Robert Redford encarnaba a Henry Brubaker, un hombre que se infiltraba en la cárcel como un preso más, para conocer de primera mano la corrupción, el dolor y la miseria que allí reinaban. Era un personaje que parecía hecho a medida de Redford: íntegro, elegante incluso en la derrota, obstinado hasta el límite en la defensa de la dignidad humana. Había en él algo que nos hablaba de la vida misma: entrar en un lugar oscuro, hostil, lleno de trampas, y aun así mantener en pie la esperanza de que la honestidad sirve de algo, aunque el precio sea la soledad o el fracaso.
Con los años entendí que Brubaker no era sólo un drama carcelario, sino una parábola de lo que significa ser fiel a uno mismo en un mundo que se empeña en empujar hacia el lado contrario. Y en cada revisión, veía en Redford no sólo al director de prisiones de la ficción, sino a un espejo de nuestras luchas íntimas, esas en las que se pierde mucho y se gana apenas la tranquilidad de la conciencia.
Hoy, mientras sostengo aquella vieja cinta en mis manos, el tiempo parece plegarse. Vuelvo a verme en 1987, en una salita donde aún se sentaban personas que ahora sólo existen en la memoria y en el corazón, con la ilusión intacta de grabar películas en un VHS. La muerte reciente de Robert Redford convierte esa cinta en un testimonio todavía más nostálgico y entrañable. Como si junto a la desaparición de los nuestros, se hubiera apagado también uno de los últimos héroes que nos acompañaban en la pantalla.
El VHS ya no se rebobina, las dos cadenas se convirtieron en infinitos canales, y nosotros hemos perdido más de lo que ganamos. Pero cuando pienso en Brubaker, pienso también en esa parte de nosotros que todavía lucha, aunque la vida sea una prisión sin candados visibles. Y en ese silencio, el eco de Redford sigue recordándonos que la integridad, aunque solitaria, es la única victoria verdadera.
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