No necesito cerrar los ojos para ver a mi padre, agachado en el suelo del salón, mostrándome con infinita paciencia cómo funcionaba aquel prodigio que hoy parecería prehistórico, pero que para mí fue un salto a otro mundo. Un coche teledirigido. ¡Nada menos! El mando tenía solo dos funciones: si apretabas el botón, el coche iba hacia delante; si lo soltabas, giraba. Y eso era todo. Pero para mis ojos de niño aquello era tecnología punta, pura ciencia ficción. Yo veía en él la libertad de conducir sin carné, de explorar sin límites, de tener el control de algo que obedecía solo a mí.
He conservado ese coche durante toda mi vida, como quien guarda un pequeño trozo de su alma. Y no solo el coche: también la caja, ya deslucida y con las esquinas vencidas por el tiempo, pero aún con la foto de Santi Rico, aquel chaval de sonrisa limpia que salía en los anuncios de la marca juguetera. Aún conservo el libreto de instrucciones, breve y directo, y la garantía, amarillenta ya, como un documento de otra época.
Durante años, alguna que otra persona me insinuó que lo tirara. Que ocupaba espacio. Que era una reliquia sin utilidad. Pero jamás tuve la más mínima intención de hacerlo. ¿Cómo deshacerse de algo que encierra tanto? ¿Cómo renunciar a un recuerdo que tiene forma, peso y hasta olor?
Ese coche es más que un juguete. Es una cápsula del tiempo. Un espejo en el que se refleja aquel niño que fui, con los ojos abiertos como faros y el corazón aún sin heridas. Es un puente a la infancia, ese lugar que, por más que lo intentemos, nunca se puede recuperar del todo. Solo se visita a través de objetos como este, o de canciones, o de olores, o de ciertas luces de las tardes de verano.
Y es también, sobre todo, una presencia. Porque cuando lo saco de su caja y lo sostengo entre las manos, no estoy solo. Está mi padre, conmigo, aunque ya no esté. Escucho su voz, paciente y suave, explicándome cómo funciona. Siento su mano guiándome. Veo su sonrisa mientras yo daba vueltas por la vieja casa de Santa Catalina
con mi nuevo tesoro. A veces la nostalgia no viene sola; viene con nombres, con ausencias que duelen pero también abrigan.
Gracias, papá, por tanto. Por el coche, sí. Pero también por todo lo que no cabe en una caja.
Gracias por los gestos pequeños que se hicieron eternos.
Gracias por seguir acompañándome, de alguna manera, cada vez que me asomo a aquel niño que aún habita en mí.