Hubo un tiempo, no tan lejano, aunque el calendario diga otra cosa, en que el ferrocarril era la columna vertebral del país. A finales de los setenta y principios de los ochenta, los trenes cruzaban España como venas de hierro, llevando el pulso de un mundo que todavía creía en los oficios, en la puntualidad de los silbatos y en los jefes de estación con gorra roja. En Mérida, la vieja estación era un pequeño reino de humo, grasa y horarios, y por sus vías pasaban los trenes de media y larga distancia, los mercancías interminables, los que iban a Lisboa, los que regresaban de Madrid con las ventanillas empañadas y los que, al pasar de madrugada, despertaban el corazón de un niño que soñaba con lugares lejanos.
Yo vivía en Santa Catalina, una barriada humilde que entonces olía a cal, a pan de tahona y a los primeros Seat 124 aparcados junto al bordillo. Las vías del tren pasaban tan cerca que bastaba abrir la ventana para ver los destellos rojizos de los faroles de cola y escuchar el retumbar de los vagones al acoplarse —¡clanc!— aquel sonido seco y metálico que los ferroviarios llamaban el choque de topes. Era una especie de sacudida del mundo, como si alguien allá lejos estuviera encajando piezas de un sueño colectivo.
A veces pensaba en mi abuelo Pepe. Fue ferroviario, jefe de tren durante toda una vida. Lo recuerdo con su gorra y su reloj de cadena, hablando con respeto y cariño de las locomotoras, de los maquinistas que conocían el país mejor que los mapas y de la importancia de los horarios, “porque un tren que llega puntual —decía— es un país que aún cree en sí mismo”. Cuando pasaban los convoyes nocturnos, yo imaginaba que alguno de ellos lo llevaba al frente de la composición, anotando tiempos en una libreta, silbando bajito entre la humareda. Quizá fue él quien me dejó esa fascinación por los raíles, ese estremecimiento que provoca el paso del hierro sobre el hierro.
Por las noches, cuando el silencio se estiraba por las calles y solo se oía el ladrido de un perro o el runrún de una Vespa perdida, llegaba el rumor de los trenes. Primero un zumbido lejano, luego el golpeteo rítmico de las ruedas sobre las juntas de los raíles —tac-tac, tac-tac— hasta que la casa entera parecía respirar con el paso del convoy. Desde la cama, yo imaginaba cada destino: los trenes de largo recorrido iban, sin duda, a lugares donde la nieve era blanca de verdad y los mares tenían otros nombres; los de mercancías, en cambio, arrastraban misterios: carbón, naranjas, madera húmeda, incluso, así lo creía yo, cartas sin dueño o juguetes que se habían perdido en Navidad.
A veces el viento parecía traer voces: una risa de maquinista, un silbato, el crujido de una puerta corrediza. Entonces yo inventaba historias. En una de ellas, un tren nocturno llevaba consigo un vagón lleno de sueños extraviados, y cada niño que no podía dormir tenía un billete invisible para subir en él. En otra, los conductores eran una hermandad secreta que conocía los secretos del país: sabían quién se marchaba de madrugada, quién regresaba derrotado, quién se despedía para siempre en un andén cualquiera.
Mi madre decía que me dormiría con el primer tren que pasara, pero era mentira: me quedaba despierto esperando el siguiente. Había algo hipnótico en aquel traqueteo lejano, algo que daba consuelo, como si el mundo siguiera girando a pesar de todo. El ferrocarril era, sin saberlo, el metrónomo de nuestras noches.
A veces, al amanecer, cuando el sol apenas tocaba los balcones de los pisos de Santa Catalina, se veían los raíles brillar entre los matorrales. El tren ya había pasado, dejando tras de sí un olor a hierro, gasóleo y posibilidad. Yo salía en bicicleta hasta el terraplén, recogía alguna tuerca caída, un trozo de madera o un papel manchado de grasa, y me parecía un tesoro traído de otro mundo.
Hoy, cuando oigo de lejos el eco de un tren —ya casi todos silenciosos, modernos, sin alma—, cierro los ojos y vuelvo a aquella habitación. A mi lado, el niño que fui escucha el choque de topes, el largo silbido del maquinista y el palpitar de las vías.
Y durante un instante, el mundo vuelve a moverse con la cadencia de entonces: lenta, constante, como un corazón de acero que no ha dejado nunca de latir.
Y en algún lugar, estoy seguro, mi abuelo Pepe sigue mirando su reloj de cadena, comprobando que todo marcha a su hora.
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