
Esa es la sensación que tengo ahora mismo, cuando apenas han pasado unos minutos desde que ha terminado la final olímpica de baloncesto en los Juegos de Pekín 2008. El marcador final ha sido de 107-118 a favor del todopoderoso equipo de Estados Unidos. Pero que nadie se equivoque: esta no ha sido una derrota cualquiera. Ha sido una batalla colosal, un espectáculo majestuoso, un duelo de titanes.
España ha jugado de tú a tú contra un combinado que muchos consideran imbatible, una constelación de estrellas NBA lideradas por Kobe Bryant, LeBron James, Dwyane Wade o Chris Paul. Pero durante los 40 minutos de juego, los nuestros —nuestros campeones— han demostrado tener el talento, la garra y la sangre fría necesaria para hacer temblar a los gigantes.
Y lo han hecho. Con corazón, con inteligencia, con una defensa feroz y un ataque brillante. Nos ha faltado poco. Muy poco. Y si alguien hoy no ha estado a la altura, han sido los árbitros. No lo digo como excusa de mal perdedor —porque no hemos perdido nada más allá del oro—, sino como un hecho visible. Las decisiones cuestionables, los criterios desiguales y ciertas concesiones descaradas al rival han empañado en parte lo que podría haber sido una gesta inolvidable.
Pero a pesar de todo, hoy hemos vivido uno de los mejores partidos de baloncesto en muchos años. Una final que ya forma parte de la historia. Porque este equipo —nuestro equipo— ha vuelto a demostrar que lo suyo no es flor de un día. Que no son promesa: son presente y futuro. Con figuras consolidadas como Pau Gasol, Navarro, Rudy Fernández, Felipe Reyes, Garbajosa, Raúl López y, por supuesto, mi paisano Calderón, cuya ausencia por lesión hoy se ha notado y mucho. Y con jóvenes prodigios como Ricky Rubio, que con tan solo 17 años ha jugado con una madurez pasmosa. Qué pedazo de jugador se está forjando.
Hace 24 años, en Los Ángeles 1984, España se colgaba la medalla de plata frente a otra generación de oro... americana. Hoy repetimos la hazaña, pero esta vez el sabor es diferente. No sólo porque les hemos plantado cara, sino porque sabemos que tenemos equipo para rato. Un grupo unido, valiente, que ha demostrado que el baloncesto español está en lo más alto del mundo.
Hemos ganado mucho más que una medalla. Hemos ganado respeto. Hemos ganado admiración. Y sobre todo, hemos ganado futuro. Hoy, más que nunca, podemos decir con orgullo: somos los mejores. Aunque el oro brille en otras manos, el corazón del baloncesto late en rojo.



