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16.12.25

Cuando el mar escuchó "La chica de ayer"


 Fue el verano pasado, una de esas noches de agosto en las que el tiempo parece haberse puesto de acuerdo con la felicidad. Paseábamos por el Paseo Marítimo de Vera, cuando el calor ya no aprieta y el aire trae ese rumor salino que mezcla el mar con las terrazas, las conversaciones ajenas y el tintinear de los cubitos de hielo en los vasos. El cielo, aún tibio, conservaba un azul oscuro salpicado de estrellas perezosas, y la luna, cómplice, iluminaba la orilla de la playa, como si supiera que algo pequeño pero memorable estaba a punto de ocurrir.

A unos metros por delante, un grupo de chavales avanzaba con un altavoz portátil Bluetooth de esos que parecen más un electrodoméstico que un complemento juvenil. Grande, negro, orgulloso. Nos miramos con resignación cómplice: ya está, pensamos, ahora caerá algún reguetón machacón de los actuales, con estribillo imposible y letra de usar y tirar. Cosas de la edad, supusimos, porque uno ya va con la guardia alta ante estos artefactos sonoros.

Pero entonces ocurrió el milagro.

De aquel altavoz no brotó ningún ritmo previsible, sino los primeros acordes, claros, inconfundibles, de “La chica de ayer”. Antonio Vega irrumpiendo en el paseo marítimo de Vera como quien vuelve a casa sin avisar. Nos detuvimos en seco. Nos miramos. Sonreímos. Y, sin pedir permiso ni disculpas, empezamos a cantar a pleno pulmón:

“Un día cualquiera no sabes qué hora es…”

La noche pareció ensancharse. El mar siguió respirando a su ritmo. Y algo invisible, pero muy real, nos atravesó el pecho.

Los chicos del altavoz se giraron, primero sorprendidos, luego divertidos. Se miraron entre ellos y, con esa mezcla de incredulidad y alegría genuina que solo tiene la juventud cuando descubre un secreto compartido, soltaron la frase que selló el momento:

—¡¡Se la saben!!

Nosotros, ya cumplidos los cincuenta, pero con alma de adolescentes ochenteros, también nos miramos. Nos reconocimos en ese gesto. En esa canción. En esa certeza de que algunas melodías no envejecen: simplemente esperan. Y, satisfechos, casi solemnes, decidimos que el momento merecía un final a la altura.

Así que nos fuimos a cenar. Gambas rojas de Garrucha, como manda la ley no escrita de las costas almerienses. Marisco brillante, vino frío, conversación lenta. Porque cuando uno está de vacaciones, cuando la noche es amable y la música te ha devuelto durante unos minutos a quien fuiste, no hay prisa para nada.

Mientras cenábamos, pensamos en esos chicos del altavoz, en su inocencia sin saberlo, en su buen gusto quizá heredado, quizá descubierto por azar. Y entendimos que no todo está perdido, que hay puentes invisibles entre generaciones, tendidos con canciones, paseos nocturnos y veranos que se recuerdan sin esfuerzo.

Algunas noches no pasan a la historia por lo extraordinario, sino por lo compartido. Porque la vida, al final, no es más que eso: reconocer una canción en mitad del paseo, cantarla sin pudor y seguir caminando, un poco más jóvenes, hacia una cena que sabe mejor cuando el alma también está de vacaciones.

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