Decía Schopenhauer que los grandes acontecimientos de la vida no entran con estrépito, sino en silencio, como un gato que se cuela por la ventana entreabierta. Y tal vez tenía razón. Porque cuando somos jóvenes, y por tanto, ingenuos, imaginamos que los días decisivos vendrán con fanfarria, con el dramatismo de una escena final, con luces altas y viento en el rostro. Pero no. Los días que de verdad importan apenas hacen ruido.
Se deslizan. No llaman a la puerta, no dicen su nombre. Se sientan en un rincón de la sala y esperan.
Creemos que sabremos reconocerlos, que habrá un temblor en el aire, un acorde mayor. Pero no hay nada de eso. La vida se dobla en una esquina cualquiera, en una conversación casual bajo la lluvia, en un gesto que parecía mínimo y que años después comprendemos como decisivo.
Uno no sabe, por ejemplo, que ha conocido al amor de su vida hasta que ya está enamorado. Uno no sabe que ha dicho su último adiós hasta que el silencio se prolonga demasiado. No hay clarines que anuncien el final de una etapa. No hay narrador omnisciente que nos avise: “atención, esto cambiará todo”.
Y así, las cosas verdaderamente importantes entran por la puerta de atrás. Se cuelan mientras estamos distraídos, y cuando miramos hacia atrás, ya han echado raíces. Se quedan. Nos cambian.
En la madurez, o en ese otro tipo de madurez que es la nostalgia, uno revisa sus días y descubre que lo fundamental ocurrió en sordina. Que no hubo grandes discursos. Que el destino prefiere el susurro al grito.
Tal vez por eso la memoria tiene ese tono apagado, como de habitación cerrada. Porque recuerda no lo que fue ruidoso, sino lo que dejó huella. Y las huellas, como los días que importan, no hacen ruido cuando se marcan. Sólo cuando se miran.
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