Dicen que uno nunca vuelve al mismo lugar, porque ni el sitio ni nosotros somos los mismos. Pero hay ciudades que se quedan dormidas dentro de la memoria esperando a que regresemos con otro ánimo, con la vida un poco más templada. Salamanca fue una de ellas.
Teníamos un recuerdo agridulce de la primera vez que fuimos a Salamanca. Fue en aquellos días nublados en que la vida parecía haberse detenido. Ella acababa de perder a su madre hacía apenas unas semanas, y a su padre tres meses antes. Llevábamos el duelo en silencio, sin pronunciarlo, como si decirlo en voz alta hiciera más real la ausencia. Recuerdo que llegamos a la ciudad al mediodía, con el cielo encapotado y un viento frío que bajaba desde el Tormes. Caminamos por las calles empedradas sin rumbo, deteniéndonos frente a la fachada dorada de la Universidad, que parecía observarnos con la paciencia de los siglos. La Plaza Mayor, iluminada en tonos amarillos, nos pareció entonces demasiado grande, demasiado viva para nuestro ánimo. Cenamos sin hambre en un restaurante casi vacío y regresamos al hotel temprano, con la sensación de que aquel viaje era una tregua breve en mitad de una tormenta interior.
Ocho años después, volvimos a Salamanca. Y fue como si la ciudad nos recibiera distinta, o quizás fuéramos nosotros los que habíamos cambiado. El mismo sol que entonces se escondía tras las nubes ahora bañaba las piedras con un resplandor alegre, casi festivo. La Plaza Mayor seguía siendo el corazón palpitante de la ciudad, pero esta vez nos invitó a quedarnos, a reír, a brindar. Paseamos por el casco antiguo, por las callejuelas que desembocan en la catedral, y todo nos pareció nuevo: los estudiantes, los músicos callejeros, las terrazas llenas, los colores. Era como si la ciudad hubiera esperado a que volviéramos para mostrarnos su cara luminosa.
Esa noche fuimos al concierto tributo a Supersubmarina en la sala La chica de ayer. Y fue mágico. Entre las guitarras y las luces de neón, sentimos algo parecido a la felicidad pura, esa que llega sin pedir permiso y se queda un rato largo. Cantamos todas las canciones, incluso aquellas que años atrás nos sabían a melancolía. Supersubmarina, aunque ausentes, estaban allí, en cada verso, en cada nota, en la gente que coreaba sus letras con la esperanza intacta de que algún día vuelvan.
Salimos de la sala con el eco de la música en el pecho y la certeza de que, esta vez sí, Salamanca nos había regalado una versión mejor de nosotros mismos. Caminamos sin prisa por las calles silenciosas hasta encontrar un pequeño restaurante japonés abierto. Allí, entre risas y makis, nos dimos un festín de sushi que supo a celebración, a alivio, a vida.
La tristeza de aquel primer viaje se había disuelto en alegría y en el rumor amable de una ciudad que, cuando menos lo esperas, te devuelve las ganas de quedarte un poco más.
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