Los de la capucha y el pasamontañas han anunciado oficialmente el fin del alto el fuego, un alto el fuego que, en realidad, ya había quedado roto con el atentado en Barajas el pasado mes de diciembre. Lo que hoy se presenta como novedad, no es más que la confirmación formal de una ruptura que ya tuvo consecuencias humanas trágicas.
Lo verdaderamente inquietante no es solo eso, sino el modo en que parte del panorama político español reacciona a esta noticia. Mientras algunos lamentan, como es lógico, el fracaso de una oportunidad —imperfecta, sí, pero oportunidad al fin y al cabo— otros dan la impresión de celebrarlo, como si el regreso a la violencia legitimase por fin sus discursos más duros y sus campañas de desgaste.
Da la sensación —y ojalá me equivoque— de que algunos deseaban, o al menos esperaban, que todo fracasara. Que volviesen los atentados. Que se cerrase el “proceso de paz” —correcta o incorrectamente llamado así— no porque creyeran que fuera inútil, sino porque les molestaba políticamente que pudiera salir bien.
Desde mi punto de vista, el Gobierno actuó con responsabilidad y con sentido de Estado, intentando un diálogo bajo condiciones muy difíciles, tal y como lo hicieron en su momento otros presidentes, con mejor o peor fortuna, pero con la misma convicción: que la paz, si es posible, merece ser explorada, incluso en medio de las dudas, las críticas y el ruido mediático.
Lo más triste de todo es ver a ciertos representantes de la oposición dar esta noticia con tono triunfalista, como si se tratara de una victoria propia. No lo es. No puede serlo. Que fracase la paz, que regrese el miedo, que se rompa la esperanza, jamás puede ser motivo de alegría en una democracia madura.
Qué vergüenza. Qué asco.