Compramos décimos de la Lotería de Navidad como quien siembra supersticiones. No es un acto racional: es casi un ritual ancestral. En Agosto, en chanclas, sudados y felices, vemos el cartel de “¿Y si toca aquí?” en la calle principal de Lanjarón o en una administración del centro comercial de Mojácar y pensamos: “Por si acaso”. Y ahí empieza todo. Un décimo en Garrucha, otro en Almería, uno más en el pueblo donde veranea el primo segundo de tu cuñado. No vaya a ser que el Gordo tenga GPS y nosotros nos quedemos fuera del mapa.
Desde entonces, vivimos seis meses con una vaga sensación de riqueza latente. No somos ricos, pero podríamos serlo. Esa posibilidad, mínima, microscópica, estadísticamente cruel, nos mantiene ilusionados. Sabemos que hay más probabilidades de que te caiga un piano desde el quinto piso de tu casa que de que te toque el Gordo (y eso que el tarugo de tu vecino ni tiene piano)… pero oye, pianos no hemos visto caer muchos, ¿verdad?
Llega diciembre y los décimos aparecen por casa como si se reprodujeran solos: en la cartera, en el cajón de los calcetines, dentro de un libro que dejamos a medias, en la guantera del coche. Los compartidos son los más peligrosos: “Este es con los del trabajo”, “este con fulano”, “este con el bar”. Y ahí empieza la verdadera angustia: que toque uno que tú no llevas, pero podrías haber llevado.
El día 22 escuchamos a los niños de San Ildefonso con una atención que no prestamos ni a las noticias importantes. Cada número cantado es una pequeña decepción educada: “No pasa nada, quedan muchos premios”. Y mientras, soñamos. Soñamos fuerte. Qué haríamos si tocara: pagar deudas, cambiar de coche (pero sin ostentar), dejar el trabajo “un tiempo”, ayudar a la familia, viajar, vivir mejor… y, por supuesto, repetir mil veces: “Yo no cambiaría, seguiría siendo el mismo”. Mentira piadosa número uno del premiado imaginario.
Y luego, casi siempre, no toca. O toca lo justo para decir “bueno, recuperamos”. Se guarda el décimo como recuerdo, se suspira y se sigue adelante. Y ahí, en ese momento exacto, cuando el mundo no se ha derrumbado, cuando seguimos teniendo café en cápsula, gente a la que llamar, una casa pagada con el sudor de tus cojones, una risa cercana, es cuando conviene recordar algo importante: que la vida que tenemos hoy, con sus rutinas, sus pequeñas alegrías y sus imperfecciones, ya es, en muchos aspectos, un premio mayor.
La lotería está bien: ilusiona, une, da conversación. Pero no debería hacernos olvidar que lo verdaderamente valioso no depende de un bombo, ni de una probabilidad ridícula. Porque hay riquezas que no se compran con ningún décimo: el tiempo compartido, la tranquilidad, la dignidad, el cariño sincero. Y esas, por suerte, no se sortean. Esas, si sabemos verlas, ya nos han tocado.

No hay comentarios:
Publicar un comentario