En Extremadura no tenemos estaciones. Tenemos ensayos de Apocalipsis. Y cuando llega el verano, no entra tímidamente, no: se instala como tu colega el solteraca en tu casa, se descalza, se pone cómodo y te roba la cerveza. Esta semana, el termómetro ha dicho “a tomar por saco” y ha decidido marcar 42 grados. A la sombra. Y la sombra ha pedido asilo político en Escandinavia.
Salir a la calle en Mérida a las tres de la tarde es como meterse voluntariamente en el microondas, pero sin el botón de “stop”. En Badajoz los pájaros no vuelan, negocian un Uber. En Cáceres, las cigüeñas hacen la maleta y se bajan a Huelva buscando el fresquito. Y en cualquier pueblo, las lagartijas se abanican con una hoja de higuera y te miran como diciendo: "¿Tú también eres imbécil o es que te gusta sufrir?"
La gente va por la calle como si le debiera dinero al sol. Sudamos por partes del cuerpo que no sabíamos que existían. Ya no te pones desodorante: te pones barniz marino. El aire acondicionado no refresca, lo único que hace es hacer más cara la factura de Iberdrola mientras tú ves cómo se derrite tu dignidad junto con la bombona de butano.
Y no hablemos de las piscinas: el agua se calienta tanto que en vez de nadar parece que estás infusionando tu cuerpo. Sales de allí como una bolsita de té humano, con la piel como un garbanzo pasado. Y eso si tienes la suerte de tener piscina. Si no, te toca meter los pies en el cubo de fregar y rezar para que Mercadona no haya subido el precio del hielo otra vez.
Pero lo mejor es la gente que te dice: “pues a mí me gusta el calor, yo prefiero esto al frío”. Esa gente no tiene alma. O vive en un búnker. O son lagartos. No se puede confiar en alguien que prefiere 42 grados a ponerse una rebequita.
Mientras tanto, los telediarios insisten: “beba mucha agua, evite salir a la calle, y no haga ejercicio en las horas centrales del día”. Gracias, Einstein. ¿Y si me da por hacer una maratón a las tres de la tarde por la carretera de Miajadas, qué? ¿Me dais una medalla o directamente una lápida?
En fin, que en Extremadura no sudamos: destilamos carácter. Y mientras el aire vibra de puro caliente y la gente cocina huevos en el capó del coche, nosotros seguimos adelante, con nuestra sandía fresca, nuestra sombrilla encajada en una grieta del suelo, y el alma a medio cocer. Porque sí, hace calor. Pero somos extremeños. Y aquí no se rinde ni el abanico.
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