo. Y no quieres salir.

El Coogler de 2025 ya no dirige. Flota. Invoca planos que podrían estar en museos: puestas de sol con aire bíblico, interiores sudorosos donde hasta la cámara suda con los personajes, y peleas que parecen coreografiadas por Shakespeare y Quentin Tarantino en bata de seda.

La secuencia final, con ese duelo al amanecer entre el bien, el mal y un saxo llorando, debería estudiarse en catequesis.

Los pecadores tiene diálogos que se recitan como si fueran salmos paganos. Todo está dicho con gravedad, sudor y belleza. Hasta el personaje más secundario parece recién salido de una novela gótica. ¡Incluso el camarero que sirve bourbon parece saber más que tu profesor de historia!

No exagero: terminé de ver el film con ganas de predicar. De comprarme una guitarra, un crucifijo y un detector de chupasangres. De defender el cine como si fuera una religión que vuelve a tener sentido.

Los pecadores no es solo una de las mejores películas del año. Es una bofetada con guante de terciopelo a quienes piensan que el cine comercial no puede tener discurso, alma y colmillos.

Así que sí: esta película es una santa locura. Un salmo con sangre. Una ópera sureña que te muerde el cuello y te pide perdón después.

Y tú, encantado.

¿Quieres una liturgia o que te clave los colmillos de nuevo? Porque yo, sinceramente, ya quiero verla otra vez, esta vez en V.O. Con vino tinto. Y una Biblia. Por si acaso.

30.6.25

Antoni Benaiges: el maestro que prometió el mar y encontró la muerte


Decía Walter Benjamin que todo documento de civilización es también un documento de barbarie. Y a veces, una promesa sencilla, como la de llevar a unos niños a ver el mar por primera vez, basta para contener en sí misma las dos cosas: la esperanza más luminosa y la violencia más atroz.
La historia de Antoni Benaiges es eso. Una historia mínima, íntima, frágil, que termina por volverse universal. Un relato sobre un maestro que enseñó a soñar y a preguntar, y que por eso fue arrancado de la vida.


Corría el invierno de 1936 cuando Benaiges, un joven maestro catalán destinado a un recóndito pueblo de Burgos, hizo una promesa que cambiaría para siempre la memoria de una comunidad: llevaría a sus alumnos a ver el mar. Ellos, niños y niñas de familias campesinas, jamás habían salido de Bañuelos de Bureba, un rincón de la comarca donde el progreso llegaba con siglos de retraso. No había carreteras, ni agua corriente, ni luz eléctrica. Pero había una escuela. Y allí llegó Antoni, con una imprenta, un gramófono, y una forma de enseñar que desafiaba todo lo establecido.

Antoni Benaiges había nacido en 1903 en Mont-roig del Camp, Tarragona. Sabía lo que era el trabajo del campo y conocía las heridas abiertas por la desigualdad. Pero eligió la palabra como herramienta, y se formó en la Escuela Normal de Barcelona, donde fue impregnándose del aire nuevo que traía la pedagogía moderna.

Cuando en 1934 llegó destinado a Bañuelos, venía de haber conocido las técnicas del pedagogo francés Célestin Freinet, defensor de una enseñanza basada en la libre expresión, la cooperación y el pensamiento crítico. En vez de repetir de memoria, los niños escribirían sus propios textos; en vez de callar, debatirían en asamblea; en vez de copiar, imprimirían sus vivencias. En su escuela no se recitaban dogmas, se formulaban preguntas. Y eso, en un país que apenas estaba aprendiendo a caminar hacia la democracia, fue un acto revolucionario.

Con su alumnado, poco más de una docena de chicos y chicas,  creó un pequeño periódico escolar. En él contaban su día a día, sus inquietudes, sus dudas: desde cómo murió el burro del vecino hasta quién era la persona más rica del pueblo. Intercambiaban sus cuadernos con otras escuelas. Se sentían escuchados. Aprendían a pensar.

Y entonces llegó la promesa: "Este verano os llevaré a ver el mar".

Ese deseo se convirtió en un ejercicio colectivo. Cada alumno escribió lo que creía que era el mar. La mayoría no lo había visto nunca. Lo imaginaban inmenso, cálido, peligroso. El mar, la visión de unos niños que no lo han visto nunca fue el título del cuaderno que imprimieron entre todos. Aquel texto, rudimentario y puro, es hoy uno de los testimonios pedagógicos más conmovedores de la historia reciente de España.

Lucía, una de las alumnas, escribió con temor: “El maestro dice que iremos a bañarnos. Yo digo que no voy a ir porque tengo miedo de ahogarme”.
Severino imaginaba algo sin medida: “En el mar habrá más agua que toda la tierra que yo he visto”.
Natividad pensaba en las orillas: “En las orillas debe ser piedra, porque si no se lo tenía que llevar”.

Lo que estaban haciendo no era solo escribir. Estaban soñando el mundo, poniéndole palabras a lo desconocido, construyendo ciudadanía desde la escuela rural más humilde. Pero en el horizonte ya se escuchaban los tambores del odio.

El problema no fue la imprenta. Ni siquiera la promesa del mar. El problema fue que los niños empezaron a hacer preguntas. Preguntas que incomodaban. ¿Por qué unos tienen más que otros? ¿Por qué algunos pasan hambre? ¿Quién decide que un pueblo viva sin luz?

Y esas preguntas, en un lugar dominado por el caciquismo y la tradición católica más cerrada, eran dinamita. La figura del maestro pronto generó rechazo entre algunos vecinos poderosos. Lo primero que hizo al llegar fue pintar la escuela y retirar el crucifijo de la pared. Para muchos, ese gesto fue un escándalo. Para él, era un símbolo: la escuela debía ser laica, abierta, libre.

Cuando en julio de 1936 se produjo el golpe de Estado franquista, Benaiges fue detenido. Lo torturaron, lo ejecutaron y lo arrojaron a una fosa común en La Pedraja, junto a decenas de otros asesinados. Tenía solo 33 años. Su alumnado nunca vio el mar.

Décadas después, en 2010, el documentalista Sergi Bernal llegó por azar a esa historia. Estaba documentando la exhumación de la fosa de La Pedraja cuando un vecino de Bañuelos se le acercó y le dijo: “Ahí está enterrado el maestro de mi pueblo. Se llamaba Antoni Benaiges. Prometió llevar a los niños al mar”.
La frase lo desarmó. Y desde entonces, Bernal no ha dejado de investigar, de reconstruir su vida, de contarla. Junto con Francesc Escribano, Francisco Ferrándiz y Queralt Solé, publicaron el libro Antoni Benaiges. El maestro que prometió el mar.

También viajó a México, donde muchos maestros republicanos exiliados continuaron su labor. Allí, en la Escuela Experimental Freinet de Veracruz, aún hoy se recuerda a Benaiges como símbolo de pedagogía emancipadora. El documental El Retratista, dirigido junto a Alberto Bougleux, es el testimonio visual de esa recuperación de memoria. Una memoria que no solo homenajea a un maestro, sino que enfrenta los discursos de odio que aún hoy amenazan la libertad de pensamiento.

Benaiges no murió solo por ser maestro. Murió por lo que representaba: un Estado republicano, laico, moderno. Murió porque enseñaba a pensar, a expresarse, a imaginar un futuro distinto. Su nombre fue borrado de los registros con desprecio: “antipatriótico, antisocial, indeseable”. Pero su legado ha sobrevivido al silencio y a la tierra.

Hoy, los cuadernos que imprimieron sus alumnos están amarillentos, conservados en cajas de cartón por su familia. Pero laten con una fuerza que atraviesa el tiempo. Son cuadernos de infancia, sí, pero también de resistencia.

Antoni Benaiges no es solo una figura del pasado. Es un espejo que nos devuelve la imagen de lo que fuimos capaces de soñar, y de lo que algunos temieron tanto que decidieron destruirlo.

Su historia duele. Porque sabemos que no fue el único. Porque fueron muchos los maestros y maestras fusilados por enseñar. Pero también emociona. Porque cada vez que alguien pronuncia su nombre, la promesa vuelve a la vida.

Y aunque sus alumnos nunca llegaron a ver el mar, el mar sigue ahí, inmenso como la memoria, profundo como la dignidad. Aquel maestro, al final, nos lo enseñó a todos.


7.7.22

Más cine por favor

Lo de coleccionar películas fue —o tal vez aún es, en algún rincón dormido de mi ser— un mal maravilloso que me acompañó durante años. Comenzó con el extinto formato VHS, aquel armatoste negro que parecía inmortal y que requería espacio, mucho espacio. Cuando la colección superó los dos mil títulos, ya no había estantería, cajón o armario que diera abasto. Cada cinta era un pequeño tesoro, con su carátula impresa a color, sus etiquetas cuidadosamente escritas a mano, y en muchos casos, con meticulosos cortes publicitarios realizados en el momento exacto para evitar tragarse los anuncios de detergentes, yogures o coches. Luego llegó el DVD. Más compacto, más moderno, más brillante. Y con él, las grabadoras de ordenador, los discos vírgenes por centenas, y los tarros —sí, tarros, como si de galletas se tratara— llenos hasta el borde de películas. Tarros de 25, de 50, a veces hasta de 100 discos. Ediciones especiales, versiones extendidas, cajas metálicas con sus extras y chorradillas varias que uno adoraba como quien guarda los envoltorios de los caramelos de su infancia. Durante años, mi compulsiva afición por coleccionar films fue fuente intermitente de discusiones y peloteras con la familia y con mi pareja. Lo de siempre: que si dónde vas a meter todo esto, que si esto ocupa más que un trastero de Ikea, que si no puedes seguir viviendo entre torres de plástico y estuches vacíos. Y tenían razón, no lo niego. Pero lo curioso, lo verdaderamente irónico de todo, es que cuando alguien necesitaba ver una película concreta —esa que no estaba en el videoclub ni la emitían en la tele—, ¿a quién crees que acudían? Exacto. Al archivista cinéfilo. Muchas películas salieron de casa prestadas con promesas de vuelta que jamás se cumplieron. Algunas las vi irse con resignación; otras, directamente, ni recuerdo a quién se las dejé. Después, con la llegada de las plataformas de streaming —Netflix, HBO, Amazon Prime, Disney+, FlixOlé y un puñado más a las que ni estoy ni estaré abonado—, el tiempo de las descargas, las copias y el coleccionismo casero llegó, poco a poco, a su fin. Era más cómodo, más limpio, más inmediato. Pero también más frío. Uno ya no poseía la película: la alquilaba a una nube impersonal que podía hacerla desaparecer del catálogo de un día para otro sin previo aviso. Y hoy, siete de julio de 2022, más de veinte años después de haberme independizado, me veo de nuevo ante las reliquias de aquel viejo amor. En casa de mis padres, como un arsenal olvidado en una trinchera, han sobrevivido decenas —tal vez centenares— de cintas VHS. Me han obligado a recogerlas, a decidir su destino. Y aquí estoy, con cajas polvorientas llenas de celuloide magnetizado entre las manos, preguntándome qué cojones hago ahora con ellas. Porque me duele, lo reconozco. Me da verdadera pena pensar que tanto dinero invertido en mis años jóvenes, tantas horas de grabación, de etiquetado, de montaje casero y esmero nostálgico, acaben su viaje en un contenedor. Y que allí, entre latas vacías de cerveza, peladuras de plátano, preservativos usados y propaganda electoral, tenga que compartir espacio Orson Welles, John Wayne, Jodie Foster, Michelle Pfeiffer (mi Michelle, que cantaban los Bad Boys Blue en aquel francés macarrónico), James Dean, José Luis López Vázquez o Charo López, entre otr@s. Pensar en Michelle Pfeiffer sepultada bajo restos de pizza y papel de váter me parte el alma. A veces uno colecciona cosas no porque las necesite, sino porque le recuerdan quién fue, y quién soñaba ser.

18.5.20

Top Gun: Maverick. Tráiler Oficial




Después de casi treinta y cinco años de servicio, Pete ‘Maverick’ Mitchell (Tom Cruise) sigue siendo una leyenda cuyo nombre precede su llegada. Fue uno de los mejores aviadores de la Armada, condecorado y responsable de hazañas que ya forman parte del folclore militar.

Sin embargo, esta vez no esperaba volver a la academia Top Gun, donde le reclutan como instructor de vuelo para formar a una nueva generación de jóvenes pilotos de combate, hombres y mujeres por igual. Allí conocerá a Bradley ‘Rooster’ Bradshaw (Miles Teller), el hijo de Goose, su antiguo compañero fallecido, mientras intenta adaptarse a las nuevas tecnologías y a la guerra de los drones.

Sé que el tráiler lleva ya un par de meses rodando por ahí, pero no quería perder la ocasión de compartirlo, porque quién no ha visto alguna vez la mítica película de 1986.

Otra de esas secuelitis de Hollywood, lo sé, probablemente peor que la original —que, para ser honestos, era más bien un videoclip de hora y media para ensalzar a su protagonista— pero, al fin y al cabo, es una excusa perfecta para reencontrarte con el adolescente que fuiste, aunque sea por un rato.

Y ya que uno está en edad de sopitas, buen vino, paseítos por el río y desconectar de estos tiempos chungos, crueles y canallas, Top Gun: Maverick aparece como un pequeño respiro nostálgico en el mar de calamidades actuales.


13.5.20

Unhinged, lo último de Russell Crowe


A la espera de si habrá o no secuela de Gladiator —aunque, francamente, lo veo poco probable por ahora—, ya que, pese a que el proyecto lleva tiempo sobre la mesa con diferentes guiones, resucitar a Máximo Décimo Meridio resulta cada vez más ilógico e inverosímil. Aunque, claro, en esto de la “sequelitis” hemos visto cosas mucho más absurdas.

Por otro lado, Russell Crowe, con algún kilito de más, regresa con un thriller psicológico que podría ser la primera película en estrenarse en cines estadounidenses tras la crisis del COVID-19, siempre y cuando la pandemia lo permita, claro.

El tráiler no ofrece nada nuevo bajo el sol; más bien parece un remake de Carretera al infierno o cualquiera de las muchas cintas de psicópatas al volante que ya conocemos. Pero, como siempre, le daremos el beneficio de la duda.

La dirección corre a cargo de Derrick Borte, responsable de películas como London Town y American Dreamer.

Habrá que ver si el film consigue algo más que llenar los cines medio vacíos con esa fórmula de “psicópata en carretera” que Hollywood parece adorar.


12.5.20

Tom Skerritt y Losar de la Vera



 Anoche tuve un sueño de esos que se deslizan entre lo onírico y lo enigmático, un sueño de contornos difusos pero cargado de una intensidad emocional difícil de explicar. Me encontraba en un bar situado a la entrada de Losar de la Vera, uno de nuestros pequeños nirvanas personales, al que solemos regresar cuando el cuerpo lo necesita y la mente lo exige. Un refugio de calma, de arboles y de agua clara, donde el tiempo parece detenerse y la vida recobra algo de su sentido esencial.

Era un lugar conocido, aunque apenas visitado en un par de ocasiones al llegar a la localidad: ese bar modesto donde acostumbramos tomar un café reparador antes de instalarnos en Hostería Fontivieja. Sin embargo, en el sueño el bar parecía tener algo distinto, una atmósfera cargada de presagios, como si el tiempo se hubiera desplazado levemente de su eje.

Allí, en la barra, sentado junto a mí sin anuncio previo ni explicación razonable, se encontraba Tom Skerritt, el actor. Su rostro, curtido por la experiencia y suavizado por cierta melancolía, estaba medio oculto tras una copa de vino oscuro , o quizás era un licor más fuerte, más antiguo, más literario. El ambiente era cálido, con ese murmullo de fondo que tienen los bares habitados por silencios densos y conversaciones a media voz.

Sin saber cómo, comenzamos a hablar. De la vida, del tiempo que se nos escapa entre los dedos, de los lugares que nunca conoceremos y de los libros que jamás leeremos. Hablamos también del amor, o del desamor, que acaso sea su reflejo invertido, y él, con una serenidad que no admitía réplica, me confesó no saber ya si ambas cosas eran lo mismo o apenas se parecían.

Fue entonces, en un instante suspendido entre el brillo de su copa y la claridad crepuscular que se filtraba por la ventana, cuando Skerritt me miró con una lucidez desarmante, levantó el vaso a la altura de su pecho y dijo, como quien deja caer una sentencia antigua:
"Al fin y al cabo, el amor no existe. Todo es un invento nacido de las noches de borrachera."

Y lo dijo sin cinismo, sin rencor, casi con ternura. Como si esa frase hubiese viajado con él mucho tiempo, como si no le perteneciera del todo. Me desperté poco después, con esa frase aún resonando en mi cabeza, como un eco de verdades posibles que se niegan a desaparecer con el amanecer.

Y desde entonces me pregunto si acaso no será cierto, si el amor, ese ideal al que tantas veces nos aferramos como náufragos a una tabla, no es más que una ficción colectiva, un espejismo al que damos forma entre brindis, anhelos y memorias mal recordadas. O tal vez, quién sabe, el amor sí exista… pero solo en los sueños que no queremos olvidar.

10.5.20

Lucía y el sexo

Me pregunto qué opinión habría tenido de esta película si la hubiera visto en su momento, allá por el ya algo lejano año 2001. No es una simple cuestión cinéfila: es más bien esa extraña sensación de mirar hacia atrás y preguntarte quién eras entonces, y qué quedó de todo aquello. Porque veinte años no son poca cosa. En dos décadas caben mundos enteros: hemos sufrido preocupaciones de todos los colores, congojas íntimas y colectivas, incertidumbres que nos quitaban el sueño, entusiasmos que nos hacían flotar, y decepciones que nos devolvían al suelo con más fuerza de la deseada.

No somos, ni seremos, aquellos que fuimos al comienzo de este siglo crispado y contradictorio. Y a veces, con algo de amargura, uno reconoce que ni siquiera sabe cuándo se produjo el cambio, en qué momento exacto dejamos de ser nosotros mismos para convertirnos en esta versión más sobria, más resignada, a veces más lúcida y otras más cansada.

Muchas personas que formaban parte esencial de nuestra vida en aquel entonces ya no están. Algunos se marcharon sin despedida, otros simplemente se desdibujaron con el paso del tiempo, como esas viejas fotos en blanco y negro que amarillean en un cajón y ya no reconocemos del todo. Las amistades también cambian de forma, se enfrían, se transforman, o desaparecen sin previo aviso. Algunas se cortaron de raíz con un gesto, una palabra, un malentendido sin resolver. ¿La culpa? ¿Mía, tuya? Qué más da. Hay cosas que terminan como empiezan: sin saber muy bien cómo ni por qué.

Y si hablamos del amor... qué decir. En tantos años, uno ya ha vivido más giros de guion que en cualquier película de Medem. Aquel amor de juventud que parecía eterno hoy es apenas una bruma amable en la memoria, una canción que escuchas de vez en cuando con una sonrisa triste. Otras historias llegaron después, con sus propias promesas, con sus propios naufragios. Si algo enseñan los años , esas implacables unidades de medida, es que el amor, como la vida, rara vez sigue un mapa claro. Los años te advierten, sí, pero no te perdonan. Y aún así, a su modo cruel y generoso, te ofrecen una miscelánea de aprendizajes que uno decide atender… o no, según la ocasión.

Lucía y el sexo, la película de Julio Medem con Paz Vega, Tristán Ulloa y Najwa Nimri, llevaba tiempo en esa lista de cosas que uno tiene idealizadas sin motivo claro. La tenía mitificada, lo reconozco. Nunca la había visto, pero había construido en mi mente una imagen de ella, casi como se hace con ciertos lugares que nunca has visitado pero a los que crees conocer. Esta mañana de domingo , lenta, tranquila, con la casa en silencio, decidí saldar esa vieja deuda.

Y así, con el café aún caliente, se terminó el mito, se disiparon las incertidumbres, y se esfumaron esas valoraciones vagas e inservibles que nos hacemos de las cosas sin conocerlas realmente. Porque opinar sin ver, como amar sin conocer o juzgar sin vivir, no deja de ser un gesto tan humano como inútil.

Mi opinión, en realidad, me la guardo. O, mejor dicho, la dejo ahí, arrinconada en algún rincón del 2001, junto a tantas otras certezas de juventud que hoy sólo sobreviven en los márgenes de la memoria. Aquel año comenzó con el atractivo ingenuo que siempre tienen los tiempos nuevos, con esa fascinación torpe que te embarga cuando todavía crees que todo está por hacer. Algo parecido ocurrió con este 2020, que irrumpió en nuestras vidas con promesas de renovación y acabó sacudiéndonos sin la menor clemencia.

Lucía y el sexo. Si aún no la has visto y piensas hacerlo, permítete el lujo de viajar, aunque sea por un rato, al 2001. No tanto por la película en sí, sino por el mundo en el que fue concebida. Un mundo que, con todas sus imperfecciones, era infinitamente más sencillo y más sereno que el que nos ha tocado habitar hoy.


8.5.20

Capone. Trailer y Cartel.





Nueva adaptación al cine de la vida de el mafioso más universal de la historia. Alphonse Gabriel Capone, nacido en Nueva York en 1899 y muerto a la temprana edad de 48 años en Miami. Aunque nos es dificil olvidar la magistral interpretación que hizo de este personaje Robert de Niro en la película del año 1987 dirigida por Brian de Palma y protagonizada por Kevin Costner, "Los intocables de Elliot Ness", en esta ocasión la historia comienza con un Capone en el tramo final de su vida, debilitado fisicamente y retirado en su residencia de Florida, donde rememora atormentadamente su oscuro y violento pasado.

En el papel principal, Tom Hardy, al que acompaña entre otros, Matt Dillon, Kyle McLachlan y Tilda del Toro. Dirige Josh Trank. Promete.

6.5.20

Fátima. La película.




 La productora Diamond Films ha lanzado el primer tráiler de "Fátima", dirigida por el italiano Marco Pontecorvo película que en principio debería estrenarse en los cines el próximo 16 de octubre, si las circunstancias lo permiten en esa fecha.
La historia, lógicamente está inspirada en los célebres hechos acontecidos en la ciudad portuguesa de Fátima en 1917, donde nos narra la historia de Lucía y sus primos Jacinta y Francisco, quienes presuntamente fueron testigos de varias apariciones de la Virgen. Según los testimonios y escritos de la época, la última aparición de la Virgen, el 13 de octubre de ese mismo años, fue presenciado por más de 70.000 personas, entre ellos, periodistas y personalidades importantes que dieron fe de ello en la prensa escrita.
 Su director ha declarado que" La película contiene un  gran mensaje universal de paz: La idea de que todos debemos cambiar nuestro comportamiento para terminar con la violencia y la guerra. Pero también es una historia humana acerca de una pequeña niña, la relación con su madre y cómo el cuestionamiento sobre la fe puede llevar a una fe aún mayor".

Aunque he tenido la oportunidad de visitar este lugar en varias ocasiones, aún no me he decidido a hacerlo. De hecho, uno de esas escapadas previstas para este 2020 y jorobadas por el COVID19 era pasar unos días en Portugal, cerca de esa localidad y visitarla brevemente uno de los días. Habrá que esperar, pero como lugar histórico de uno de los hechos más controvertidos del siglo XX, he de confesar que me pica bastante la curiosidad. Portugal está llena de lugares mágicos y maravillosos. No podían faltar los que están cargados de una dimensión espiritual y de fe que han perdurado durante más de un siglo.


5.5.20

Demolition Man. Otra secuela tardía que se avecina.



Menuda racha lleva Stallone! No parece que el tiempo ni los guionistas de Hollywood puedan con él. Tras haber desempolvado a sus dos personajes más icónicos,Rocky, con un dignísimo regreso en Creed y Creed II, y Rambo, con una violenta despedida en Last Blood, el incombustible Sly apunta ahora al regreso de una de sus películas más peculiares y queridas por los fans: Demolition Man.

La cinta original, dirigida por Marco Brambilla en 1993, mezclaba acción, sátira y ciencia ficción en un futuro distópico donde las palabrotas están prohibidas, el sexo es virtual, y nadie sabe cómo se usan las tres conchas. En ese mundo tan aséptico como absurdo, el policía John Spartan (Stallone), un tipo de la vieja escuela, era descongelado para enfrentarse al psicótico Simon Phoenix (Wesley Snipes), también salido de la criogenia con todo su salvajismo intacto. Por el camino, el personaje de Sandra Bullock, Lenina Huxley, aportaba ingenuidad, cultura pop de los 90 y mucha química con el protagonista.

Ahora, más de tres décadas después, y en pleno parón de rodajes por culpa del COVID-19, Stallone ha dejado caer que Demolition Man 2 es más que un simple rumor. Según sus propias palabras, las negociaciones con Warner Bros están "más que avanzadas", y el guion promete. ¿Volverán también Snipes (cuya carrera ha tenido altibajos y polémicas) y Bullock (ahora consagrada actriz y productora)? Esa es la gran incógnita. Stallone no ha confirmado nada, pero los fans cruzan los dedos.

Mientras tanto, su otra película en marcha, The Samaritan, una historia de superhéroes veteranos, está congelada (nunca mejor dicho) por la pandemia. Y por si fuera poco, tiene en el horno otra entrega de Los Mercenarios, ese festival de testosterona, frases lapidarias y explosiones donde se reúnen los tipos duros más curtidos de los 80 y 90. Vamos, que Stallone sigue siendo el último héroe de acción... incluso en un mundo que parece escrito por un guionista de Demolition Man.

No sabemos si en esta secuela usaremos las conchas, si Taco Bell volverá a ser el restaurante de élite, o si la sociedad será aún más "ordenada" que en la primera entrega. Pero una cosa sí es segura: cuando John Spartan despierta, las cosas se ponen en marcha.

22.4.20

Tan cerca y tan lejos



Ahora que todo nos parece tan inusual, que nos estamos desacostumbrando a todo lo que formaba parte de lo que antes llamábamos rutina o hábito, que las cosas que creíamos más asequibles y elementales forman ya parte de una miscelánea de imposibles, que incluso hemos llegado a el punto de añorar lo que antes nos resultaba monótono y aburrido. Ahora que los recuerdos bonitos recientes nos parecen remotos y tenemos la obtusa sensación de que el tiempo ha detenido su inmisericorde trayectoria y que nos vamos a congelar en este 2020 que con tanta confianza y determinación habíamos iniciado.

Ahora que vivimos un poco de esos recuerdos, los inmediatos. Los viejos se van diluyendo, como se diluye una sombra al atardecer y ya no sabemos distinguir muchos de ellos, si los hemos vivido, si los hemos soñado, nos los hemos autoinventado o alguien nos los relató con o sin detalles y al final los creemos propios. Ahora que he recordado una escena de la película "Rebeca" de Alfred Hitchcock en la que la protagonista quisiera que se inventara algo para embotellar los recuerdos, igual que los perfumes, y que nunca se desvaneciesen. Y que cuando quisieran pudieran, destapando una botella, volver a revivirlos tal y como eran.

En mi botella, una imagen, de esas miles que recopilo,
un lugar,  podría ser otro, un momento especial, de tantos. 8 de junio de 2018. Tan cerca y tan lejos.

21.2.18

El dulce sabor de la venganza

 Ocurrió una mañana del pasado verano, en una terraza onubense, a la hora sagrada del desayuno. El sol se colaba entre los toldos a rayas mientras el camarero, con una precisión casi ceremonial, depositaba sobre la mesa un zumo de naranja recién exprimido y un café expreso bien cargado, digno del mismísimo comisario Maigret.
—El dulce sabor de la venganza —dijo él, sin apartar los ojos del periódico, como si citara a Séneca o estuviera dando comienzo a un tratado moral.

—Esa satisfacción —continuó, con tono doctoral y cucharilla en mano— es lo que mueve el mundo, reconócelo. Es lo que ha empujado a emperadores, villanos de opereta y hasta a tuiteros en horas bajas a tomar la justicia por su cuenta mientras se deleitan con el infortunio ajeno. Ponte un clásico policíaco, de esos que ahora sólo ves si te los descargas por canales turbios, porque ya ni en La 2 a las tres de la mañana se dignan a emitirlos. Y verás que siempre es lo mismo: la venganza como motor, como obsesión, como la gasolina del antihéroe. Ese personaje al que la vida le ha ido tan mal que ya sólo le queda el consuelo de ajustar cuentas. Los nacidos para perder, los que saben que ni Dios, ni la Justicia, ni ese ente vaporoso al que llamamos ‘el tiempo’ van a poner nada en su sitio. Yo llevo treinta y cinco años esperando que el tiempo actúe en mi favor y lo único que ha hecho es darme canas, colesterol y una factura de gas desorbitada.

Su amigo, que hasta entonces había estado sorbiendo su café con aire distraído, levantó una ceja, mitad en broma, mitad en serio.
—Pero vamos a ver... A tu edad, ¿te crees James Cagney en Contra el imperio del crimen?

—Hombre, no. En todo caso, me vería más como Cliff Robertson en Bajos fondos, pero con menos presupuesto. Lo que pasa es que nadie quiere reconocer que la venganza está en todas partes. Dicen que potencia el crimen, que está detrás de asesinatos, tiroteos, puñaladas traperas y sesiones de control al gobierno. Mira a Trump. ¿Por qué crees que llegó al poder? ¿Por carisma? No. Por venganza. No suya, ojo, sino de esa América profunda, con la bandera pinchada en el césped del jardín y la escopeta detrás de la puerta. Una venganza silenciosa, con gorra de béisbol.

Y no te vayas muy lejos: DiCaprio. ¿Sabes por qué le dieron el Óscar por El Renacido? Por venganza, también. Estaba hasta los bemoles de que la gente dijera que en la tabla del Titanic cabían los dos. Que si Rose esto, que si Jack lo otro. Pues ahí lo tienes, cruzando montañas, sobreviviendo a osos y saltando cascadas para vengar a su hijo… y, de paso, zanjar el asunto de la maldita tabla. Que sí, que cabían los dos, que hay estudios en Internet. ¡Infografía y todo!

—Y Edmundo Dantès —intervino su amigo, con un brillo de erudición—. Eso sí que fue una venganza en condiciones. Lo demás, coña marinera.

—¿Edmundo Dantès? ¿El del Baile del pañuelo?

—No, hombre, ese era Leonardo. Leonardo danés. Que por cierto, conozco a un primo suyo que vive en San Vicente de Alcántara.

—¡Claro! Es que entre Leonardos, DiCaprios y daneses, me estoy haciendo un lío de tres pares…

—Edmundo Dantès. El Conde de Montecristo. ¿Habrás leído el libro de Dumas?

—Pues no sé… creo que vi una miniserie hace años. Un tipo al que meten en una mazmorra hasta que le crece la barba como a un profeta del Antiguo Testamento, ¿no?

—Esa misma. Y luego escapa, se hace rico, guapo, cultísimo, compra medio París y se venga de todos. Una oda al rencor bien gestionado.

—Hombre… no sé. No deja de ser una novela. Ficción, como MasterChef.

—Ficción o no, la venganza está inscrita en nuestro ADN. En muchas culturas antiguas, la familia de un asesinado tenía derecho a matar al asesino. Era el método disuasorio por excelencia. Nada de juicios ni recursos. Diente por diente. Literal.

—Puede que tengas razón —dijo su amigo, encogiéndose de hombros—. Puede que sea algo muy humano eso de querer devolver el golpe, encontrar un placer casi orgásmico en ver cómo el otro paga por lo que hizo. Pero también creo que hay algo aún más humano en perdonar. En mirar hacia otro lado, soltar el lastre y seguir caminando. Quizá más difícil, pero más humano.

Se levantaron de la mesa y, sin decir mucho más, pusieron rumbo a la playa, con las toallas al hombro y el sol ya picando con ganas. Nunca supe de qué venganza hablaban ni si llegó a consumarse. Y, por supuesto, no volví a verlos durante el resto del verano. Aunque, por lo que oí aquel día, tampoco me sorprendería encontrarlos en la sección de sucesos de algún periódico local... o en la cola del Carrefour, discutiendo por unas natillas caducadas.

17.10.17

De todos los seres vivos que he conocido.


De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, dificil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama. Cuando lo conocí, en la Residencia de Estudiantes, yo era un atleta provinciano bastante rudo. Por la fuerza de nuestra amistad., él me transformó, me hizo conocer otro mundo. Le debo más de cuanto podría expresar.
Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas leyendas sobre su muerte, y Dalí, innoblemente, ha hablado incluso de un crimen homosexual, lo que es totalmente absurdo.
En realidad, Federico murió porque era poeta. En aquella época, se oía gritar en el otro bando: ¡Muera la inteligencia!
En Granada, se refugió en casa de un miembro de la Falange, el poeta Rosales, cuya familia era amiga de la suya. Allí se creía seguro. Unos hombres (¿de qué tendencia? Poco importa) dirigidos por un tal Alonso fueron a detenerlo una noche y le hicieron subir a un camión con varios obreros.
Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el olivar en que iban a matarlo.
Pienso con frecuencia en ese momento.
Luis Buñuel. Mi último suspiro. (Memorias) 1982.

1.8.17

Mis infames favoritos del cine. Hoy: Apollo Creed


   Hoy comienzo una serie de publicaciones dedicadas a unos personajes que siempre me han fascinado: los malos de la película.

Porque no hay historia memorable sin un buen antagonista. El cine, como reflejo de nuestras pasiones, miedos y contradicciones, ha dado vida a una galería inagotable de villanos que, con sus sombras, muchas veces eclipsan la luz del protagonista.

Los hay de todos los tipos y colores. Están los malos perversos, que disfrutan del daño que causan; los atormentados, cuya maldad nace del dolor; los sádicos, que se deleitan en el sufrimiento ajeno; los terroríficos, que habitan nuestras pesadillas; los torpes, que en las comedias provocan más risa que miedo; los redimidos, que encuentran la luz en el último momento; y los ángeles caídos, cuya caída nos conmueve tanto como su poder.

No hay película que se precie sin su némesis. De hecho, en no pocas ocasiones, es el villano quien sostiene el conflicto, quien da profundidad a la trama y quien, paradójicamente, despierta mayor interés que el héroe. Hay villanos que se han convertido en leyendas del séptimo arte, dejando una huella más profunda que el protagonista mismo.

Y seamos sinceros: en más de una ocasión hemos soñado con ser el malo. Con tener su carisma, su inteligencia, su capacidad para romper las reglas. Nos ha indignado verlo fracasar cuando estaba a punto de cumplir su diabólico plan, y nos ha dolido que muera justo en el momento en que más disfrutábamos de su maldad. Otras veces, claro está, lo hemos odiado con todo nuestro ser. Hemos deseado que su final sea cruel, justo y definitivo… y sin embargo, el protagonista, con su sentido de la justicia y su buen corazón, lo perdona o le ofrece una salida digna, frustrando así nuestras ganas de venganza.

Porque el villano no solo existe para ser derrotado. Existe para hacer crecer al héroe, para poner a prueba su moral, para hacernos reflexionar sobre los límites del bien y del mal. El villano, en el fondo, también somos nosotros.

Con esta serie quiero rendir homenaje a esos personajes que, aun siendo los “malos”, muchas veces se roban la película. Analizaré sus motivaciones, su evolución, su impacto en la cultura popular, y cómo a veces nos resultan más humanos —o más interesantes— que los propios protagonistas.

Bienvenidos al lado oscuro del cine.
Aquí comienza el homenaje a los grandes villanos de la gran pantalla.


 Y Y comienzo hoy, en referencia al post de ayer, con una figura que, aunque no lo parezca a simple vista, encarna muchos de los rasgos del “malo de la película”: Apollo Creed.

Conviene, eso sí, aclarar que el personaje de Creed sufre una evolución notable a lo largo de la saga Rocky. Su transformación es uno de los elementos más interesantes de su arco narrativo.

En su primera aparición, en la mítica Rocky (1976), dirigida por John G. Avildsen, Apollo se nos presenta como un tipo arrogante, narcisista, ambicioso, provocador, burlón y claramente prepotente. No duda en utilizar su posición de campeón mundial de los pesos pesados para organizar un combate que le sirva como espectáculo mediático y maniobra publicitaria. En un gesto que mezcla cálculo y falsa generosidad, le ofrece una oportunidad por el título a un completo desconocido: un boxeador de segunda categoría de Filadelfia llamado Rocky Balboa.

En esa primera entrega, todo en Apollo lo convierte en el antagonista: su actitud altiva, su desprecio hacia el rival, su confianza excesiva. No es un villano en el sentido estricto, pero sí un claro oponente. Todos deseamos, de una forma u otra, que Rocky le dé una lección, que lo derrote. Y aunque en ese primer combate el desenlace no llega a ser una victoria para el potro italiano, sí es una victoria moral que cambia el rumbo de ambos personajes. La verdadera derrota de Creed llega in extremis, en la segunda parte de la saga (Rocky II, 1979), cuando Balboa lo vence en un combate épico.

A partir de ahí, Apollo Creed deja de ser un “malo” y pasa a ocupar un lugar completamente distinto. La rivalidad se transforma en respeto, el respeto en amistad, y finalmente, en hermandad. Tras la muerte de Mickey, el viejo entrenador de Rocky, es el propio Apollo quien se convierte en su mentor, consejero, entrenador y aliado. Lo ayuda a recuperar el espíritu combativo y a reinventarse como boxeador.

Apollo Creed estuvo interpretado por el actor Carl Weathers en las cuatro primeras películas de Rocky. Hace un par de años, una especie de Spin off, aunque yo no la llamaría así, nos presentaba a el hijo ilegítimo del campeón de los pesos pesados siguiendo la estela de su padre en el mundo pugilístico y contando con la inestimable ayuda de, ¿quien si no? Rocky Balboa, continuando así el legado del apellido Creed que según parece tendrá una continuación más, de momento, en la gran pantalla. Estaremos atento a Adonis Creed Johnson, heredero además de sus dotes como boxeador, del orgullo irracional de su padre que no le lleva a buen puerto en ocasiones.

31.7.17

Rocky


“Rocky” tal vez sea una de esas películas que, con el paso del tiempo, se ha visto injustamente arrinconada en el baúl de las cintas “populares”, como si eso fuera un insulto.

Salvo que seas uno de esos fieles que no se pierde ni un guiño de Stallone, ni una escena de tiros, ni una de esas frases guturales que hay que subtitular incluso en inglés, es probable que no la menciones cuando hablas de “cine con mayúsculas”.

Y sin embargo…
Reconocer que “Rocky” es una obra maestra cuesta. Cuesta porque lleva el sello de Sylvester Stallone, un hombre que, para muchos, representa la testosterona de videoclub, el héroe de acción de camiseta ajustada y frases de una línea. Pero antes de que fuera Rambo, Cobra o ese señor de mandíbula de granito que colecciona mercenarios en películas numeradas, Stallone fue un tipo con hambre. Hambre real. De la que suena en el estómago y se nota en la cuenta del banco.

Corría la mitad de los años 70, una época en la que el cine aún se arriesgaba, y en la que Stallone era un perfecto desconocido. Un actor italoamericano que aceptaba lo que le echaran: papeles breves, muchos sin frase, algunos olvidables. Su cara empezaba a sonar en los círculos de casting, pero su futuro en Hollywood era, siendo generosos, una incertidumbre.

Y entonces ocurrió.
Una noche, sin más planes que sobrevivir al fin de semana, se sentó a ver un combate de boxeo en televisión. En la pantalla, Muhammad Alí, el más grande, se enfrentaba a un desconocido: Chuck Wepner, un púgil de tercera al que pocos daban más de dos asaltos. Pero Wepner no leyó ese guion. No solo no hizo el ridículo, sino que aguantó los quince asaltos, encajó golpes imposibles y puso contra las cuerdas a Alí. No ganó, pero se ganó el respeto del público. Y eso, a veces, vale más.

A Stallone se le encendió una luz.
Aquella pelea fue su “Eureka” de sudor y guantes. Se puso a escribir como un poseso. En tres días tenía el primer borrador de Rocky, la historia de un tipo normal, trabajador, con cara de que la vida no le ha dado tregua pero con un corazón que no cabe en su chándal de terciopelo. Un boxeador de barrio al que, de repente, la vida le ofrece una oportunidad imposible.
No para ganar. Sino para demostrar que no es un don nadie.

Lo curioso es que Stallone ya había escrito más de veinte guiones antes. Todos acababan en la misma papelera de las productoras: la que huele a promesas rotas. Pero esta vez era distinto. Este guion tenía alma. Tenía puños, pero también ternura. Tenía músculo, sí, pero también poesía.
Cuando lo presentó, muchas productoras quisieron comprarlo… siempre y cuando él no actuara. Querían a un actor conocido. Él, con un puñado de dólares en la cuenta y un perro que alimentar, se negó. Si la historia era suya, él sería Rocky.
Y lo fue. De pleno derecho. Con esa mezcla de torpeza entrañable, dignidad obrera y mirada de perro apaleado.

“Rocky” se estrenó en 1976. Costó menos de un millón de dólares y recaudó más de 225 millones en todo el mundo. Ganó el Óscar a la mejor película, mejor director y mejor montaje. El guion de Stallone también estuvo nominado.
Lo que había empezado como una historia pequeña, casi una carta desesperada de un tipo con fe en sí mismo, se convirtió en leyenda cinematográfica.

Y sí, luego vinieron las secuelas. Algunas brillantes, otras innecesarias. Rocky se enfrentó a soviéticos, a músculos imposibles y hasta a sí mismo. La saga fue mutando, como lo hacen los mitos. Pero esa primera película, esa original, sigue siendo una de las grandes.
No porque ganara un combate, sino porque nos enseñó que, a veces, lo verdaderamente heroico es aguantar de pie hasta el final. Que se puede perder por puntos y aun así salir victorioso. Que se puede venir de abajo, muy abajo, y decirle al mundo: “¡Eh, estoy aquí!”

“Rocky” no es solo cine. Es el reflejo de todos los que alguna vez hemos querido demostrar que valemos, aunque nadie apostara por nosotros.
Y eso, señores, no lo supera ni el mejor plano secuencia de autor.


El guion de “Rocky” no nació en una gran oficina ni en un retiro de escritores con vistas al mar.

Nació en tres días, con prisas, con hambre —literal y metafóricamente— y con un tipo llamado Sylvester Stallone que lo apostó todo a una idea que para otros era solo “una peli más de boxeo”.

Aquel combate entre Muhammad Alí y Chuck Wepner había encendido algo en su interior. Stallone escribió sin parar durante 72 horas. Lo que puso sobre la mesa de los productores Irwin Winkler y Robert Chartoff no era solo una historia de golpes y sudor. Era la vida misma: la de un hombre al borde del fracaso, al que el destino le lanza una última oportunidad. Y ese tipo no se llama Chuck, ni Muhammad, ni Sylvester. Se llama Rocky Balboa. Un don nadie con corazón de campeón.

Winkler y Chartoff no eran unos novatos. Sabían reconocer una buena historia cuando la veían. El guion les gustó. Pero, claro, había condiciones. Se podía hacer con bajo presupuesto, en poco tiempo, y con algún actor conocido para asegurar taquilla. Barajaron nombres: Burt Reynolds, Ryan O’Neal, incluso Robert Redford. Estrellas. Caballos ganadores. Pero Stallone no soltaba el papel. Quería ser él. Él o nada.

No fue fácil. Los productores se lo pensaron. Durante semanas. Pero algo en esa convicción —la misma con la que Rocky aguanta en el ring— los convenció. Finalmente, dijeron sí.
Sí a una historia pequeña con alma gigante.
Sí a un actor sin carrera que hablaba raro pero escribía como quien se juega la vida.

La dirección se confió desde el principio a John G. Avildsen, que venía de firmar Salvad al tigre con Jack Lemmon y Un caradura simpático con Burt Reynolds. Avildsen comprendió que Rocky no era una película sobre boxeo. Era una película sobre dignidad.

El rodaje fue casi un combate en sí mismo. En febrero y marzo de 1976, durante poco más de un mes, rodaron la película en Filadelfia y algunas localizaciones de Los Ángeles. El presupuesto apenas rozaba el millón de dólares.
Stallone no había pisado un gimnasio de boxeo en su vida. Aprendió con Jimmy Gambina, entrenador profesional y coreógrafo de los combates. Fue él quien diseñó desde la pelea inicial en la parroquia hasta el épico combate final contra Apollo Creed, interpretado por un carismático Carl Weathers.

Por si fuera poco, Rocky marcó un hito técnico: fue la primera vez que se utilizó el Steadycam en una película de boxeo. Gracias a ese invento, el operador podía moverse con fluidez entre las cuerdas del cuadrilátero, acercándonos como nunca a la respiración entrecortada, al sudor en las cejas, al corazón latiendo fuerte en el pecho del púgil.

Y luego vino el milagro.
La historia del “sexto italiano” de Filadelfia conquistó al mundo. Recaudó más de 60 veces lo que costó, se convirtió en la película más taquillera de 1976, y ganó los Oscar a mejor película, mejor director y mejor montaje.
Stallone, el tipo que había vendido a su perro porque no podía alimentarlo, fue nominado a mejor actor y mejor guion. Hasta ese momento, solo lo habían conseguido mitos como Charles Chaplin con El gran dictador y Orson Welles con Ciudadano Kane.

Rocky convirtió a Stallone en estrella. Pero no fue una estrella fugaz.
Más de 40 años después, sigue siendo una figura indiscutible de Hollywood. Porque Rocky no es una película: es un símbolo. De los perdedores que no se rinden. De los que no nacieron con padrino pero se ganaron el respeto a base de agallas.

Y no se puede hablar de Rocky sin mencionar a sus secundarios, que dieron forma a ese universo humano y entrañable:

  • Burgess Meredith, el entrenador Mickey, con su voz de lija y sus frases de amargo sabio.

  • Talia Shire, como Adrian, tímida, dulce, el ancla emocional de Rocky.

  • Y Burt Young como Paulie, cuñado, amigo, lastre y reflejo de la vida dura de barrio.

Los productores vieron el filón, claro. Y llegó Rocky II, y luego Rocky III, IV, V… hasta la nueva saga con Creed. Pero ninguna como la primera. Esa que se rodó con prisas, sin dinero, pero con el corazón latiendo en cada plano.
Esa que no habla de ganar, sino de aguantar. De resistir. De no caer sin dar pelea.


La música de “Rocky”, compuesta por el maestro Bill Conti, no solo acompañó a una película: acompañó a toda una generación.
Con su mezcla de épica y emoción, el tema principal —“Gonna Fly Now”— fue nominado al Oscar y se coló en nuestros oídos para no marcharse nunca más. ¿Quién no ha subido una cuesta, trotado por el paseo del pueblo o hecho flexiones en casa mientras la tarareaba (aunque fuera desafinado y con la respiración al borde del colapso)?
El poder de esa melodía es universal. Te levanta. Te empuja. Te hace creer que puedes, aunque no tengas escaleras monumentales a mano ni un chándal gris con capucha.

Rocky no es solo un personaje. Es casi un amigo que ha estado ahí en las distintas etapas de nuestras vidas.
En la infancia, cuando soñábamos con ser fuertes y valientes como él.
En la adolescencia, cuando nos sentíamos incomprendidos y él nos enseñaba que, con perseverancia, se puede llegar lejos aunque vengas de abajo.
En la juventud, cuando empezamos a pelear nuestros propios combates: laborales, emocionales, interiores.
Y en la madurez… cuando entendemos que no todo va de ganar, sino de seguir en pie después del golpe.

“Gonna fly now!”, gritamos por dentro —o a veces por fuera, cuando no hay vecinos cerca—, mientras nos enfrentamos al lunes, a la rutina, a la vida.
Y es que Rocky no nos enseñó a boxear. Nos enseñó a levantarnos. A creer, incluso cuando todo parece perdido.
Es por eso que esta historia, esta música, y este personaje, han traspasado el tiempo y las fronteras.

Este post va dedicado, con cariño y una sonrisa nostálgica, a mi primo Joserra.
A quien, sin querer —o queriendo un poco, lo reconozco— le metí en vena la saga completa hace ya unos cuantos años. Desde entonces, cada vez que escuchamos esa fanfarria de trompetas, sabemos que estamos de nuevo en el ring.
Y que vamos a luchar.
Como siempre.
Como Rocky.


30.7.17

El tiempo acaba con todo




-¿Era bueno?
-¿Quién?,¿Apollo? Fantástico, el boxeador perfecto, no ha habido nadie mejor.
-¿Y cómo le ganó?
-El tiempo le ganó, el tiempo acaba con todo, es implacable.


Creed, La leyenda de Rocky (2015) Dirigida por Ryan Coogler

28.7.17

Siempre nos quedará Casablanca


Hay películas que no transcurren: permanecen. Que no envejecen: maduran. Que no se desgastan con los avances tecnológicos, sino que los sobrevuelan con la elegancia de los clásicos inmortales. Casablanca es una de esas pocas obras que, con el paso del tiempo, no se limita a resistir el olvido: lo derrota.

Ha sobrevivido a los proyectores de bobina y a los televisores de tubo, al VHS y al láser disc, al DVD, al Blu-Ray, al streaming, a la nostalgia y a la sobreexposición. Y sigue ahí, incólume, intacta, como si se hubiera estrenado ayer. Porque cuando se visiona por primera vez —y se conoce de antemano algo de su aura legendaria— se accede a una especie de templo invisible donde cada plano es un rito y cada frase, una letanía.

Ver Casablanca es sentirse en casa. Uno cree haber estado ya allí, en ese café mítico de paredes cargadas de humo, entre exiliados, espías y soldados perdidos en el tiempo. Junto a Rick, observando el mundo a través de un vaso de bourbon y una mirada entre irónica y herida.

La película lo tiene todo: un guion que roza la perfección —escrito a múltiples manos, pero de alma única—, interpretaciones que han trascendido a sus actores, una fotografía que convierte la penumbra en poesía, una puesta en escena de teatral sobriedad y una música que no acompaña la emoción: la provoca. Drama, romance, espionaje, humor, tragedia y redención. Todo ello en un metraje contenido que no da respiro, ni tregua.

Fue a principios de los años 40 cuando Hal B. Wallis, figura clave en la maquinaria creativa de la Warner Bros., recibió en su despacho una obra teatral aún sin estrenar, titulada Everybody Comes to Rick’s, firmada por Murray Burnett y Joan Alison. Aquella pieza condensaba ya buena parte de la tensión dramática y de los arquetipos morales que luego definirían a Casablanca. Wallis, con olfato de productor clásico, supo de inmediato que tenía entre manos un relato con posibilidades. Su idea original fue confiar la dirección a William Wyler, responsable de joyas como Cumbres borrascosas o Jezabel, y contar con Ronald Reagan y Ann Sheridan en los papeles principales. Por entonces, la película no era sino una producción menor, rodada en blanco y negro y con un presupuesto modesto. Nadie imaginaba aún que estaban a punto de hacer historia.

El guion atravesó numerosos borradores, y ni siquiera cuando arrancó el rodaje estaba completamente cerrado. La historia avanzaba, pero el final seguía sin resolverse. Fue entonces cuando Wallis pensó en Michael Curtiz, un artesano refinado, húngaro de nacimiento, que ya había demostrado su talento para narrar con intensidad y ritmo sin perder elegancia visual. Y fue también él quien tomó una decisión crucial: sustituir a la pareja protagonista por dos gigantes en estado de gracia. Humphrey Bogart, el rostro del desencanto romántico, y una joven actriz sueca de talento deslumbrante: Ingrid Bergman, cedida por el productor David O. Selznick, en uno de esos préstamos entre estudios que hoy nos suenan más propios del fútbol que del cine clásico.

El rodaje comenzó el 25 de mayo de 1942 en los estudios de Burbank, en plena Segunda Guerra Mundial. A menudo sin guion definitivo, con escenas que se reescribían el mismo día y actores que memorizaban sus líneas minutos antes de entrar en escena. Curtiz, con su habitual seriedad y su economía de palabras, gestionó con eficacia la incertidumbre y convirtió el caos en una virtud narrativa. Ingrid Bergman, desconcertada por no saber con cuál de los dos hombres debía mostrar más afecto en pantalla —si con Rick o con Laszlo— preguntó desesperada a uno de los guionistas: “¿A cuál de los dos amo más?”. La respuesta fue honesta: “No lo sabemos aún. Decide tú”.

La filmación concluyó el 3 de agosto de 1942, aunque aún se grabaron algunas tomas sueltas semanas después. Fue el propio Wallis, cuentan, quien improvisó el final más célebre del cine con una frase convertida en epitafio emocional: “Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad”.

El éxito fue inmediato. El público quedó rendido ante la historia de amor imposible entre Rick e Ilsa, ambientada en una ciudad que se convirtió en símbolo de tránsito, de huida y de esperanza. Se habló incluso de una secuela, que jamás se concretó. David O. Selznick se negó a volver a ceder a Bergman, y sin ella, nada tenía sentido. Décadas más tarde, a comienzos de los años 90, se rumoreó un proyecto de continuación con Alain Delon como nuevo Rick. Afortunadamente, la idea nunca prosperó. Algunas historias no deben tocarse. Son perfectas en su inacabado.

Casablanca está hecha de escenas ya mitificadas, de frases que han entrado en el lenguaje común, de una canción —As Time Goes By— que ya no pertenece a su compositor, sino a la historia de todos. Y de un "Tócala otra vez, Sam", que, como tantas leyendas del cine, jamás fue pronunciado exactamente así.

Hay quien afirma que es la mejor película de todos los tiempos. Yo sólo sé que, cada vez que la vuelvo a ver, espero que el final sea otro. Que Ilsa se quede. Que Rick olvide. Pero no. Porque Casablanca no se limita a contar una historia: enseña a vivir con la melancolía. Nos recuerda que hay amores que salvan, precisamente porque no pueden quedarse.

Y cuando vuelvo a escuchar esas últimas palabras entre Rick y el capitán Renault, sé que, con esta película, no comencé sólo una gran amistad. Comencé una relación para toda la vida con el cine.