Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVI): Carnaval, purpurina y carne de cañón
El viernes de Carnaval amaneció con cielo encapotado y viento de esos que huelen a brasero revuelto con laca, una mezcla perfectamente reconocible para cualquier extremeño que haya pasado una infancia entre tapetes de ganchillo y mantas eléctricas. La brisa traía consigo ecos de músicas imposibles, de tambores que no sabían si tocaban samba, jota o el ritmo del tractor al ralentí.
Desde las ocho de la mañana ya se escuchaban risas en la plaza, mezcladas con toses, gallos matinales y el crujir de bolsas de plástico llenas de serpentinas, bocatas y botellas de ron supuestamente "para compartir". Algunos ya iban disfrazados sin haber desayunado. Se vieron por allí una abeja gigante con zapatillas de estar por casa, un enchufe de dos clavijas (con cara de resaca), un señor mayor vestido de rana con solo una pierna del disfraz puesta, y dos primos que habían decidido ir de semáforo y paso de cebra, aunque a cada paso se atropellaban el uno al otro.
Como cada año, la tradición mandaba que cada barrio organizara su propia comparsa, aunque en Villafresno el término "comparsa" se utilizaba con cierta generosidad. La mayoría consistía en cuatro personas, una carretilla decorada, y muchas ganas de hacer el ridículo con dignidad y cierta coreografía improvisada, normalmente a ritmo de charanga o reguetón clásico.
Este año destacaban especialmente:
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Los Veganos de la Matanza, que desfilaron con trajes de morcilla de peluche, pancartas como “¡Más alubias, menos jamón!” y cánticos con rima dudosa tipo:
“Nos coméis el tofu / con pan de hogaza,
que aquí no hace falta / ni lomo ni grasa”
(Todo en clave de humor, claro, que en Villafresno si no haces una buena matanza en diciembre te miran raro el resto del año). -
Las Hormonas Locas, cuatro jubiladas del club de yoga municipal, disfrazadas de botellas de estrógeno rosa fosforito. Bailaban rumba mientras coreaban “Yo sin ti no ovulo” y repartían abanicos con la inscripción “Calores, sí, pero con dignidad”.
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Frédéric y los Internacionales, con Frédéric —ese francés de alma extremeña— disfrazado de Luis XIV, peluca empolvada sujeta con pinzas de la ropa, y acompañado por tres niños disfrazados de baguette, acordeón y Torre Eiffel, que cada cinco pasos se caía porque tenía poca base y mucha ambición.
—Esto es fusión cultural o barbarie —sentenció Frédéric, agitando un abanico con la flor de lis y sujetando con dignidad su copa de vino de pitarra.
El alcalde, don Cipriano, repitió su disfraz de romano (tercer año consecutivo), aunque esta vez con un añadido tecnológico: una coraza con luces LED alimentadas por una batería portátil que llevaba escondida en una alforja de cuero.
—Porque estamos en el siglo XXI —declaró con solemnidad, mientras titilaba en colores como un semáforo con ansiedad.
El escenario portátil —el mismo de la verbena, aunque con una lona nueva que decía “¡CARNAVAL 2025! (si no llueve)”— acogía el plato fuerte del día: el concurso de disfraces individual, presentado por la omnipresente Maruja (voz en off de todos los eventos del pueblo desde la Transición).
El jurado estaba compuesto por:
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Mari Nieves, concejala de Cultura y moderadora habitual de peleas en el grupo de Facebook “Villafresno sin censura”.
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Don Isidro, técnico en desfiles y experto en trajes con pedrería reciclada de las fiestas de 1987.
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Y una señora de Medellín que pasaba por allí con su nieta y aceptó encantada porque “nunca he sido jurado y esto da alegría”.
Los participantes fueron una colección de maravillas populares:
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Un bebé disfrazado de jamón ibérico, con etiqueta de D.O. y todo, llevado en brazos por su padre que gritaba “¡Este sí que está para comérselo!”
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Un perro con traje de guardia civil, que ladraba al ritmo del himno y llevaba las trufas por montera.
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Un adolescente con camiseta blanca y dibujitos en rotulador, que se presentó como “el WiFi del pueblo”. En la espalda ponía: “Conéctate si puedes”. Su disfraz, como su carácter, era inestable.
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Y Don Isidro, que este año decidió vestirse de Rosalía, con chándal rojo, uñas postizas como sables, gafas de sol tipo gasolinera de los 90 y una coreografía breve pero contundente. Subió al escenario, soltó un “¡Tra-traaaaa!” y se bajó entre vítores y lágrimas.
Ganó, por supuesto. Premio: una caja de polvorones caducados (de los blandos) y una cena para dos en el Bar de Nines, que en Villafresno equivalía a una estrella Michelin y media conversación con la camarera que había salido con media plantilla del equipo de fútbol local.
Por la noche, tocaba el famoso Entierro de la Sardina, que en Villafresno era más bien una sardinada popular con orujo, donde nadie lloraba, pero todos acababan con la cara tiznada y el estómago agradecido. La sardina era de cartón piedra, pintada por los alumnos del colegio público y llevada en procesión como si fuera la Virgen del Carmen, pero con gafas de sol y pestañas postizas.
Don Cipriano leyó el pregón desde el balcón del Ayuntamiento, vestido aún de romano y con la batería de los LEDs medio fundida:
—Aquí enterramos el mal rollo, la dieta, los políticos y la cuenta del banco. Que vuelva la alegría... y el buen tiempo, por lo que más queráis.
Todos corearon como si fuera misa de domingo:
—¡¡¡AMÉN Y VINO!!!
Frédéric, completamente ebrio de folklore, pitarra y entusiasmo, cerró la jornada improvisando una copla franco-extremeña con voz temblorosa y corazón encendido:
“Con jamón y purpurina,
Villafresno es mi lugar,
si me muero que me entierren,
disfrazado de trigal.”
Y así, bajo un cielo de purpurina reciclada, braseros apagados y confeti en los zapatos, Villafresno durmió tranquilo. El Carnaval no necesita sentido. Solo hace falta una carretilla, ganas de desentonar y vecinos que se atrevan a bailar como si la dignidad no hubiera nacido todavía.
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