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2.7.25

Los Pecadores: cuando el cine se vuelve misa negra y tú comulgas encantado


Hay películas que te cambian la tarde. Los pecadores te cambia el sistema nervioso.

Ryan Coogler, director de fantásticas pelis como Creed o Black Panther, ha decidido en 2025 dejar de hacer cine y empezar a lanzar hechizos en pantalla. Porque lo que ha parido aquí no es una película: es un exorcismo a ritmo de blues, una ópera gótica con sombrero de ala ancha y una Biblia ensangrentada bajo el brazo. Y nosotros, humildes espectadores, nos dejamos poseer con gusto.

La película arranca como si Tennessee Williams hubiera escrito Entrevista con el vampiro tras una noche larga con Tom Waits. Una familia negra, una plantación en ruinas, un club de música donde el dolor se afina con guitarra slide y las palabras se mastican como tabaco.

Y de pronto: vampiros. Pero no cualquier vampiro, no. ¡Vampiros del Ku Klux Klan! ¿Cuánta valentía hay que tener para mezclar el racismo estructural con colmillos y hacerlo no solo creíble, sino jodidamente épico? Ryan, dame tu número. Te invito a un café y a un altar.

Los villanos de Los pecadores no solo chupan sangre, también historia. Literalmente. Son el símbolo perfecto de esa América profunda que vive de succionar la vida a los demás mientras sonríe en misa. A ratos dan miedo, a ratos ganas de darles una colleja con el Código Penal. Y siempre, siempre están estupendamente vestidos. Un diez en estética de ultratumba sureña.

Aquí Michael B. Jordan no actúa. Se desdobla, se desintegra, se multiplica. Hace de dos hermanos: Smoke, el que huele a pólvora y culpa, y Stack, el que huele a incienso y traición. Uno te rompe el alma, el otro te la roba con una sonrisa torcida. Si hay justicia en este mundo, a este hombre deberían darle dos Oscars: uno por cada ceja.

Ludwig Göransson ha dejado de componer y ha empezado a canalizar espíritus. Cada nota de la banda sonora parece escrita con sangre de gallo y tinta de madrugada. Hay pasajes en los que te olvidas de que estás viendo una película porque te has metido en el maldito vinilo. Y no quieres salir.

El Coogler de 2025 ya no dirige. Flota. Invoca planos que podrían estar en museos: puestas de sol con aire bíblico, interiores sudorosos donde hasta la cámara suda con los personajes, y peleas que parecen coreografiadas por Shakespeare y Quentin Tarantino en bata de seda.

La secuencia final, con ese duelo al amanecer entre el bien, el mal y un saxo llorando, debería estudiarse en catequesis.

Los pecadores tiene diálogos que se recitan como si fueran salmos paganos. Todo está dicho con gravedad, sudor y belleza. Hasta el personaje más secundario parece recién salido de una novela gótica. ¡Incluso el camarero que sirve bourbon parece saber más que tu profesor de historia!

No exagero: terminé de ver el film con ganas de predicar. De comprarme una guitarra, un crucifijo y un detector de chupasangres. De defender el cine como si fuera una religión que vuelve a tener sentido.

Los pecadores no es solo una de las mejores películas del año. Es una bofetada con guante de terciopelo a quienes piensan que el cine comercial no puede tener discurso, alma y colmillos.

Así que sí: esta película es una santa locura. Un salmo con sangre. Una ópera sureña que te muerde el cuello y te pide perdón después.

Y tú, encantado.

¿Quieres una liturgia o que te clave los colmillos de nuevo? Porque yo, sinceramente, ya quiero verla otra vez, esta vez en V.O. Con vino tinto. Y una Biblia. Por si acaso.