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14.7.25

Pedro José, Jesucristo y los Modern Talking (Basado, o eso creo, en hechos reales)




Todos los veranos son, en realidad, el mismo verano. Pese al calendario y sus hojas exactas, cada regreso al estío es también, de alguna manera, un regreso, más íntimo y secreto, a aquellos veranos que nos marcaron con una huella de sol en la memoria. Basta con que el aire huela a brea caliente o que un ventilador gire con su monótona letanía para que algo en nosotros, una brizna de nostalgia, una canción antigua, una piel morena recién salida del agua, se active y nos devuelva al lugar en que fuimos más intensamente nosotros mismos.

Porque el verano, más que una estación, es un estado del alma. Y no todos los veranos dejan huella, pero hay algunos, a veces uno solo basta, que se quedan a vivir en nosotros para siempre. Ese verano en que nos enamoramos sin remedio. Aquel en que descubrimos el vértigo de la libertad. O el que nos cambió sin que nos diéramos cuenta, y al final del cual ya éramos otros.

Esta pequeña  historia nace de uno de esos veranos. De uno de esos regresos. De una estación concreta, pero también de un tiempo suspendido, como atrapado en ámbar. Tú, si quieres, puedes seguir leyendo. Pero que sepas que, al hacerlo, no sólo entras en una historia ajena. Entras tal vez, también, en tu propio recuerdo.

Era el verano de 1998 y España andaba en una especie de resaca optimista. Habían pasado seis años de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la Expo de Sevilla, y aunque ya nadie hablaba del “milagro español”, sí se respiraba una mezcla extraña de entusiasmo económico y hartazgo institucional. José María Aznar gobernaba con mayoría absoluta, hablaba inglés regular y prometía modernidad en traje gris. La palabra “burbuja” aún no se usaba fuera de los telediarios, pero los ladrillos ya crujían bajo los cimientos del país.

La juventud española vivía entre los ecos del grunge y los primeros beats del bakalao tardío. El teléfono móvil era un Nokia 5110, las cabinas aún servían para algo, y los SMS costaban lo suyo, así que la comunicación con las chicas del pueblo seguía siendo presencial o por carta (o por colega interpuesto).

El país crecía económicamente, pero lo hacía a trompicones: la corrupción ya asomaba por las esquinas, aunque aún se decía bajito, y los tertulianos no tenían Twitter, pero ya estaban calentando en las sobremesas. En las teles reinaba Telecinco, los resúmenes de Tour de Francia y las reposiciones de Verano Azul o El príncipe de Bel air. Y en Extremadura…

Extremadura, mientras tanto, seguía como siempre, con su calor de horno de leña, su sombra de acacia junto a los casinas del pueblo, y esa mezcla mágica de resignación, orgullo y retranca. La región todavía arrastraba cifras de paro más altas que el resto del país. Pero eso no impedía que los pueblos se llenaran cada verano de hijos pródigos que volvían de Madrid, Barcelona, el País Vasco o Alemania para pasar las fiestas patronales.

El campo extremeño resistía, los jornaleros se quejaban del precio de la uva y los tomates, y los jóvenes, esos que no se habían ido, se refugiaban en las gasolineras abiertas 24 horas, en los botellones en caminos de tierra, y en los bares donde se ponía desde Extremoduro hasta Camela sin pudor ni ironía.

La política regional estaba dominada por Juan Carlos Rodríguez Ibarra, presidente de la Junta desde 1983, que ejercía como una mezcla de maestro rural, gurú socialista y polemista de bar. Los planes de desarrollo se anunciaban con nombres rimbombantes, pero los pueblos seguían con consultorios cerrados a partir del mediodía y con los colegios públicos perdiendo alumnos a chorros.

Y sin embargo, no faltaban las verbenas. Las ferias de los pueblos eran el gran evento del verano: orquestas con nombres como Eclipse o Los de Proserpina, puestos de churros, tómbolas de peluches imposibles y garitos donde aún se bailaban pasodobles, aunque ya se colaban los acordes de la Ruta del Bakalao. En ese caldo de cultivo, entre olor a albero, cerveza caliente y cochecitos de choque, se gestaban historias absurdas, tiernas, torpes y entrañables. 

En aquel comienzo de septiembre de 1998, en Montijo, ese fin de semana, no quedaba rastro de los días laborables: la feria lo cubría todo con ese barniz de desenfreno donde la resaca es apenas una consecuencia lejana, como las facturas de octubre. Los amigos, José, Pedro, David y Alberto, llegaban con la piel tostada por el sol y el hígado ya algo resentido por un verano que había sido una gira improvisada por las fiestas de media Extremadura. Las de Almendralejo aún palpitaban en su memoria como una cicatriz reciente y gloriosa: alcohol variado, música machacona, chicas que olían a bruma de colonia y sudor dulce, y una noche que ninguno logró olvidar del todo, aunque tampoco lograban recordarla del todo bien.

Aquella noche de Montijo prometía cerrar el verano como se cierran los buenos libros: con una carcajada y una punzada en el pecho.

Todo comenzó, como siempre, en la explanada. Botellón previo entre coches aparcados en ángulo extraño, litronas sudando sobre el capó de un Renault 19 gris y vasos de plástico que crujían como grillos al pisarlos. Fue allí donde conocieron a cuatro chicas gallegas de paso. No recordaban exactamente de dónde eran, ¿Ferrol?, ¿Lugo?, ¿algún pueblo con nombre de piedra o de río?,  pero hablaban rápido y reían más rápido aún, y eso bastaba. Se intercambiaron nombres, cigarros, tragos y promesas de verse dentro “en la caseta grande, al lao de los coches de choque”.

Entraron al recinto ferial con esa mezcla de alegría y mareo que da un botellón en regla. Era una noche calurosa, espesa, como si la humedad se hubiera emborrachado también. Las casetas hervían con los sonidos de aquel verano: En una, “Mambo No. 5” de Lou Bega hacía que hasta los más torpes meneasen el esqueleto como podían. En otra, una voz robótica anunciaba el futuro: “Do you believe in life after love?” cantaba Cher, y los altavoces escupían auto-tune como si fuese magia. A Pedro le encantaba ese tema, aunque no lo reconociera. Decía que le recordaba a una ex que nunca había tenido.

En una caseta más al fondo sonaba “Ray of Light” de Madonna, mezclada a volumen criminal con “Blue (Da Ba Dee)” de Eiffel 65. Todo era confusión, ruido, felicidad sudorosa. Unos chicos se marcaban una coreografía improvisada con “Everybody (Backstreet’s Back)”, mientras otros tarareaban el estribillo de “La copa de la vida” de Ricky Martin entre litronas.

 David, empeñado en ir a contracorriente como un salmón tecnopop, recorría cada caseta con el mismo ruego:

—¿Me puedes poner el “You are my heart, you are my soul” versión del 98? ¡De Modern Talking!

Nadie le hacía caso. Uno le dijo que eso no era música para feria. Otro directamente le mandó a bailar a la verbena de los jubilados. Pero David no cejaba: era un caballero en su cruzada.

Entre risas, luces de neón y colisiones hormonales, surgió una pequeña anécdota con las gallegas: Pedro, siempre el más cauto con las palabras pero el más valiente con las miradas, terminó bailando con una tal Lorena (o Laura... o ¿Lucía?) que le plantó un beso que olía a piruleta de fresa, justo antes de desaparecer tras su grupo con un “¡nos vemos ahora!” que nunca se cumplió.

Hubo un pequeño conato de pelea cuando José, en su entusiasmo por pedir fuego, acabó metiendo sin querer la mano en el escote de una chica de peinado imposible. Su novio, un armario ropero con cara de querer cobrar peaje por respirar cerca de él, se puso tenso. Pero Alberto, con hábil diplomacia con cuatro rones en la sangre, logró mediar usando su gran frase mágica: “No hay que discutir, hombre. ¡Hay para todos!”

Y cómo olvidar el encuentro con Los de La Garrovilla. Siempre estaban. Eran como una cofradía ambulante, liderados por aquel muchacho que parecía sacado directamente de un vitral: pelo largo, barba descuidada, túnica mental. Le llamaban “Jesucristo”, aunque se llamaba Miguel, y los demás, Tomás, Juan, Mateo y el bajito que nadie recordaba cómo se llamaba, lo seguían con devoción de mártires con litrona. Se saludaban con un gesto de cabeza, como los pistoleros en una taberna del oeste.

A eso de las cinco, cuando el alma pide carne y el estómago amenaza con huelga, a David le entró un hambre asesina. Pero ya no le quedaba ni una peseta. Se plantó delante de un puesto de hamburguesas, observando fijamente al dueño calvo y sudoroso que tenía un aire innegable a Pedro José, aquel mítico mediocampista del Extremadura.

—¡Pedro Joseeeeeee! ¡Invítame a una hamburguesa, que tengo hambre y tú sabes lo que es luchar en campos difíciles! —gritaba una y otra vez, como si estuviera en el Francisco de la Hera.

—¡Pedro Joséeeeeeeeeeeeeee! —gritó, alzando los brazos como si acabara de marcar en el descuento.

El hombre lo miró por encima de las cejas. Silencio. David no se achantó.

—¡Hazlo por Almendralejo, por los ascensos! ¡Invítame a una hamburguesa, que estoy tieso y tú sabes lo que es pelear con el estómago vacío!

El calvo seguía en silencio, removiendo cebolla con resignación. Pero David insistía, ya convertido en espectáculo:

—¡Pedro José, tío! ¡Tú hiciste un doblete contra el Compostela y ahora me niegas una con queso! ¡Así no se trata a la afición!

El pobre hombre resopló y siguió sirviendo sin levantar la vista. Pero David se quedó allí, plantado como un hooligan de la nostalgia, recitando los “logros” de su nuevo héroe culinario:

—¡Ese balón que robaste en el 93 en el minuto 89! ¡Yo lo vi! ¡Yo estaba allí! ¡Tú eras el pulmón de ese equipo! ¡Hazme una de lomo, leyenda!

Los chavales alrededor se partían de risa. Algunos empezaron a corear:

—¡Pedro José, Pedro José!

Uno de esos chavales del grupo, que se llamaba Manolo pero se hacía llamar “El Waka”, se acercó al puesto riendo como un aspersor loco:


—¡Tú pídele también una con cebolla caramelizada, que Pedro José siempre la ponía así en los córners del 97!

La risa se expandía como una mancha de aceite. El calvo, que claramente no era Pedro José, pero que ya no podía librarse del personaje,
comenzó a resignarse a su papel. Se colocó una servilleta en el antebrazo como si fuera camarero de estrella Michelin y dijo:

—¿Y a ti qué te pongo, fenómeno? ¿Un bocata de ascenso directo o de promoción?

Y ahí estaba David, ya abrazado al poste del puesto como si fuera el banderín de córner, con los ojos brillosos, delirando de hambre y cariño por el Extremadura de antaño.

Alberto, Pedro y José llegaron alertados por el jaleo. Cuando lo vieron, con la cara desencajada y el estómago rugiendo como un león flamenco, decidieron apiadarse de él.

—Por favor, dijo Pedro al vendedor. Póngale una con todo. Lo que cueste, pero que se calle ya.

El hombre, en silencio, sirvió la hamburguesa como quien da limosna a un loco simpático.

David, al recibirla, la miró como si fuera el Santo Grial. Le dio un bocado monumental y, con la boca llena, se giró hacia el hombre y dijo:

—Gracias, Pedro José. Aún estás en forma.

El calvo no respondió. Pero se le escapó una media sonrisa, torcida y cansada.

Y David, feliz, se sentó en la acera a comer, con la frente sudada, los ojos rojos y el corazón lleno.

Y entonces, justo cuando David engullía su milagro en pan con hamburguesa, queso, cebolla, lechuga, bacon, mayonesa y ketchup pareció entre la penumbra de la feria ÉL.

“Jesucristo” de La Garrovilla.

Vestía como siempre: camiseta sin mangas desteñida, pantalones vaqueros deshilachados y sandalias de cuero curtido por las ferias. Llevaba una maceta de kalimotxo casi vacía en una mano, como un cetro de reyes errantes, y con la otra saludaba a la peña como si bendijera. Su entrada fue gloriosa, iluminada por el neón morado de una caseta de música tecno suave y el humo graso de los puestos de gofres. Se acercó al tumulto que rodeaba a David y al supuesto Pedro José con su calma mesiánica.

—¿Qué pasa, campeones? ¿Aquí repartiendo pan y milagros?

—¡Jesucristo! —gritó uno.

—¡El Mesías de La Garrovilla! —gritó otro.

Y él, sonriendo con la sabiduría de los que ya lo han visto todo (dos veces), se plantó frente al puesto, miró al cocinero a los ojos y soltó:

—A mí ponme una sin carne. Pero con todo lo demás.

—¿Y eso cómo es?

—Espiritual —respondió, serio. Y luego soltó una carcajada sonora, vieja, hermosa.

Se sentó al lado de David, que devoraba su hamburguesa con la devoción de quien cree en los milagros grasientos, y le ofreció un trago de su maceta.

—¿Y tú qué? —le dijo—. ¿Sigues soñando con ascensos imposibles?

David tragó y respondió:

—No. Ahora sueño con que me vuelva a tocar una hamburguesa como esta. Con eso me vale.

“Jesucristo” asintió como quien escucha una gran verdad y se quedó mirando al cielo sucio de luces y farolillos como si esperara una señal. Entonces dijo, sin mirar a nadie:

—No hay verano como el último que aún no sabes que fue el último.

Y en ese momento, aunque nadie lo supo entonces, ese fue el instante exacto en que la feria alcanzó su punto álgido. No fue el beso, ni el baile, ni el petardazo final. Fue esa frase, dicha por un tipo que parecía una aparición, mientras el aire olía a cebolla y sudor, y los años aún no pesaban

Fue, según David repetiría después durante años, “la mejor hamburguesa de mi vida, y la única que me ha dado un futbolista profesional”.

El sol ya asomaba tímido cuando salieron del recinto. Algunos se habían quedado por el camino. José ligó con una chica de Cañamero y se fue con ella a ver las estrellas (o eso dijo). Pedro se quedó hablando con una de las gallegas sobre Camarón y las meigas. David devoraba su hamburguesa como quien encuentra agua en el desierto. Y Alberto, más sobrio de lo habitual, se quedó en el banco mirando cómo la feria comenzaba a morir, con los feriantes desmontando cacharros y las luces apagándose poco a poco.

Volvieron al coche caminando, sin música, sin risas ya, solo el sonido de sus pasos cansados sobre la grava. El aire era fresco y olía a fin. A fin del verano. A fin de algo más que no sabían nombrar. Tenían algo más de veinte años y todo el mundo por delante, pero esa noche, en la carretera de regreso, sabían que ya no habría otra igual.

Hay noches que no buscan ser épicas, pero lo terminan siendo por puro accidente. No por lo que se consigue, sino por lo que se siente. Por cómo se ríe uno. Por lo mucho que se olvida el mañana.

Aquella feria de Montijo en septiembre del 98 no fue una revolución ni un punto de inflexión en la historia de nadie. Pero fue una estampa imborrable de lo que significa tener algo más de veinte años, los bolsillos al final de la noche, vacíos y el alma llena. Fue vida pura, sudor de cubatas, chicas que se desvanecen entre casetas, promesas que solo duran hasta el amanecer y un hambre feroz que terminó en milagro.

Porque en realidad no era Pedro José quien servía hamburguesas esa noche. Pero daba igual. Porque nosotros sí éramos esos tipos. Los que gritaban, bailaban, tropezaban, se enamoraban por media hora y creían, aunque no lo dijeran, que esa felicidad era invencible.

Ahora miramos atrás y no sabemos qué fue de las gallegas, ni del tipo de La Garrovilla calcadito a Jesucristo, ni del calvo del puesto de hamburguesas. Pero sabemos que estuvimos allí. Y que lo vivido, por absurdo, gamberro o borroso que fuera, nos pertenece para siempre.

Esa fue nuestra última gran feria. La última antes de que empezaran los lunes de verdad.

Y quizá por eso… aún nos reímos al recordarla. Aunque sea con un poco de hambre en el alma.


Pasaron los años como se escapa la espuma de la cerveza en vaso de plástico: deprisa, sin hacer ruido, y dejando un regusto raro. De aquel verano del 98 ya nadie hablaba, salvo cuando salía algun CD viejo en una mudanza, o alguien soltaba eso de “¿os acordáis del tío aquel de La Garrovilla, el que era igualito que Jesucristo?”.

Jose, ahora trabajaba como administrativo en el hospital de Mérida. Su mesa estaba junto a una ventana sin vistas, desde la que apenas se adivinaban las ambulancias cuando llegaban con sirena y polvo. Pasaba los días entre partes de ingreso, sellos de goma y programas informáticos con nombres en inglés.

Era un jueves por la mañana, de esos en los que el aire acondicionado no funciona y los pasillos huelen a lejía y desayuno recalentado. José hojeaba unos  folios cuando lo vio entrar.

Pelo largo, algo encanecido. Barba recortada, pero aún con ese punto mesiánico. Una bolsa de tela colgando del hombro y una camiseta floja con un sol desgastado en el pecho. Caminaba despacio, con la cabeza alta y los ojos tranquilos. Era él. Jesucristo. El de La Garrovilla.

Veinticinco años después y seguía teniendo el mismo aura: entre místico de plaza de pueblo y cantautor de bar canalla. Quizá ya no bajaba del cielo ni recitaba versos de Extremoduro, pero algo en él seguía flotando como en los viejos tiempos.

Jose no dijo nada. Solo lo miró. Y cuando el otro pasó por su lado, sin prisa, le hizo un gesto leve con la cabeza. Uno de esos saludos antiguos, secos, con historia. Como los pistoleros en los salones del oeste, antes de sacar la guitarra o el revolver.

El "Jesucristo" de La Garrovilla lo vio. Sonrió sin mostrar los dientes. Y respondió con el mismo gesto: una leve inclinación, sin palabras, cargada de memoria.

Ni falta que hacían las palabras.

En aquel instante, por un segundo, la feria volvió entera a la cabeza de Jose: la hamburguesa de Pedro José, los coches de choque, los Modern Talking 98 con resaca, y la certeza de que los veranos verdaderos solo existen cuando uno tiene algo más de veinte años y no hay futuro inmediato más allá del lunes siguiente.

Después, la vida siguió su turno. Pero el gesto quedó.

Como quedan los veranos de antes: en silencio, pero clavados.



11.7.25

Luces en la memoria: el enigma de Manises y la nostalgia del misterio


Desde muy joven, los misterios del cielo me han seducido con una mezcla de inquietud y asombro. Recuerdo con nitidez aquellas tardes de verano a mediados de los años 80, encerrado en mi habitación mientras el calor se colaba por las persianas, devorando las páginas de Ovni: S.O.S. a la humanidad o El incidente Manises de J.J. Benítez. Libros que olían a tinta y a secreto. Fue entonces, en esa época de descubrimientos y certezas tambaleantes, cuando el caso Manises se alojó en mi memoria como uno de los episodios más intrigantes de la ufología española. Y aún hoy, tantos años después, me sigue pareciendo un enigma fascinante, como si las luces que aquella noche surcaron el cielo hubieran dejado una estela también en el tiempo.

Todo ocurrió el 11 de noviembre de 1979. Un domingo aparentemente anodino. El vuelo comercial TAE-297, procedente de Salzburgo con escala en Palma de Mallorca y destino final en las Islas Canarias, surcaba la oscuridad del cielo mediterráneo. Cuando se encontraba al suroeste de Ibiza, el mecánico de vuelo advirtió la presencia de dos luces rojas intensas a gran distancia por la izquierda del aparato. Eran dos puntos fijos, potentes, sin estructura aparente. Parecían moverse, o al menos eso interpretó la tripulación, y sobre todo, parecían acercarse.

Desde tierra, el Centro de Control de Barcelona confirmó que no había ningún otro aparato en las cercanías. Eso hizo saltar todas las alarmas. El comandante, desconcertado y ante la posibilidad de una colisión inminente con aquello que no tenía nombre, solicitó autorización para aterrizar de emergencia en Valencia. Aterrizaron en Manises, con la tensión colgando en el aire como un relámpago suspendido.

Pero la historia no acabó con el aterrizaje.

Varios testigos en tierra, personal del aeropuerto, militares en la base aérea, también vieron luces extrañas en el cielo. Había algo allá arriba, ajeno y silencioso. A la 1:20 de la madrugada, el Mando de Combate dio la orden: un Mirage F-1 despegó desde la base aérea de Los Llanos, en Albacete. Su misión: identificar el “tráfico desconocido”.

El piloto del caza detectó varias luces en la distancia, pero por mucho que acelerara, por mucho que maniobrara, nunca logró reducir la distancia entre él y el fenómeno. Como si las luces jugaran con él desde otro plano, burlonas e inalcanzables. Además, el Mirage sufrió interferencias en la radio y bloqueos intermitentes en sus sistemas de alerta, como si una mano invisible lo estuviera empujando hacia la incertidumbre. Tras más de una hora de persecución sin éxito, con el depósito casi vacío, regresó a la base.

¿Qué se vio realmente aquella noche?

Oficialmente, nada tangible. No hubo detecciones en radar, ni en tierra ni en aire. Nadie vio una nave. Solo luces. Pero esas luces alteraron el protocolo aéreo, movilizaron un caza de combate y dejaron en el aire más preguntas que respuestas. El expediente, desclasificado en 1994, es cauteloso: no hubo tráfico aéreo, sino luces “de dudosa identificación”.

Lo verdaderamente inquietante no es lo que se vio, sino cómo lo vimos. Porque como bien decía el psicólogo Buckhout, incluso los observadores más entrenados pueden fallar bajo presión. Nuestra mente interpreta, completa, rellena huecos con lo que espera ver. En la tensión del cielo nocturno, dos luces lejanas pueden convertirse en presencias que acechan. El piloto del Mirage, al igual que la tripulación del vuelo comercial, interpretó la amenaza. Pero... ¿existía?

El caso Manises sigue envuelto en una niebla racional y emocional. Algunos afirman que fue un simple cúmulo de errores: luces lejanas, planetas, estrellas confundidas, quizás los resplandores de la refinería de Escombreras. Otros, entre los que me incluyo por puro romanticismo del misterio, no podemos evitar pensar que algo nos visitó aquella noche. Algo que no entendemos. Algo que, como tantos otros fenómenos, se mueve en el filo donde acaba la ciencia y comienza el asombro.

Y es ahí, en ese espacio indefinido, donde habita el caso Manises. Un capítulo que no se cierra, que se resiste al archivo, y que sigue brillando, como aquellas luces sobre Ibiza, en la oscuridad.

A veces pienso que el caso Manises no me fascina tanto por lo que sucedió en el cielo aquella noche de 1979, sino por lo que encendió en mí años después, cuando era un chaval que hojeaba con devoción los libros de J.J. Benítez bajo la luz temblorosa de una lámpara de escritorio. Aquellos tomos de tapa blanda, con fotos borrosas de luces en el cielo y testimonios llenos de pasmo, no solo alimentaban mi imaginación: eran una ventana a un universo paralelo, donde lo imposible parecía posible y donde el mundo aún conservaba rincones sin cartografiar.

Eran tiempos sin internet, sin respuestas inmediatas ni explicaciones al alcance de un clic. Todo lo que sabíamos venía del boca a boca, de algún programa nocturno en la radio o de esos libros que parecían escritos para iniciarnos en una hermandad secreta del asombro. Había algo sagrado en creer, o al menos en permitirse dudar de lo establecido. Algo que hoy, en esta era de escepticismo exprés y certezas tecnológicas, echo profundamente de menos.

El caso Manises es, para mí, mucho más que un incidente aéreo. Es una madeja de misterio, pero también una cápsula del tiempo: una de esas primeras puertas que se abren cuando uno empieza a mirar el mundo con la intuición de que hay más de lo que se ve. Y, aunque el adulto que soy haya aprendido a valorar el escepticismo, el niño que fui, aquel que soñaba con luces inexplicables y cielos llenos de secretos, 
aún sigue creyendo, al menos un poco, que aquella noche pasó algo que nadie ha sabido explicar del todo.


Quizá, después de todo, ese sea el verdadero poder de estos casos: no resolver ningún enigma, sino conservar viva la capacidad de asombro. Como una luz lejana que nunca logramos alcanzar, pero que nos obliga a seguir mirando hacia arriba.

7.7.25

El Mercedes Radio control de Rico

Debe de tener cerca de cincuenta años, pero me acuerdo como si fuera ayer del día que me lo regalaron mis padres por Reyes. Aquel amanecer de ilusión, en una casa que ya no existe, o al menos no como era entonces, sigue tan vivo en mi memoria como si pudiera volver a él con solo desearlo.

No necesito cerrar los ojos para ver a mi padre, agachado en el suelo del salón, mostrándome con infinita paciencia cómo funcionaba aquel prodigio que hoy parecería prehistórico, pero que para mí fue un salto a otro mundo. Un coche teledirigido. ¡Nada menos! El mando tenía solo dos funciones: si apretabas el botón, el coche iba hacia delante; si lo soltabas, giraba. Y eso era todo. Pero para mis ojos de niño aquello era tecnología punta, pura ciencia ficción. Yo veía en él la libertad de conducir sin carné, de explorar sin límites, de tener el control de algo que obedecía solo a mí.

He conservado ese coche durante toda mi vida, como quien guarda un pequeño trozo de su alma. Y no solo el coche: también la caja, ya deslucida y con las esquinas vencidas por el tiempo, pero aún con la foto de Santi Rico, aquel chaval de sonrisa limpia que salía en los anuncios de la marca juguetera. Aún conservo el libreto de instrucciones, breve y directo, y la garantía, amarillenta ya, como un documento de otra época.

Durante años, alguna que otra persona me insinuó que lo tirara. Que ocupaba espacio. Que era una reliquia sin utilidad. Pero jamás tuve la más mínima intención de hacerlo. ¿Cómo deshacerse de algo que encierra tanto? ¿Cómo renunciar a un recuerdo que tiene forma, peso y hasta olor?

Ese coche es más que un juguete. Es una cápsula del tiempo. Un espejo en el que se refleja aquel niño que fui, con los ojos abiertos como faros y el corazón aún sin heridas. Es un puente a la infancia, ese lugar que, por más que lo intentemos, nunca se puede recuperar del todo. Solo se visita a través de objetos como este, o de canciones, o de olores, o de ciertas luces de las tardes de verano.

Y es también, sobre todo, una presencia. Porque cuando lo saco de su caja y lo sostengo entre las manos, no estoy solo. Está mi padre, conmigo, aunque ya no esté. Escucho su voz, paciente y suave, explicándome cómo funciona. Siento su mano guiándome. Veo su sonrisa mientras yo daba vueltas por la vieja casa de Santa Catalina
con mi nuevo tesoro. A veces la nostalgia no viene sola; viene con nombres, con ausencias que duelen pero también abrigan.

Gracias, papá, por tanto. Por el coche, sí. Pero también por todo lo que no cabe en una caja.
Gracias por los gestos pequeños que se hicieron eternos.
Gracias por seguir acompañándome, de alguna manera, cada vez que me asomo a aquel niño que aún habita en mí.



1.7.25

Sombras de infancia en la arena de Bolonia

En el vasto entramado de la existencia, entre miles de rostros y caminos cruzados, rara vez aparece alguien capaz de escuchar el susurro oculto de nuestro espíritu. No es una cuestión de palabras pronunciadas ni de gestos evidentes, sino de una sintonía silenciosa que traspasa la superficie y alcanza las profundidades más recónditas de nuestro ser. Encontrar a esa alma afín es un regalo tan escaso como precioso, un instante suspendido en el tiempo donde se disuelven las barreras y el entendimiento se torna absoluto.

Así, cuando Blanca me dijo que iríamos a El Puerto de Santa María, esperaba un puente del doce de octubre tranquilo, envuelto en la familiaridad de un destino cercano y algo conocido. Pero justo cuando nos acercábamos, con el murmullo del mar y el sol acariciando el horizonte, me susurró al oído que siguiéramos en dirección a Bolonia, en Cádiz, ese rincón vacacional de mi infancia, ese lugar al que se aferran tantos de mis recuerdos más puros y entrañables.

La sorpresa me alcanzó como la brisa fresca del mar, y pronto nos encontramos aparcando junto al Hostal Ríos, con la vista puesta en las dunas, esas montañas de arena dorada que se alzan imponentes, cambiantes, vivas bajo el viento.  Era el alojamiento donde mi familia y yo nos alojamos en los veranos de los años 80. Entonces, éramos muchos, siempre riendo, con sombrillas mal plegadas, padres jóvenes aún, hermanos corriendo por el pasillo con las chanclas arrastradas y la sal pegada a la piel.

Ahora volvíamos. Pero la familia de entonces ya no estaba. Volver al Hostal Ríos era también una forma de regresar a ellos, de abrir una puerta cerrada durante demasiado tiempo. Nada más llegar y dejar las cosas en el bungalow, comenzamos una caminata lenta, casi reverente, ascendiendo con cuidado sobre la arena que se desliza bajo nuestros pies, sintiendo el calor que aún guarda la tierra tras el día, y el perfume salado que nos envuelve. Desde la cima, la vista se abre hacia un océano inmenso, donde el cielo se funde con el agua en un azul profundo y sin fin. Era como volver a un pasado que nunca se fue, una conexión entre ayer y hoy, un puente entre la infancia y el presente.

Durante ese paseo, recordé las tardes de verano de antaño, las risas que se perdían con el viento, y la libertad que sólo se siente cuando uno se sabe dueño del tiempo y del espacio. Blanca, a mi lado, parecía comprender sin palabras la emoción que me embargaba. La sencillez del momento nos bastaba. No hacía falta más para saber que algo raro y maravilloso estaba sucediendo: dos almas encontrando un lenguaje común más allá del ruido del mundo.

Más tarde, al atardecer, nos dirigimos hacia el "chorrito de la teja", un rincón casi secreto en aquellos años, donde la tierra y el agua dialogan en murmullos. Caminamos lentamente por senderos entre matorrales y rocas, mientras el sol se despedía pintando el cielo con tonos cálidos de naranja y rosa, iluminando las olas que rompían suavemente en la costa. Allí, sentados en silencio, contemplando ese paisaje efímero y eterno a la vez, comprendí que estos instantes son los que moldean la memoria y dan sentido a la vida. En la quietud compartida, en esa belleza simple y profunda, hallamos ese raro milagro del entendimiento mutuo, esa empatía que no exige explicaciones ni palabras.

Al caer la tarde, nos trasladamos a Tarifa, donde pasamos un par de noches envueltos en la brisa marina y el aroma a salitre. La ciudad, pequeña pero vibrante, con sus calles encaladas y su historia milenaria, nos ofreció un refugio para seguir explorando no sólo el paisaje, sino también esa conexión íntima que crecía entre nosotros. Paseamos por el puerto, observando los barcos mecerse con el ritmo pausado del mar, y nos perdimos por callejuelas donde el tiempo parecía detenerse.

Cada noche, bajo el manto estrellado de aquel cielo limpio, compartíamos conversaciones que rozaban el alma, momentos en que el ruido cotidiano quedaba lejos y sólo quedaba la esencia de lo que somos, despojada de máscaras y apariencias. Fue en Tarifa donde entendí, más que nunca, que encontrar a alguien con quien conectar en ese nivel es un don extraordinario, un refugio seguro en medio del caos del mundo.

La playa era un escenario de descubrimientos. La arena nos quemaba los pies y las olas nos recibían como viejas amigas. Pero había algo más: los toros. No como en los festejos, no encerrados en una plaza ni rodeados de griterío. Eran toros libres, que pastaban mansamente en las laderas y, en ocasiones, bajaban hasta la playa, cruzando la carretera sin miedo, dejando su silueta imponente recortada contra la espuma del mar. Aquello nos fascinaba y asustaba a partes iguales. Verlos allí, caminando junto a las dunas, era como si el mundo antiguo aún respirara entre nosotros.

Y luego estaban los pescadores. De madrugada, cuando aún no habíamos abierto los ojos, ellos ya faenaban con sus barcas encalladas en la orilla, desenredando las redes con manos curtidas. El murmullo de sus voces, la madera crujiendo bajo sus pies, se mezclaba con el ruido lejano de los cargueros, cuyas sirenas retumbaban desde la oscuridad del estrecho como voces de otro mundo.

Recordé que en aquéllos veranos de la infancia, a veces me despertaba en mitad de la noche, empapado en el sudor del agosto gaditano, y oía romper las olas. Era un sonido redondo, infinito, como el corazón del mar latiendo contra la orilla. Me asomaba a la ventana y veía, allá a lo lejos, las luces rojas y verdes de los barcos moviéndose como luciérnagas de hierro. Entonces me acurrucaba de nuevo, sabiendo que, aunque pasaran los años, ese ruido quedaría siempre en mí.

Las dunas de Bolonia se alzaban ante mí como un vasto desierto de oro vivo, donde cada grano de arena parecía susurrar historias antiguas al viento incansable que las moldea sin tregua. Caminando entre esas montañas efímeras, sentía cómo la arena tibia se deslizaba entre mis dedos, una caricia fugaz que el tiempo no podrá retener.

El horizonte se abre en un lienzo azul profundo, donde el océano Atlántico se funde con el cielo en un abrazo infinito. Las olas, eternas y poderosas, rompen con furia en la orilla blanca, como si quisieran reclamar cada palmo de arena que el viento le ha arrebatado. A lo lejos, el pueblo de Bolonia aparece dormido, con sus casas encaladas que parecen custodiar silenciosas las leyendas del mar y la tierra.

En lo alto de estas dunas, el mundo se hace pequeño y mis pensamientos se expanden con la inmensidad del paisaje. Aquí, el tiempo se diluye, y cada paso es un viaje a través de memorias guardadas en el aire salado, en el susurro del viento y en la eternidad del océano. Caminar por estas arenas es tocar lo intangible, sentir la vida que fluye en ciclos invisibles, y reencontrarme con aquella parte de mí que sólo el mar y el desierto conocen. En esa escapada, al volver a Bolonia, con otros pasos, con otros ojos, esas postales se despliegaron una a una. No necesitan explicación ni orden. Son mi herencia secreta. La memoria no necesita fechas, sólo emoción. Y Bolonia, siempre, la trae de vuelta.

El viento de levante en la playa de Bolonia era un susurro poderoso y antiguo, un aliento del mar que atravesaba las dunas con la fuerza de mil secretos desatados. Se colaba entre los cabellos de Blanca, haciendo que pareciera flotar, como si los hilos invisibles del aire la elevaran en un lento y delicado vuelo.

Era un viento que no golpeaba, sino que acariciaba con dedos etéreos, meciendo la arena y los pensamientos, dibujando en el aire figuras invisibles y melodías que sólo el alma puede escuchar. Levantaba los pliegues de su ropa como olas que bailan, y en sus ojos se reflejaba el azul profundo del cielo y el mar, un espejo donde el viento y ella se fundían en un mismo suspiro.

Aquel levante era un canto silencioso, un poema escrito en la brisa que envolvía la playa y a Blanca en un abrazo sutil, como si el mundo entero se hubiese detenido para contemplar su danza efímera con el viento, ligera, libre, suspendida en el instante eterno que sólo el levante sabe regalar.Sé por experiencia que, en la vida, sólo en contadísimas ocasiones hallamos a ese ser con quien podemos compartir no sólo nuestros pensamientos, sino también la esencia de nuestro ánimo, ese estado invisible y cambiante que muchas veces ni siquiera nosotros mismos entendemos. Es un milagro improbable, una suerte inesperada que escapa a la lógica de lo cotidiano. Muchos quizá parten de este mundo sin haberlo encontrado jamás.

Mientras caminábamos por aquellos senderos de arena y historia, rodeados de la belleza serena del lugar, sentí que ese encuentro, ese paseo inesperado hacia mi pasado, se convertía en un refugio secreto para el alma, un instante donde la verdad puede desplegarse sin máscaras ni artificios. Allí, en esa conexión silenciosa, el ruido del mundo se disolvía, y sólo quedaba la certeza de ser comprendido, acompañado y sentido.

Porque hallar a esa persona es encontrar un faro que ilumina incluso en las noches más oscuras, un vínculo que trasciende el tiempo y el espacio, como las huellas que dejamos en la arena, que la marea borra pero que el corazón conserva para siempre.


12.6.25

El Vampiro del túnel de Santa Catalina (basado en hechos reales)

 EL VAMPIRO DEL TÚNEL DE SANTA CATALINA

Mérida, verano de 1978.

España estaba en plena Transición, ese limbo extraño entre una dictadura que se resistía a morirse del todo y una democracia que aún no sabía andar sola. La Constitución todavía era un borrador lleno de tachones, y mientras algunos aprendían a decir “libertades civiles”, otros seguían diciendo “sí señor” por inercia.

En los pisos del barrio, se vivía con lo justo: una radio en la cocina, una televisión en blanco y negro con interferencias galácticas, y mucha resignación heredada. Los hombres trabajaban en la RENFE, en talleres, de peones de obra, en la fabrica de Corcho, en el Matadero, en Correos o en la Policía Nacional; las mujeres sostenían el mundo con fregonas, cazuelas, llevando a los niños a la es escuela y el resto de vecinos solían ser gente que hablaban demasiado y miraban mucho detrás de las cortinas.


En Santa Catalina, uno de los barrios más sencillos y vivos de Mérida, la vida transcurría entre el barro de las calles aún no asfaltadas, el humo de las cocinas, los pregones a gritos de los vendedores ambulantes, y los chismes que cruzaban las calles antes que el panadero o el repartidor de la bombona.

Santa Catalina se asentaba junto al río Albarregas, que entonces no era más que un cauce sin canalizar, plagado de juncos, botellas, y algún zapato sin dueño. Para los chavales, aquello era un paraíso: pasaban las tardes cazando ranas con botes oxidados y cañas de pescar improvisadas, chapoteando entre fango y basura como si fueran en busca del Dorado.

Dominando gran parte del paisaje se alzaba el acueducto de San Lázaro, una reliquia de piedra reutilizada a base de retales del antiguo acueducto romano. Los niños lo trepaban como si fuera un fuerte medieval, y los mayores lo miraban con orgullo silencioso, como quien contempla una herida antigua que aún aguanta en pie.

En 1978, la televisión tenía el mismo poder que la misa del domingo, pero con más audiencia. Dos cadenas, muchas reposiciones y una programación que podía pasar de un reportaje de pastores de Soria a un episodio de Dallas sin previo aviso.

Ese verano, Starsky y Hutch causaba furor entre los chavales del barrio. Dos polis americanos, coches veloces y mucha chaqueta de ante. Y una noche fatídica del mes julio, TVE emitió un capítulo de Starsky y Hutch que dejó una marca profunda en la mente de muchos. Se titulaba “El Vampiro” (Temporada 2, episodio 6), y narraba cómo los detectives investigaban una serie de asesinatos atribuidos a un hombre disfrazado de vampiro. El asesino tenía delirios, creía ser inmortal y atacaba a mujeres para beber su sangre. Todo ello enmarcado en una atmósfera más tenebrosa de lo habitual, con neblina artificial, colmillos postizos y un villano tan ridículo como inquietante.

La estética gótica del episodio, combinada con la inquietante figura del asesino, que se movía por los tejados y aparecía de la nada, caló en la mente de más de un espectador impresionable.

Todo empezó una noche calurosa de julio, cuando en casa de Doña Engracia, una humilde vivienda prefabricada de la desaparecida barriada de La Paz, el televisor en blanco y negro —un Inter de 14 pulgadas con mando a distancia atado con un cordón— sintonizaba TVE 1, y la cortina del salón ondeaba perezosa por la corriente de aire.

Serafín Morales, su hijo, tenía entonces 38 años y un bigote a medio salir. Había dejado hace poco un trabajo de peón municipal “por estrés emocional” (se cayó de un andamio bajito), y pasaba los días entre la siesta, las radios locales y los paseos hasta el bar de Ciriaco, donde pedía una Mirinda y echaba una ojeada al Marca y al Hoy.

Aquella noche la programación no prometía gran cosa: una reposición de Los camioneros, seguida de una película rumana con subtítulos que nadie leía. Pero después, como si los astros se alinearan, anunciaron:

 Y a continuación: Starsky y Hutch. Episodio titulado ‘El Vampiro’.

Serafín, que había sido aficionado a los cómics de Colmillo Blanco y Zarpa de Acero, se relamió. Puso los pies sobre una silla de mimbre, se sirvió un vaso de gaseosa Zasil con anís del mono, y se preparó para lo que él pensó que sería “otra de polis americanos persiguiendo melenudos”.

Pero lo que vio fue otra cosa.

En la pantalla, un hombre vestido de negro salía de las sombras, con la cara blanca, capa al viento y colmillos brillantes. Acechaba a mujeres solas, se movía como una sombra sobre los tejados, y hablaba como si viniera del más allá.

Serafín se quedó hipnotizado. No por el miedo, sino por la estética. Por el misterio. Por el dramatismo innecesario. Por ese aire de película de terror barato que, sin saber por qué, le dio una idea.

—¿Y si yo…? No, no… ¿y si yo salgo por las noches… así… pero en el túnel de Santa Catalina?

—¡Hombre! No para atacar a nadie. ¡Para dar ambiente!

A la mañana siguiente, pidió a su madre que no tirara la cortina vieja del cuarto de costura. La recortó, la dobló, le cosió una cuerdecita y se la probó frente al espejo del baño. Se miró y pensó:

—Parezco una mezcla entre Drácula y Superman de andar por casa.

Pero eso no lo detuvo. Al contrario. Sintió que los del barrio de Santa Catalina necesitaban algo así. Un susto, una leyenda, una historia que contar.

Y así, con una vieja capa, unos colmillos hechos con una cuchara partida por la mitad, y mucha, mucha ilusión…

el Vampiro del Túnel bajó por primera vez al paso ferroviario de Santa Catalina, justo cuando caía la noche y las primeras bicicletas pasaban de vuelta del río.

Primero fueron unos niños que volvían tarde a casa de jugar al fútbol los que aseguraron que una figura “negra y altísima” había salido del túnel haciendo ruidos de murciélago con flemas. Luego, Doña Remedios, vecina de la calle Ancha, dijo haber visto a “un ser con capa negra que levitaba por la calle como si fuera en patines invisibles”.

En menos de una semana, el barrio ardía de teorías:

—Dicen que el vampiro mide dos metros y medio.

—Que bebe sangre de perros callejeros.

—Que se esconde bajo el acueducto de día y por la noche se sube a los tejados.

Las madres no dejaban a los niños salir. Los padres empezaron a ir al bar en grupo. Y los chavales ideaban planes de defensa con ajos, tirachinas y crucifijos de plástico.

Una madrugada, el vampiro decidió plantarse en medio del túnel con los brazos en cruz, esperando volver a a asustar al grupo de chavales que solían volver tarde de jugar al fútbol.

Pero el destino quiso que pasara antes un camión de reparto de La Casera, que al verlo quieto, con capa y colmillos, frenó de golpe y volcó dos cajas de sifones.

El conductor, un Cacereño con mucha mili hecha, no se asustó, sino que le lanzó una botella de litro al grito de ¡Payaso!.

El vampiro huyó tropezando con su propia capa, y esa noche el túnel olía a gaseosa durante horas.

Otra noche, una señora del barrio, Doña Milagros, harta de escuchar las historias  de los sustos, decidió salir una noche a pasear con su perro Napoleón, un caniche nervioso que llevaba la correa como un lazo de lazo rosa.

El Vampiro, creyéndose en Transilvania, apareció entre unos matorrales con un “¡Blaaaaah!”. Pero Napoleón, lejos de asustarse, le saltó al pecho y le mordió la pantorrilla con una furia que solo dan los lazos rosas y los dueños rencorosos.

El “vampiro” corrió gritando, perseguido por el perro hasta que pudo esquivarlo. A la mañana siguiente, la noticia ya corría:

—¡Lo acojonó el caniche de Doña Milagros!

—Dicen que ahora le tiene miedo a los lacitos.

Pero el momento cumbre llegó una noche en que el señor Ciriaco,  carnicero de profesión y algo corto de vista, escuchó un ruido en lo alto del túnel al regresar a casa después de una dura jornada de trabajo. Al ver una figura negra correteando sobre él, no dudó: le lanzó una pata de jamón curado, gritando:

—¡Pa que vuelvas, demonio!

La figura tropezó, chilló con voz muy humana (“¡Ay mi lumbago!”), y salió corriendo sin elegancia sobrenatural alguna.

Eso ya no era un vampiro. Eso era alguien haciendo el ridículo.

Corría ya finales de septiembre de 1978. Las noches empezaban a enfriar, los chavales volvían al colegio con mochilas de cuero y cuadernos Rubio, y los sustos en el túnel de Santa Catalina eran ya una costumbre tan habitual como el sonido de la máquina del tren pasando por encima. Había quienes incluso cambiaban de ruta solo por no cruzarse con “aquello que volaba” bajo el acueducto de San Lázaro.

La leyenda crecía: que si medía dos metros y medio, que si hablaba en latín, que si lo había visto un municipal y se le cayó el gorro del susto. Lo que nadie sabía —salvo Doña Engracia— era que el monstruo en cuestión dormía hasta las once, se comía dos magdalenas para desayunar y planchaba su capa con cuidado los miércoles.

Pero los vecinos ya estaban hartos. A uno se le cayó la compra del susto, a otro se le escapó el perro, y una señora mayor acabó en el ambulatorio con un esguince de risa nerviosa.

Así que una noche, la Comisaría de Mérida, en coordinación con dos patrullas de barrio y un cabo llamado Gómez de los Reyes, decidió tenderle una trampa.

Montaron vigilancia desde un Simca 1200 sin distintivos, aparcado a la entrada del barrio, y uno de los agentes, disfrazado de paisano, se ofreció como cebo: se vistió con pantalones de campana y camisa estampada, e iba paseando con una barra de pan bajo el brazo como quien viene de la tienda.

Serafín, mientras tanto, ya estaba en su escondite habitual, una caseta abandonada de un guarda de la RENFE junto al puente, ultimando detalles. Esa noche llevaba una mejora en el disfraz: dos murciélagos de plástico colgados de un hilo de pesca, que pensaba hacer bajar en el momento justo.

Cuando el agente disfrazado cruzó el túnel, Serafín se deslizó entre las sombras, dejó caer los murciélagos y gritó con toda su alma:

—¡Sangreeeee…!

Pero no llegó a terminar la palabra. Tres linternas se encendieron de golpe.

—¡ALTO! ¡POLICÍA NACIONAL!

—¡QUIETO, VAMPIRO!

Serafín, con los nervios, tropezó con su propia capa y cayó redondo al suelo. Uno de los murciélagos se le quedó enganchado en la oreja.

Los agentes lo rodearon. Uno le apuntó con la linterna, y el cabo Gómez de los Reyes, sin poder evitar la risa, murmuró:

—¿Pero qué demonios es esto, hombre…?

Serafín, desde el suelo, con voz grave, dijo:

—¡No soy un peligro! ¡Solo quería hacer ambientación!

—¿Ambientación dice usted…? ¿Con una cortina y murciélagos de plástico?

Lo subieron al coche patrulla con suavidad. No opuso resistencia. Solo pidió que no le pisaran la capa. Uno de los agentes, para calmarlo, le dijo:

—Tranquilo, Drácula. Te llevamos al castillo… pero con radiadores.

Ya en comisaría, entre risas y confusión, se dictaminó que el autor de los sustos era un pobre diablo sin maldad, con más imaginación que sentido práctico.

Le cayeron una multa simbólica, un tirón de orejas de su madre doña Engracia, y el apodo que ya no lo abandonaría jamás: “El vampiro de Santa Catalina”.

El barrio volvió a la normalidad: los niños a sus ranas, los padres al dominó, y las madres a la ventana. El túnel ya solo daba miedo por la humedad y el olor a pis.

Y aunque España avanzaba hacia la modernidad con Constitución, democracia y copas europeas perdidas, en Santa Catalina seguía flotando la historia del hombre que quiso ser vampiro… y acabó perseguido, entre otras cosas, por un caniche y un jamón volador.

Porque si algo sabían los vecinos era esto:la realidad española siempre ha sido una mezcla de tragedia, comedia… y un poco de serie americana mal entendida.

Han pasado casi cincuenta años desde aquellas noches absurdas y gloriosas en el túnel ferroviario de Santa Catalina. El río Albarregas ya baja canalizado, el viejo túnel se remodeló años después  con nueva iluminación, y donde antes había zarzas, ahora hay chalets adosados, bancos de hormigón y placas solares.

Y Serafín Morales, aquel chaval casi cuarentón que se disfrazaba de vampiro con una cortina y colmillos de plástico, vive hoy en una residencia de mayores de Mérida.

Comparte habitación con un ex policía municipal, Don Hilario, con quien se lleva regular porque este le apaga la tele justo cuando están echando reposiciones de Curro Jiménez. Aun así, Serafín no se queja. Tiene lo justo: su pensión, una foto antigua en la mesilla, y un bastón con el que se pasea por el patio como si aún llevara la capa negra al viento.

Conserva algunos recuerdos:

– Una dentadura postiza adaptada con dos colmillitos que se pone para reír a las enfermeras.

– Una réplica de su capa original, hecha por una sobrina que se la regaló por su 80 cumpleaños.

– Y un viejo DVD con capítulos grabados de Starsky y Hutch, entre ellos “El Vampiro”, que ve al menos una vez al mes.

Cada vez que alguien nuevo llega a la residencia, él se presenta así:

—Serafín Morales, antiguo Conde de Santa Catalina. Cazador de sustos, especialista en niebla de brasero y vampiro jubilado.

A veces se lo creen. A veces no. Pero todos acaban riéndose cuando cuenta lo del jamón volador y lo del perro de Doña Milagros. 

Por las tardes se sienta junto al ventanal, y mirando hacia el horizonte de la ciudad, recuerda en silencio aquellas noches en las que creyó, con toda el alma, que asustar con una capa vieja era una forma de darle un poco de magia y emoción al barrio.

Y a veces, muy de vez en cuando, algún nieto de los vecinos le pide:

—Serafín, cuéntame otra vez lo del vampiro que se asustaba a la gente en los años 70

Y él sonríe, se ajusta la manta en las piernas, y empieza a contar… como si fuera la primera vez.


10.6.25

La leyenda del roba cubatas

 


Crónica en clave de misterio, alcohol y resaca generacional

Cuentan los veteranos de la noche Emeritense —los que sobrevivieron al siglo XX a base de botellón y Macetas de vino con limón — que hubo un tiempo, entre los años crepusculares de los 90 y los balbuceos tecnológicos del nuevo milenio, en que un espectro recorría los bares de Mérida. No era un alma en pena, ni un guardia civil fuera de servicio. Era... el roba cubatas.

Sí, así le llamaban: el roba cubatas. Con artículo definido y todo. Porque no había otro igual. No era un ladrón de carteras, ni un rompebragas de pista. No. Este personaje, cuya identidad sigue siendo un misterio envuelto en humo de tabaco y luces estroboscópicas, se dedicaba exclusivamente a sustraer bebidas
. Combinados, Cubatas, Copas a medio beber, a punto de tocar los labios de su legítimo dueño. Era como un ninja con resaca. Como un gato sigiloso con la mandíbula floja y mucha sed.

Todo comenzó, como comienzan las grandes leyendas, en el Dada, un pub de techos altos, iluminación cálida y baños que olían como si la década de los 80 aún no hubiera terminado. Allí, una noche de viernes cualquiera, un grupo de amigos dejó sus copas sobre la barra para ir a hacer lo que se hacía en esos años: hablar con gritos, pedir más hielo, discutir sobre qué canción era mejor, si “Smells Like Teen Spirit” o “Yo quiero bailar toda la noche”.

Cuando volvieron... las copas ya no estaban.

—¿Tú te la has bebido, Pedro? —No, yo estaba hablando con la de la barra. —¿Y tú, Jose? —¡Ni de coña, si yo estoy con el quinto gin tonic!

Y ahí nació la sospecha. Alguien las había robado.

Los testimonios eran confusos. Algunos decían que era bajito, con chaqueta de pana y gafas de pasta. Otros que era alto, pálido y con pinta de estudiante de Filosofía. Pero todos coincidían en algo: era tímido. Tan tímido que parecía no estar nunca allí. Se deslizaba entre la gente como un rumor. Nadie lo oía, nadie lo veía, pero de pronto tu copa ya no estaba.

Y no se limitaba al Dada. Su sed no conocía fronteras. Atacó también en el mítico Trentaitantos, donde dejó a una despedida de soltera sin su ronda de chupitos. Luego en el Berlín, donde se bebió un White Russian a medio acabar y huyó por la puerta trasera. E incluso llegó a infiltrarse en la Sala DT, el templo de los ritmos bacalaeros y la camisa negra abierta hasta el esternón. Allí, en mitad del humo artificial y la rave interior, desaparecieron no menos de seis copas en una sola noche. La prensa local nunca se hizo eco. Tal vez por vergüenza, tal vez por respeto al mito.

Con el tiempo, la comunidad noctámbula empezó a desarrollar verdaderas estrategias de defensa. Algunos sujetaban sus copas como si fueran recién nacidos. Otros pedían vasos de tubo de color fosforito para reconocerlos desde lejos. Hubo quien ataba la copa a la trabilla del pantalón con un cordón de zapato. Los más paranoicos diseñaron turnos de vigilancia mientras los demás iban al baño.

Y aún así, el roba cubatas atacaba.

El truco, decían, era su capacidad de adaptación. Aprovechaba la música alta, el baile convulso, las luces parpadeantes. En ese momento en que uno se gira para ver si han puesto “Saturday night” de Whigfield, ¡zas! —adiós al Ron Cola.

No discriminaba. Podía beberse un gin con tónica premium como un tubo de coñac con Coca-Cola. Incluso se llegó a decir que se bebió un “sol y sombra” en la barra del Berlín y una pinta de Guiness en la Bremen.

Algunos dicen que fue un alma rota por un desamor universitario que decidió vengarse del mundo quitando los cubatas a la gente.

A lo largo de los años, las mentes lúcidas, y más borrachas de Mérida han intentado desentrañar el enigma que rodea al roba cubatas. Al no existir pruebas concluyentes, han surgido múltiples hipótesis sobre su verdadera identidad y las causas que lo llevaron a emprender tan peculiar cruzada etílica. Otras teorías son las siguientes: Según la leyenda urbana con tintes paranormales, el roba cubatas sería una especie de espíritu etílico, nacido de la mezcla de una mala borrachera, una promesa incumplida y una canción de OBK sonando de fondo. Se manifiesta como una brisa helada que apenas se percibe entre los acordes de "Insomnia" de Faithless. Algunos incluso afirman haber visto una sombra deslizarse entre los cuerpos en la pista justo antes de que una copa desaparezca sin dejar rastro.

Este Ente, dicen, no tiene rostro, solo una silueta envuelta en gabardina oscura y olor a Whisky del Carrefour, por aquellos entonces Continente. No camina: flota. No bebe: absorbe. Y no distingue entre sexos y estilos: igual roba un Gin Tonic, que un whisky solo de un tipo duro, que un daiquiri rosa de alguien que baila con escote de red y gafas de sol a las cinco de la madrugada.  Lo único que busca es lo que se ha dejado vulnerable. Es un depredador del descuido.

Un grupo de estudiantes de Historia del arte intentó una vez invocarlo haciendo sonar una lista de reproducción de clásicos de la noche Emeritense. Del grupo Ama a Juan Luis Guerra, pasando por REM y con "Mi gran noche" de Raphael, mientras dejaban una copa de Brugal sola durante siete minutos exactos. Dicen que la bebida desapareció, pero también una sudadera Adidas y dos Cds de Mákina Total 3.

La hipótesis sobrenatural nunca fue confirmada. Pero aún hoy, hay quienes prefieren mantener su copa en la mano incluso mientras bailan, orinan o hacen video llamadas dramáticas a las tres de la mañana. Por si acaso.

Y así, entre teorías, leyendas y lagunas de memoria, el origen del roba cubatas sigue siendo un misterio.

Quizás fue uno. Quizá fueron muchos. Quizás en el fondo, muchos llevan dentro un pequeño roba cubatas, pero no todos tienen su maestría y sigilo.

20.5.25

El mejor piloto de la Galaxia

 El mejor piloto de la galaxia no era Luke Skywalker, ni Han Solo, ni siquiera Anakin Skywalker, que más tarde sería conocido como Darth Vader.

El mejor piloto de la galaxia era mi padre.

Cada verano, a comienzos de agosto, allá por los primeros años de los 80, despegábamos muy de madrugada a bordo de nuestra invencible nave interestelar: el legendario Renault 12 TL.

Nuestro viaje hacia el sur, desde Mérida hasta Bolonia (Cádiz), no era simplemente una ruta por la antigua carretera Nacional 630. Era una auténtica misión estelar. Una travesía repleta de peligros, asteroides, campos de gravedad extraña y naves enemigas al acecho.

Para un niño de nueve o diez años, aquel trayecto era una odisea galáctica. Los pueblos que cruzábamos se transformaban en misteriosas civilizaciones alienígenas. Sus luces parpadeantes en la madrugada parecían señales de advertencia. Algunas casas solitarias, entre arboledas dormidas o junto a riachuelos, encendían luces tenues como faros de mundos oscuros. Allí, en la imaginación fértil del copiloto más joven de la nave —yo mismo—, acechaban siniestros seres, quizá caballeros Sith ocultos, esperando atacar a los pocos valientes que osaban cruzar sus dominios.

Pero no había peligro real. Porque nosotros teníamos al mejor piloto de la galaxia.

Papá.

Calmado, sereno, con la mirada fija al frente y las manos firmes sobre el volante-nave, guiaba nuestra travesía con una mezcla perfecta de valor y ternura. Ningún enemigo nos haría frente mientras él estuviera al mando. Era invulnerable. Inquebrantable. Nuestro escudo y nuestra lanza.

Los camiones y furgonetas que adelantábamos eran, en realidad, enormes cargueros espaciales que transportaban colonos, provisiones o armamento a otros planetas más seguros. Y la luna llena, brillando majestuosa, se nos presentaba como la Estrella de la Muerte, aún incompleta pero ya peligrosa, observándonos desde la negrura del espacio, esperando el momento para activarse. Teníamos que llegar a nuestro destino antes de que lo lograra.

Y así, después de horas de vuelo, cuando el primer rayo del sol atravesaba el horizonte, una brecha de luz rasgaba la noche estelar y la galaxia entera comenzaba a desvanecerse. Atravesábamos entonces una especie de túnel espacio-temporal y aparecíamos, como por arte de magia, en Santa Olalla (Huelva), donde hacíamos una parada técnica para repostar churros y chocolate.

Pero la misión no acababa allí. Papá retomaba el mando, encendía los sistemas, y nosotros volvíamos a despegar hacia el planeta Bolonia, un rincón paradisíaco al borde del universo, donde por fin podíamos bajar del Renault 12 y caminar, jugar, correr... vivir.

Hoy, desde esta dimensión —desde este planeta llamado adultez— a veces cierro los ojos y, con el corazón aún de niño, lo imagino allá arriba.

Mi padre.

Mi Jedi.

Protegiéndonos desde otra galaxia, desde otros planos de existencia, desde el más allá. Sé que, mientras él esté allí, vigilante, nada malo podrá pasarnos. Él sigue pilotando, desde el infinito, nuestras vidas.

Gracias, papá, por tantos viajes, por tanta magia, por tu amor sin medida.

Te echamos mucho de menos.

Pero sé que sigues al volante.

Y mientras sea así, la galaxia está a salvo.


6.7.22

Cuestión de perspectiva

Las redes sociales, ese universo paralelo que decidimos inventar hace ya más de una década —posiblemente con más ilusión que criterio—, siguen siendo nuestro vertedero emocional favorito. Allí volcamos sueños truncados, fotos de desayunos innecesarios, indirectas muy directas y filosofías dignas de un posavasos. Hace unos días, mientras hacía scroll sin rumbo fijo, me encontré con una imagen que me recordó una de mis más temerarias hazañas: una postura casi acrobática que adopté en la Alhambra de Granada con el único objetivo de conseguir una foto “medio decente”. Aclaro: decente para el estándar 2011, porque hoy esa foto no pasaría ni el filtro del filtro.

Han pasado once años desde aquella escena, que en mi cabeza sigue teniendo la épica de una película de acción, pero con más torpeza y menos presupuesto. Desde entonces, he vuelto varias veces a esa bella y Lorquiana ciudad que huele a jazmín, historia y tapas... pero no he regresado a ese majestuoso monumento. Tal vez por respeto, tal vez por pereza, o simplemente porque a uno le da miedo no estar a la altura de los recuerdos (o de las escaleras).

Las fotografías, como casi todo en esta vida, dependen del ángulo: del que tomas y del que te toma por sorpresa. A veces son espejismos; otras veces, portales. Las imágenes de ayer se comportan como esos calcetines perdidos que aparecen cuando ya te habías rendido: sin previo aviso y en el momento menos pensado. Y cuando reaparecen, no puedes evitar sonreír, aunque sea con un poco de nostalgia o con cara de “¿en serio tenía ese peinado?”

Recordar es sencillo cuando lo que recuerdas te saca una sonrisa (o al menos no una denuncia por mal gusto). Pero hay una cosa que deberíamos tatuarnos en el alma —aunque la memoria sea tan resbaladiza como una pastilla de jabón en ducha ajena—: el hoy ya es nunca más. Y eso, amigos, nunca hay que olvidarlo… aunque casi siempre lo hagamos.

Casi dos años después regreso a este blog, que ha estado ahí todo este tiempo, como un gato que te observa desde lo alto de un armario: silencioso, paciente, juzgándote un poquito. Dos años intensos, vividos a tope, saboreados con la lengua entumecida y digeridos como buenamente se pudo. A veces uno quiere volver atrás y reescribir el comienzo —poner una coma donde hubo un punto, o cambiar de guión por completo—, pero no se puede. Lo que sí se puede es comenzar desde donde estás y reescribir el final. O dejarlo todo como está, si no va tan mal, y seguir el camino con los cordones bien atados y la cámara lista.
Por si acaso. Verano 2022.

6.8.20

Verano de 2000


Es curioso cómo, cada vez que una cifra redonda pasa página en nuestro calendario, sentimos la imperiosa necesidad de echar la vista atrás. De pronto, nos descubrimos evocando cómo era nuestra existencia hace cinco, diez, quince o veinte años. Como si el tiempo, al cerrar un ciclo, exigiera un balance que nos obliga a mirar con otros ojos aquello que fuimos.

La vida es, entre muchas otras cosas, un compendio de vivencias: desde la más amarga y penosa hasta la más jocosa y ligera, todas nos pulen e instruyen en un largo y duro camino. Un trayecto que, queramos o no, nos obliga a resistir estoicamente los avatares del destino y los cambios que impone, sin miramientos, el inmisericorde paso del tiempo.

Hace unas semanas, volví —después de casi veinte años— a un lugar que formó parte de nuestros fines de semana estivales de entonces. La “costa” de Medellín, que ni es costa ni mar, ni tiene olas, pero a la que alguien, con cierta sorna y mucha guasa, bautizó como "Costa Breva". Una orilla del Guadiana que discurre mansa bajo la mirada del imponente castillo que corona la localidad. Aquel lugar que, sin tener mar, sabía a verano.

Verano del año 2000. Comenzaba una nueva década, un nuevo siglo y un nuevo milenio. Aquel fue el último verano antes de hacernos mayores, el último que viví sin el peso de las preocupaciones adultas. Un verano en el que ignorábamos que, al crecer, nos veríamos obligados a claudicar ante una serie de responsabilidades que uno no sabe muy bien si le imponen, si se impone uno mismo o si simplemente vienen escritas —en letra pequeña— en ese embrollado manual de la vida que nadie te da, pero que acabas descifrando a fuerza de vivir.

En Medellín, claro está, ya nada era igual. Afortunadamente, en algunos aspectos; tristemente, en otros. No estaba el ímpetu irrefrenable de la juventud, ni estábamos todos los que fuimos. Aunque sí estábamos dos, y con eso, a mí me basta. Porque a veces, la presencia de una sola persona basta para sostener un universo entero de recuerdos.

Aquel verano de 2000 fue una sucesión de largas noches, de amigos que venían y se iban, de encuentros efímeros y otros duraderos, e incluso de aquellos que ya no están entre nosotros. Qué vueltas da la vida cuando, veinte años después, te cruzas por la calle con alguien que en su día fue parte esencial de tu mundo y hoy ni siquiera te saluda. Supongo que eso también figura en ese manual vital: en ese apartado que nunca leemos pero al que llegamos todos, antes o después, como a las últimas páginas de un libro que seguimos leyendo más por inercia que por deseo de llegar al final.

Hacer un resumen de uno de aquellos veranos intensos requiere de un gran esfuerzo de memoria. Los recuerdos, con el paso de los años, se difuminan, se emborronan, adquieren el color amarillento y desvaído de las fotos reveladas en un carrete de 24. Pero aún quedan algunos vivos, vívidos, intactos como un perfume que se cuela en medio de la rutina.

Recuerdo, por ejemplo, un concierto de Sabina en Cáceres, seguido de una noche interminable celebrada por la Madrila hasta que el amanecer nos sorprendió con sus primeras luces. Quién me iba a decir que, años después, Cáceres formaría parte de mi día a día. Recuerdo también las ferias de los pueblos limítrofes —y no tan limítrofes—, con sus casetas abarrotadas, sus calles llenas de vida, de bullicio, de esa energía que hoy se nos antoja tanto increíble como irresponsable.

Y cómo olvidar los botellones en la orilla del río, cuando el Teatro Romano cedía temporalmente su protagonismo a aquel improvisado escenario veraniego donde reinaba la juventud.

También me acuerdo de un personaje inolvidable de aquel verano, llegado de tierras del norte. Forjamos una buena amistad que, con los años y por tonterías —gilipolleces, si me permitís la crudeza— se perdió de la peor manera. Si algún día lees esto, vaya desde aquí mi sincera disculpa. Y no, lo de "personaje" no lo digo en tono despectivo, sino con el respeto y el cariño que uno guarda por las personas que marcaron un tiempo feliz.

Las idas y venidas a La Antilla eran más por complacer que por devoción propia, pero no dejo de estar agradecido. Porque esos veranos playeros en uno de los rincones más especiales de la costa onubense me regalaron instantes que, con el tiempo, he aprendido a valorar como se valoran los refugios: por lo que representan, más que por lo que ofrecen.

Después vinieron otros veranos. Algunos, incluso mejores. Vinieron otros lugares, otras gentes, otras relaciones, otras maneras de vivir. Surgieron canas, arrugas, nuevas inquietudes, nuevas pasiones, nuevos modos de entender la vida, como cantaba Rosendo. Se borraron los malos recuerdos —o al menos, se atenuaron— y el resto permanece, aunque cada vez más envuelto en una nebulosa que crece con los años.

“Que veinte años no es nada”, cantaba Gardel. Y es verdad.
No es nada...
Y, al mismo tiempo, es todo.


22.4.20

Tan cerca y tan lejos



Ahora que todo nos parece tan inusual, que nos estamos desacostumbrando a todo lo que formaba parte de lo que antes llamábamos rutina o hábito, que las cosas que creíamos más asequibles y elementales forman ya parte de una miscelánea de imposibles, que incluso hemos llegado a el punto de añorar lo que antes nos resultaba monótono y aburrido. Ahora que los recuerdos bonitos recientes nos parecen remotos y tenemos la obtusa sensación de que el tiempo ha detenido su inmisericorde trayectoria y que nos vamos a congelar en este 2020 que con tanta confianza y determinación habíamos iniciado.

Ahora que vivimos un poco de esos recuerdos, los inmediatos. Los viejos se van diluyendo, como se diluye una sombra al atardecer y ya no sabemos distinguir muchos de ellos, si los hemos vivido, si los hemos soñado, nos los hemos autoinventado o alguien nos los relató con o sin detalles y al final los creemos propios. Ahora que he recordado una escena de la película "Rebeca" de Alfred Hitchcock en la que la protagonista quisiera que se inventara algo para embotellar los recuerdos, igual que los perfumes, y que nunca se desvaneciesen. Y que cuando quisieran pudieran, destapando una botella, volver a revivirlos tal y como eran.

En mi botella, una imagen, de esas miles que recopilo,
un lugar,  podría ser otro, un momento especial, de tantos. 8 de junio de 2018. Tan cerca y tan lejos.

31.7.17

Rocky


“Rocky” tal vez sea una de esas películas que, con el paso del tiempo, se ha visto injustamente arrinconada en el baúl de las cintas “populares”, como si eso fuera un insulto.

Salvo que seas uno de esos fieles que no se pierde ni un guiño de Stallone, ni una escena de tiros, ni una de esas frases guturales que hay que subtitular incluso en inglés, es probable que no la menciones cuando hablas de “cine con mayúsculas”.

Y sin embargo…
Reconocer que “Rocky” es una obra maestra cuesta. Cuesta porque lleva el sello de Sylvester Stallone, un hombre que, para muchos, representa la testosterona de videoclub, el héroe de acción de camiseta ajustada y frases de una línea. Pero antes de que fuera Rambo, Cobra o ese señor de mandíbula de granito que colecciona mercenarios en películas numeradas, Stallone fue un tipo con hambre. Hambre real. De la que suena en el estómago y se nota en la cuenta del banco.

Corría la mitad de los años 70, una época en la que el cine aún se arriesgaba, y en la que Stallone era un perfecto desconocido. Un actor italoamericano que aceptaba lo que le echaran: papeles breves, muchos sin frase, algunos olvidables. Su cara empezaba a sonar en los círculos de casting, pero su futuro en Hollywood era, siendo generosos, una incertidumbre.

Y entonces ocurrió.
Una noche, sin más planes que sobrevivir al fin de semana, se sentó a ver un combate de boxeo en televisión. En la pantalla, Muhammad Alí, el más grande, se enfrentaba a un desconocido: Chuck Wepner, un púgil de tercera al que pocos daban más de dos asaltos. Pero Wepner no leyó ese guion. No solo no hizo el ridículo, sino que aguantó los quince asaltos, encajó golpes imposibles y puso contra las cuerdas a Alí. No ganó, pero se ganó el respeto del público. Y eso, a veces, vale más.

A Stallone se le encendió una luz.
Aquella pelea fue su “Eureka” de sudor y guantes. Se puso a escribir como un poseso. En tres días tenía el primer borrador de Rocky, la historia de un tipo normal, trabajador, con cara de que la vida no le ha dado tregua pero con un corazón que no cabe en su chándal de terciopelo. Un boxeador de barrio al que, de repente, la vida le ofrece una oportunidad imposible.
No para ganar. Sino para demostrar que no es un don nadie.

Lo curioso es que Stallone ya había escrito más de veinte guiones antes. Todos acababan en la misma papelera de las productoras: la que huele a promesas rotas. Pero esta vez era distinto. Este guion tenía alma. Tenía puños, pero también ternura. Tenía músculo, sí, pero también poesía.
Cuando lo presentó, muchas productoras quisieron comprarlo… siempre y cuando él no actuara. Querían a un actor conocido. Él, con un puñado de dólares en la cuenta y un perro que alimentar, se negó. Si la historia era suya, él sería Rocky.
Y lo fue. De pleno derecho. Con esa mezcla de torpeza entrañable, dignidad obrera y mirada de perro apaleado.

“Rocky” se estrenó en 1976. Costó menos de un millón de dólares y recaudó más de 225 millones en todo el mundo. Ganó el Óscar a la mejor película, mejor director y mejor montaje. El guion de Stallone también estuvo nominado.
Lo que había empezado como una historia pequeña, casi una carta desesperada de un tipo con fe en sí mismo, se convirtió en leyenda cinematográfica.

Y sí, luego vinieron las secuelas. Algunas brillantes, otras innecesarias. Rocky se enfrentó a soviéticos, a músculos imposibles y hasta a sí mismo. La saga fue mutando, como lo hacen los mitos. Pero esa primera película, esa original, sigue siendo una de las grandes.
No porque ganara un combate, sino porque nos enseñó que, a veces, lo verdaderamente heroico es aguantar de pie hasta el final. Que se puede perder por puntos y aun así salir victorioso. Que se puede venir de abajo, muy abajo, y decirle al mundo: “¡Eh, estoy aquí!”

“Rocky” no es solo cine. Es el reflejo de todos los que alguna vez hemos querido demostrar que valemos, aunque nadie apostara por nosotros.
Y eso, señores, no lo supera ni el mejor plano secuencia de autor.


El guion de “Rocky” no nació en una gran oficina ni en un retiro de escritores con vistas al mar.

Nació en tres días, con prisas, con hambre —literal y metafóricamente— y con un tipo llamado Sylvester Stallone que lo apostó todo a una idea que para otros era solo “una peli más de boxeo”.

Aquel combate entre Muhammad Alí y Chuck Wepner había encendido algo en su interior. Stallone escribió sin parar durante 72 horas. Lo que puso sobre la mesa de los productores Irwin Winkler y Robert Chartoff no era solo una historia de golpes y sudor. Era la vida misma: la de un hombre al borde del fracaso, al que el destino le lanza una última oportunidad. Y ese tipo no se llama Chuck, ni Muhammad, ni Sylvester. Se llama Rocky Balboa. Un don nadie con corazón de campeón.

Winkler y Chartoff no eran unos novatos. Sabían reconocer una buena historia cuando la veían. El guion les gustó. Pero, claro, había condiciones. Se podía hacer con bajo presupuesto, en poco tiempo, y con algún actor conocido para asegurar taquilla. Barajaron nombres: Burt Reynolds, Ryan O’Neal, incluso Robert Redford. Estrellas. Caballos ganadores. Pero Stallone no soltaba el papel. Quería ser él. Él o nada.

No fue fácil. Los productores se lo pensaron. Durante semanas. Pero algo en esa convicción —la misma con la que Rocky aguanta en el ring— los convenció. Finalmente, dijeron sí.
Sí a una historia pequeña con alma gigante.
Sí a un actor sin carrera que hablaba raro pero escribía como quien se juega la vida.

La dirección se confió desde el principio a John G. Avildsen, que venía de firmar Salvad al tigre con Jack Lemmon y Un caradura simpático con Burt Reynolds. Avildsen comprendió que Rocky no era una película sobre boxeo. Era una película sobre dignidad.

El rodaje fue casi un combate en sí mismo. En febrero y marzo de 1976, durante poco más de un mes, rodaron la película en Filadelfia y algunas localizaciones de Los Ángeles. El presupuesto apenas rozaba el millón de dólares.
Stallone no había pisado un gimnasio de boxeo en su vida. Aprendió con Jimmy Gambina, entrenador profesional y coreógrafo de los combates. Fue él quien diseñó desde la pelea inicial en la parroquia hasta el épico combate final contra Apollo Creed, interpretado por un carismático Carl Weathers.

Por si fuera poco, Rocky marcó un hito técnico: fue la primera vez que se utilizó el Steadycam en una película de boxeo. Gracias a ese invento, el operador podía moverse con fluidez entre las cuerdas del cuadrilátero, acercándonos como nunca a la respiración entrecortada, al sudor en las cejas, al corazón latiendo fuerte en el pecho del púgil.

Y luego vino el milagro.
La historia del “sexto italiano” de Filadelfia conquistó al mundo. Recaudó más de 60 veces lo que costó, se convirtió en la película más taquillera de 1976, y ganó los Oscar a mejor película, mejor director y mejor montaje.
Stallone, el tipo que había vendido a su perro porque no podía alimentarlo, fue nominado a mejor actor y mejor guion. Hasta ese momento, solo lo habían conseguido mitos como Charles Chaplin con El gran dictador y Orson Welles con Ciudadano Kane.

Rocky convirtió a Stallone en estrella. Pero no fue una estrella fugaz.
Más de 40 años después, sigue siendo una figura indiscutible de Hollywood. Porque Rocky no es una película: es un símbolo. De los perdedores que no se rinden. De los que no nacieron con padrino pero se ganaron el respeto a base de agallas.

Y no se puede hablar de Rocky sin mencionar a sus secundarios, que dieron forma a ese universo humano y entrañable:

  • Burgess Meredith, el entrenador Mickey, con su voz de lija y sus frases de amargo sabio.

  • Talia Shire, como Adrian, tímida, dulce, el ancla emocional de Rocky.

  • Y Burt Young como Paulie, cuñado, amigo, lastre y reflejo de la vida dura de barrio.

Los productores vieron el filón, claro. Y llegó Rocky II, y luego Rocky III, IV, V… hasta la nueva saga con Creed. Pero ninguna como la primera. Esa que se rodó con prisas, sin dinero, pero con el corazón latiendo en cada plano.
Esa que no habla de ganar, sino de aguantar. De resistir. De no caer sin dar pelea.


La música de “Rocky”, compuesta por el maestro Bill Conti, no solo acompañó a una película: acompañó a toda una generación.
Con su mezcla de épica y emoción, el tema principal —“Gonna Fly Now”— fue nominado al Oscar y se coló en nuestros oídos para no marcharse nunca más. ¿Quién no ha subido una cuesta, trotado por el paseo del pueblo o hecho flexiones en casa mientras la tarareaba (aunque fuera desafinado y con la respiración al borde del colapso)?
El poder de esa melodía es universal. Te levanta. Te empuja. Te hace creer que puedes, aunque no tengas escaleras monumentales a mano ni un chándal gris con capucha.

Rocky no es solo un personaje. Es casi un amigo que ha estado ahí en las distintas etapas de nuestras vidas.
En la infancia, cuando soñábamos con ser fuertes y valientes como él.
En la adolescencia, cuando nos sentíamos incomprendidos y él nos enseñaba que, con perseverancia, se puede llegar lejos aunque vengas de abajo.
En la juventud, cuando empezamos a pelear nuestros propios combates: laborales, emocionales, interiores.
Y en la madurez… cuando entendemos que no todo va de ganar, sino de seguir en pie después del golpe.

“Gonna fly now!”, gritamos por dentro —o a veces por fuera, cuando no hay vecinos cerca—, mientras nos enfrentamos al lunes, a la rutina, a la vida.
Y es que Rocky no nos enseñó a boxear. Nos enseñó a levantarnos. A creer, incluso cuando todo parece perdido.
Es por eso que esta historia, esta música, y este personaje, han traspasado el tiempo y las fronteras.

Este post va dedicado, con cariño y una sonrisa nostálgica, a mi primo Joserra.
A quien, sin querer —o queriendo un poco, lo reconozco— le metí en vena la saga completa hace ya unos cuantos años. Desde entonces, cada vez que escuchamos esa fanfarria de trompetas, sabemos que estamos de nuevo en el ring.
Y que vamos a luchar.
Como siempre.
Como Rocky.