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31.12.09

Lo dijo Bertrand Russell


"Un pesimista es un imbécil antipático y un optimista, un imbécil simpático,porque ninguno de los dos sabe lo que va a pasar".

Bertrand Russell (1872-1970) Filósofo y escritor

15.12.09

A fumar a la puta calle

Sí, soy de los que se alegran —y mucho— del endurecimiento de la ley antitabaco. No porque quiera convertir a los fumadores en apestados sociales, ni porque los considere víctimas de su propia adicción, ni mucho menos por marginarlos. Esto no va de eso. Esto va de respeto.

Cada uno con su cuerpo puede hacer lo que le venga en gana. Faltaría más. Estamos en un país libre, y eso incluye el derecho a fumar. Pero la libertad, como todo en la vida, termina donde empieza la de los demás. Y ahí está el quid de la cuestión.

El problema no es que alguien fume, sino que lo haga invadiendo espacios comunes. Porque, seamos claros: el humo no se queda flotando sobre la cabeza del fumador como una nube privada. El humo se expande, se mete en los pulmones ajenos, en la ropa de los niños, en el aliento de quien no ha fumado nunca pero comparte mesa, bar o vagón con alguien que sí lo hace.

Y lo peor es que, durante años, la falta de respeto ha sido sistemática. ¿Cuántas veces hemos tenido que aguantar que alguien encendiera un cigarro en la sobremesa de un restaurante, en el interior de un bar cerrado, en la sala de espera de una estación, sin ni siquiera preguntar si molestaba? Lo normalizó la costumbre, pero no por ello era aceptable.

Por eso me parece de justicia que se prohíba fumar en cualquier establecimiento cerrado de uso público. Porque no se trata de castigar a nadie, sino de protegernos todos. No hay ninguna razón lógica por la que un no fumador tenga que salir de un local con la garganta irritada y la ropa apestando a tabaco.

A menudo escuchamos a los defensores del tabaco tirar de comparaciones: “el alcohol mata más”, “la comida basura también es perjudicial”, “hay contaminación en las ciudades”. Y sí, todo eso es cierto. Pero lo que no parece que entiendan es que ni el vino ni los Big Mac me afectan directamente cuando el de al lado se los mete entre pecho y espalda. Su elección no me envenena a mí. El humo, sí.

Nadie ha prohibido fumar. Simplemente se ha delimitado dónde. Lo pueden seguir haciendo en la calle, en sus casas, en espacios abiertos, en lugares donde no afecten la salud de terceros. Así de sencillo. Así de justo.

Y sí, ojalá la ley se aplique con firmeza, con sanciones reales. Porque el civismo no puede depender siempre de la buena voluntad individual. A veces, hace falta una norma que recuerde lo que debería ser obvio: que la libertad no significa que los demás tengan que respirar tus adicciones.


6.12.09

Una tarde en los canchales






Hace unas semanas, cámara en mano, me acerqué a la zona conocida como “Los Canchales”, muy cerca de la localidad de La Garrovilla (Badajoz), con la intención de presenciar uno de esos espectáculos naturales que te reconcilian con el mundo: la llegada de las grullas. Miles de ellas, agrupadas en los llanos, ofrecían una estampa que difícilmente se olvida. Sin embargo, por lo esquivas que son y la considerable distancia a la que se encontraban, fue imposible captarlas con una calidad fotográfica decente. Otra vez será.

Pero la naturaleza es sabia, y a veces te regala otras maravillas sin haberlas pedido. En este caso, el atardecer se convirtió en el protagonista inesperado. El juego de luces, la textura de las nubes y la tímida caricia del sol en retirada crearon un escenario perfecto para dejarse llevar y apretar el disparador.

De todas las instantáneas que tomé aquella tarde, hay una en especial que me tiene enamorado: la primera. No tiene filtros, ni retoques, ni ediciones mágicas. Solo la luz tal cual fue, dibujando una sinfonía de colores que parecía sacada de un cuadro impresionista. A veces no hace falta más que mirar y dejarse sorprender.

Aquí os dejo algunas de esas imágenes. Si queréis verlas con mayor detalle, clicad sobre ellas. Espero que os transmitan, aunque sea un poquito, la misma calma y asombro que sentí yo aquel día entre grullas lejanas y cielos que hablaban por sí solos.


3.12.09

Fernando Martín 20 años despues. Por Juanma Iturriaga.


A mí Fernando Martín no me caía bien. He tardado mucho tiempo en reconocerlo, pero puede que este vigésimo aniversario de su muerte sea el momento para ser sincero. Me refiero a cuando estaba en el Estudiantes, claro, aquella temporada que con Vicente Gil, Sapo Lopez Rodriguez, Alfonsito Del Corral, Slab Jones fueron subcampeones de liga detrás del Barça y los del Madrid tuvimos que soportar una y mil veces que nos cantasen “somos el primer equipo de Madrid”. Ese cuerpo, ese ir más derecho que una vela, esa envergadura descomunal, ese descaro reflejado en una mirada desafiante, esa pelliza que me llevaba… No sé, me pareció un pijito madrileño de 2,05. Entonces le fichó el Madrid, se hizo compañero y pude cambiar de opinión al conocerle de verdad. Bueno, todo lo que Fernando dejaba que le conocieses, que costaba, pues tampoco se puede decir que fuese un libro abierto ni mucho menos.

Se cumplen veinte años y como corresponde a tal efemérides, se suceden homenajes, recuerdos y análisis de lo que supuso Fernando en nuestro deporte. La verdad es que a mí, hoy, no me apetece nada teorizar sobre su persona. Ya lo he hecho en varias ocasiones y luego al final, por si os apetece, os pondré dos enlaces a dos artículos que en su momento escribí sobre él. He pensado que lo que realmente me pide el cuerpo es compartir su recuerdo a través de algunas de las escenas que suelen saltar a primer plano en mi cabeza cada vez que por el motivo que sea, me acuerdo del añorado Fernando.

-Pabellón del Real Madrid. Vestuario del equipo local, o sea, el nuestro. Estamos los dos sentados mientras se oye fuera a Mike Davis pegar gritos: “Martini, Martini, sal”. Los tres hemos sido expulsados (por mi culpa) de un Madrid-Barça final de liga. En un momento Fernando se gira y me suelta: "¿Ves lo que has hecho? Mira en qué lío me he metido por defenderte. La próxima vez te arreglas tú solito". El y yo sabíamos que era mentira.

-Discoteca Pachá. Un grupo de amigos estamos intentado hacer la envolvente a base de incontenible parloteo a unas modelos que andaban por allí. Bueno, todos menos uno. Fernando está de pie, apoyado en una pared, con un refresco en la mano y con cara de medio aburrimiento, supuestamente ajeno a todo, música, mujeres, charlas. Su aparente desinterés causa estragos en la población femenina y no tarda en desaparecer muy bien acompañado. Un crack.

-Noviembre de 1989. La última vez que vi a Fernando. Estaba en el CajaBilbao y jugamos contra el Madrid en el Palacio. Fernando andaba lesionado y después del partido, mientras salía buscando el autobús, me lo encontré. Le pregunté qué tal estaba y cuando iba a volver a jugar. Me dijo que iba bien y que le faltaba ya poco para reaparecer. Y me lo dijo de una forma distinta a la rutinaria, con un brillo de ilusión que me dejó pensativo. Desde su vuelta de la NBA no andaba muy boyante de ánimo, y me alegré de que su disposición fuese positiva. Desgraciadamente no tuvo tiempo para confirmar mi sospecha

-Pabellón del Madrid. Partido de vuelta frente la Cibona, sin Drazen Petrovic pero con Alexander, su hermanito. En el partido de ida decidimos que había que darle un buen mamporro por las putadas que nos había hecho en Zagreb. Todo iba bien, ganábamos de veinte, estábamos clasificados y faltaba menos de un minuto para terminar. Sacan los croatas de banda, corta Alexander por mitad de la zona, se encuentra con Fernando y este, ni corto ni perezoso, le mete un viaje que lo manda diez metros fuera del campo. Todos nos quedamos sorprendidos. Antes de que le dijésemos algo soltó. “¿Pero no habíamos quedado?”. A todos se nos había olvidado el asunto. A él no.

-Madrid. En la calle donde tenía el chalet su familia. Fernando y yo nos compramos unas motos. La mía era una BMW de 1000 cc y la suya una Yamaha 1100. Dos tiros, vamos. Lo habíamos hecho de espaldas al club, pues estaba prohibido, y el padre de Fernando no lo veía claro (el mío, que vivía en Bilbao, no lo supo nunca). En esto nos fuimos a dar una vuelta a Navacerrada y a la vuelta comimos en su casa. Al terminar, toda la familia Martín salió a despedirme. Agarré mi moto, me pasé de darle gas a la salida y terminé cayéndome enfrente de todos. El padre de Fernando se metió en casa rápidamente y tuve que aguantar un chorreo descomunal. “Joder tío, después de lo que me ha costado convencerle, vienes tú y te das una hostia aquí mismo”.

-Milán. Dino Meneghin consigue, con sus tretas de perro viejo, sacarle de sus casillas a Fernando y lograr que le piten tres faltas de ataque en los primeros minutos de juego. Ciego de ira se tiene que ir al banquillo aguantándose las lágrimas de rabia. Aquel viejales no podía hacerle eso. Pepito Grillo Corbalán intenta hacerle entender que el suceso no es más que una lección que podía ser muy beneficiosa para su aprendizaje. En aquel momento era como hablar con una pared, pero sin duda lo asimiló, y Dino ya no se lo pudo hacer otra vez.

-Navacerrada. Noche cerrada. Esta no es una vivencia, sino una visión, pues nunca estuve presente. Fernando está tumbado en mitad del campo, mirando las estrellas al raso y metido en un saco con la cremallera subida hasta arriba. Sólo se le ve la cara. Esto, según él, era lo más. Allí dejaba de ser Fernando Martín, allí no le agobiaba nada. ¡Anda que no nos descojonamos de sus noches en saco de dormir durante años!.
-Colegio SEK. Madrid. Biriukov y yo hacíamos un campus de baloncesto en verano. Le invitamos para jugar un partidito entre amigos. Txetxu y yo ganamos, el perdió. Al terminar nos fuimos a dar un baño a la piscina. En un momento Fernando agarró a Dani (sí, el Dani de Emilio Aragón y el Vip) que había jugado en su equipo, y le dijo que habían perdido por su culpa. No sólo eso, sino que cogiéndole por el cuello, le metió debajo del agua. Ja, ja, ja, todos reímos. Hasta que a la cuarta aguadilla consecutiva vimos la cara de susto que llevaba Dani y le pedimos que parase. ¡Que poco le gustaba perder!.

- Hotel Calderón. Barcelona. El año de Petrovic. Nos encontramos allí y quedé con mis excompañeros para vernos después de cenar y echar un pitillo socializador. Les pregunté qué tal iban con el niño y Fernando me dejó sorprendido: “Nosotros lo que tenemos que hacer es llegar a dos minutos del final del partido igualados. Entonces se la damos a ese, y ya está, ganamos”. El asumir por parte de Fernando un papel secundario en los momentos decisivos me llamó la atención. Pero al final la cosa terminó mal, el equipo se rompió después de los 62 puntos de Petrovic en la final de la Korac y después de ir 5-0 con el Barça en temporada, el Madrid perdió la liga 3-2 frente al Barça y Neyro. Dos gallos en el mismo corral. Mal asunto

-Cualquier campo. Cualquier partido. Fernando en las letras. Pidiendo el balón. No, no lo pide, lo exige. Te mira como diciendo “o me la pasas o te vas a arrepentir. ¿No ves que este que tengo detrás no puede conmigo?. ¡Dámela coño! Y claro, se la dabas. Por miedo y sobre todo porque sabías que aquellas eran unas buenas manos para depositar nuestra suerte.
Todo esto y mucho más era Fernando Martin. Un personaje peculiar, todo lo alejado que se puede estar de producir indiferencia. Un atleta superlativo, un competidor extraordinario. Un pionero y a la vez un hombre abrumado a veces por el significado que llegó a tener. Un tipo al que la suerte puso en mi camino.

Juan Manuel Iturriaga

28.11.09

Y ahora, la muela del juicio

Después de una larga temporada en la que creí haber sellado una tregua silenciosa, la vieja enemiga ha vuelto. La muela del juicio, esa insurgente atrincherada en lo más profundo de mi mandíbula, ha retomado las armas sin previo aviso. Y esta vez no ha venido sola. No. Ha regresado con una furia renovada, con estrategias de guerrilla quirúrgicamente diseñadas, y con el claro objetivo de hacerme claudicar.

El ataque ha sido certero, repentino, sin que mediara provocación ni imprudencia por mi parte. Me ha pillado desprevenido, a bocajarro, sin tiempo siquiera para consultar la cartilla médica. En cuestión de horas, ha ocupado el flanco derecho de mi boca, alzando barricadas de inflamación y desplegando punzadas de dolor que se suceden como metralla.

Pero no me he rendido.

He respondido con todo el arsenal que el botiquín doméstico podía ofrecerme: batallones de Augmentine, fragatas de Neobrufén, artillería pesada en forma de Espidifen 600. He enviado comandos analgésicos a primera línea. El frente está caliente. Se libran escaramuzas entre enjuagues de agua con sal y emboscadas de antibiótico. Las noches son largas, las trincheras profundas, y la moral, oscilante.

Sé que la victoria será pírrica si no recurro a refuerzos profesionales. La diplomacia ya no es una opción. Necesito aliados odontológicos, estrategas expertos que sepan cómo hacer una extracción quirúrgica limpia, rápida y certera. No puedo permitirme otra emboscada a traición. La única solución es la erradicación definitiva del foco hostil.

En este mismo momento, mientras escribo estas líneas con el lado izquierdo de la cara a salvo y el derecho convertido en zona cero, espero la llegada de una nueva remesa de ibuprofeno como quien espera munición en mitad del asedio. Pero lo tengo claro: no me cogerán con vida. Si he de caer, lo haré combatiendo, con la jeringuilla anestésica en alto y la dignidad intacta.

La batalla continúa. Que Dios reparta paracetamol.


24.11.09

Little Susie

"Little Susie" no es solo una canción. Es también una historia triste, terrible y profundamente trágica. Muchos oyentes de Michael Jackson han sentido la desolación que transmite este tema incluido en su álbum HIStory: Past, Present and Future, Book I, pero pocos conocen que su origen se inspira, al menos en parte, en un caso real que estremeció a Estados Unidos en los años 70.

Los hechos se remontan a 1973, en el estado de Montana. La pequeña Susie Jaeger, de tan solo siete años, desapareció una noche de junio mientras dormía en una tienda de campaña junto a su familia, que se encontraba disfrutando de unas vacaciones de verano. Fue como si se la hubiera tragado la tierra. Nadie vio nada. Nadie escuchó nada. La cremallera de la tienda estaba abierta desde dentro. La angustia de la familia fue inmediata, pero las búsquedas intensivas por parte de la policía y del FBI no arrojaron resultados durante meses.

Un año después, en un giro inquietante y macabro, Marietta Jaeger, la madre de Susie, recibió una llamada anónima. Era el secuestrador. Durante la conversación telefónica, la madre, con una templanza sobrehumana, logró mantenerlo en línea el tiempo suficiente para que los agentes del FBI rastrearan la llamada. Fue una pista crucial.

El autor del crimen resultó ser David Meirhofer, un joven de 23 años, aparentemente normal, que terminó confesando no solo el secuestro, violación y asesinato de Susie pocas horas después de llevársela, sino también otros tres homicidios cometidos en el mismo condado. Tras su confesión, Meirhofer se suicidó en su celda apenas cinco horas más tarde.

La historia de Susie Jaeger dejó una profunda huella en la sociedad estadounidense. Y aunque Michael Jackson nunca llegó a confirmar que su canción "Little Susie" estuviera directamente inspirada en este caso concreto, las coincidencias son notables: la historia de una niña inocente, olvidada, cuyo final fue el silencio; una crítica al desinterés del mundo; un lamento musical por la pérdida de la inocencia.

“Little Susie” comienza con un arrullo triste, casi fúnebre, acompañado de una caja de música y un coro infantil, y sigue con una estructura narrativa casi teatral, en la que se describe a una niña que muere sola, sin que nadie note su ausencia… hasta que ya es demasiado tarde.

La canción se convierte así en un homenaje, no solo a Susie, sino a todas las víctimas invisibles que caen en un mundo que a veces parece mirar hacia otro lado. Una elegía en forma de música.


La madre de Susie Jaeger, desde aquel trágico día en que perdió a su hija, se ha convertido en una luchadora incansable. Pero no por venganza, sino por justicia. Desde entonces ha dedicado su vida a una causa que para muchos podría parecer contradictoria: la abolición de la pena de muerte. A través de conferencias, artículos y entrevistas, ha defendido con valentía que el asesinato legalizado por el Estado no es la solución, ni siquiera en los casos más atroces.

Utiliza su propia experiencia como madre de una víctima para sustentar su convicción. Ella, que podría haber sido la primera en exigir sangre por sangre, eligió un camino más difícil pero más humano. “Los seres queridos que nos han sido arrebatados merecen más que estos asesinos sean sancionados por el Estado”, ha dicho en más de una ocasión. “Crear más víctimas y sufrimiento en las familias no soluciona nada. Nos rebajamos al nivel de lo que tanto deploramos”. Una entereza admirable, un ejemplo de dignidad que muchos no alcanzan siquiera a comprender.

La historia de Susie Jaeger siempre conmovió profundamente a Michael Jackson. Cuando ocurrieron los hechos, él era apenas un niño, pero ya entonces mostraba una sensibilidad especial hacia el sufrimiento ajeno, sobre todo el de los más vulnerables. Décadas más tarde, en 1995, aquella herida silenciosa inspiraría una de sus composiciones más sombrías y emotivas: “Little Susie”.

No es, ni de lejos, uno de los temas más conocidos de Michael. No sonó en las radios, no tuvo videoclip oficial, no fue número uno en las listas. Pero quienes lo han escuchado con atención —especialmente conociendo la historia que late detrás de cada nota— saben que es una de sus piezas más desgarradoras. Desde el arrullo inicial con una caja de música, pasando por un coro etéreo y una melodía que se clava como una plegaria triste, “Little Susie” es un réquiem en forma de canción.

Fue incluida en HIStory: Past, Present and Future, Book I, un álbum en el que Jackson mezclaba grandes éxitos con composiciones nuevas cargadas de crítica social, introspección y dolor. “Little Susie” es, sin duda, una de las más personales. La letra habla de una niña olvidada por todos, cuya muerte sólo es descubierta cuando ya es tarde. Una crítica al abandono, a la desidia, a un mundo donde la inocencia no siempre es protegida.

Aunque no cuenta con un videoclip oficial, dejo a continuación un montaje realizado por un fan que ha sabido captar el espíritu de la canción de manera excepcional. Una muestra más de cómo el arte puede mantener viva la memoria, incluso la de aquellos cuyas voces fueron silenciadas demasiado pronto.


16.11.09

Con la gripe hemos topado

Indiferentemente de que sea la A, la B, la C o la W, da lo mismo: cuando la gripe te atrapa, te deja el cuerpo hecho unos zorros. Da igual que te hayas vacunado, que le pongas una vela a la patrona de los imposibles, que salgas a la calle abrigado hasta los ojos como un explorador polar, que te atiborres de vitamina C como si no hubiera un mañana, o que lleves la mascarilla puesta como si fueras el mismísimo rey del pop en sus años dorados. Si la gripe decide que tú eres su objetivo... estás perdido.

Y así he pasado yo el fin de semana: postrado en la cama como un personaje secundario de novela rusa, entre delirios febriles donde los olivos hablaban idiomas raros y el edredón se convertía por momentos en una montaña nevada del Cáucaso. Para colmo, me he perdido un par de eventos a los que me habría gustado asistir. Pero nada, lo primero es la salud —eso dicen, aunque lo digan más los que gozan de ella—.

Espero, sinceramente, que esta haya sido la primera y última gripe de la temporada. Uno ya no está en edad de andar jugueteando con virus traicioneros y achaques de medio pelo. El cuerpo protesta y cada vez más alto.

Y como no quiero dejaros con la clásica imagen del enfermo en cama con termómetro y cara de acelga, aquí os dejo una estampa bien distinta: un atardecer que capturé hace un par de semanas en la comarca del Tiétar, muy cerca de la Vera (Cáceres). Porque a pesar de las gripes y los virus, la belleza sigue ahí fuera... esperando a que salgamos a buscarla. Con pañuelo, sí, pero con ganas.

4.11.09

La memoria colectiva

Muchas veces recurrimos a eso que llamamos memoria colectiva, ese baúl común donde guardamos pasajes de la historia que, en mayor o menor medida, todos recordamos desde un lado u otro de los acontecimientos. En ese baúl hay espacio para gestas, tragedias, canciones de verano, anuncios míticos... y también para las películas de José Luis López Vázquez.

Sus personajes forman parte de esa memoria compartida: de las sobremesas en familia, de las paredes empapeladas, de las televisiones en blanco y negro, del sonido de una cuchara removiendo el café mientras en la pantalla se desenvolvía uno de esos tipos grises, neuróticos, entrañables o desesperados que sólo él sabía interpretar.

Fue capaz de hacer reír y hacer pensar. De pasar de la comedia al drama con la naturalidad de quien domina todos los tonos. A veces con una simple mirada, otras con un tartamudeo, con un gesto apenas perceptible. Su talento era tan grande que se nos hizo cotidiano.

José Luis López Vázquez falleció en Madrid a los 87 años, el pasado día 2. La noticia no sorprendió, pero dolió. Como duele perder a alguien que uno siente parte de su casa, de su infancia o de sus tardes más despreocupadas.

La memoria colectiva, esa que de tanto en tanto desempolvamos con una sonrisa o una punzada en el pecho, le echará de menos. Y nosotros también.


20.10.09

El O.V.N.I de Juan josé


Hace unos días, viendo un episodio del programa Callejeros en la cadena Cuatro, me volví a topar con uno de esos temas que, a pesar del tiempo, siguen despertando en mí una mezcla de curiosidad, escepticismo y una punzada de fascinación infantil: los OVNIs. El formato, tan popular hoy en día, consiste en ir con una cámara en ristre preguntando a la gente de la calle sobre cuestiones diversas, generalmente temas que afectan a los barrios obreros, las ciudades dormitorio, o lugares donde la vida cotidiana parece estar más pegada al suelo que al cielo. Aunque, en este caso, el cielo —o lo que podría haber más allá de él— era precisamente el protagonista.

La temática del programa era esa: los objetos voladores no identificados. Esos “cacharrejos”, como los llamaba mi abuelo, que supuestamente vienen de otros mundos o galaxias, con formas extrañas, luces intermitentes, colores imposibles y movimientos que desafían las leyes de la física. A pesar de todas las variantes modernas, el clásico platillo volante sigue siendo el icono dominante en los testimonios que, curiosamente, se siguen acumulando en todos los rincones del mundo.

Los testimonios recogidos en el programa eran de lo más pintoresco: desde personas visiblemente desequilibradas —hoy amablemente rebautizadas como frikis— hasta otros que contaban, con una seriedad conmovedora, lo que habían visto una noche cualquiera, buscando sin éxito una explicación lógica que nunca llegó. Y no voy a negarlo: el tema de los OVNIs siempre me ha apasionado. Mis primeras lecturas “serias” fueron libros de J. J. Benítez, que todavía ocupan un rincón entrañable en mi modesta biblioteca. Aquellos tomos, llenos de crónicas de encuentros, aterrizajes, luces imposibles y seres humanoides de mirada triste, alimentaron durante años mi afán por mirar al cielo durante las noches de verano. Pero la verdad es que jamás vi nada que no tuviera una explicación racional. Y así, poco a poco, mi fe en esos aparatos extraños fue perdiendo fuerza, aunque todavía —cuando conduzco de noche por una carretera secundaria— me descubro deseando que algo irrumpa en el horizonte y me saque de la rutina de lo tangible.

Sin embargo, hay dos historias que escuché con mis propios oídos, contadas por los protagonistas, que siguen dándome qué pensar. Dos testimonios reales, sin artificios ni ansias de protagonismo, que ni siquiera los propios implicados han logrado explicar años después. Uno de ellos, lamentablemente, ya no está entre nosotros. Pero el otro sí, y es precisamente el que quiero contar hoy.

Corría el año 1992, yo tenía 19 años y trabajaba por primera vez de manera remunerada como dependiente en una zapatería. Entre mis compañeros de entonces estaba Juan José, un hombre que rondaría los cuarenta y que destacaba por su carácter reservado, casi tímido, aunque con un poso de sabiduría serena. No recuerdo bien cómo surgió el tema —tal vez fue una conversación trivial sobre el espacio o alguna noticia absurda en la radio—, pero alguien comentó:
—¿No te ha contado Juanjo su experiencia con los OVNIs?
Yo, naturalmente, negué con la cabeza y me giré hacia él con curiosidad. Él, visiblemente molesto, le reprochó al compañero haber sacado el tema.
—Eso no se cuenta así como así —dijo con seriedad—. Ya bastante cachondeo tuve...
Le insistí, dejando claro que no buscaba reírme ni burlarme. Que de verdad me interesaba. Finalmente, tras un largo silencio y una mirada que parecía medir si era digno de escuchar lo que iba a narrar, aceptó compartir lo ocurrido.

Todo sucedió una noche cualquiera, a finales de los años ochenta, en la carretera secundaria que une Mirandilla con Mérida. Volvían él y su mujer del pueblo de ésta, tras una cena familiar. La luna estaba alta, redonda como un ojo vigilante, y la noche despejada permitía distinguir con nitidez los campos que flanqueaban la estrecha carretera comarcal. Conducía su mujer, pues él nunca había sacado el carné.

Apenas llevaban un par de kilómetros recorridos cuando, al tomar una curva suave, divisaron a lo lejos un bulto oscuro en mitad del asfalto. Al principio pensaron que era un camión parado sin luces. Pero a medida que se acercaban, Juan José sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca. Aquello no era un camión. Ni un tractor. Ni ninguna maquinaria agrícola. Era una esfera, enorme, que ocupaba todo el ancho de la carretera. Un artefacto de unos cinco metros de altura, sin ventanas, sin marcas, sin aberturas visibles. Su superficie era de un color naranja intenso, como el de una bombona de butano, pero con un brillo leve, casi hipnótico. Y lo más inquietante: flotaba a un metro del suelo, completamente inmóvil.

Ateridos, detuvieron el coche a unos 25 metros del objeto. En ese instante, sin emitir sonido alguno, la esfera se deslizó lateralmente hacia un lado de la carretera, con una suavidad antinatural y una rapidez que no parecía de este mundo. Se quedó allí, a unos 30 metros del arcén, como si esperara... o como si observara.

El miedo se apoderó de ellos. No había cobertura (los móviles aún eran cosa de películas), ni tráfico, ni casas cercanas. Nada. Solo ellos, la noche, y aquello. Cuando lograron calmarse mínimamente, decidieron avanzar, con la esperanza de alcanzar la carretera nacional, donde quizá habría más tránsito y algo de seguridad.

Pero cuando el coche pasó junto al artefacto, este comenzó a moverse a su lado, manteniendo una distancia fija y replicando exactamente su velocidad. Si ellos aceleraban, él también. Si frenaban, lo hacía. Incluso una parada que hicieron, en medio del pánico, fue imitada por el objeto. El trayecto duró cinco o seis minutos eternos. Juan José lo describió como una de las experiencias más aterradoras y extrañas de su vida.

Finalmente, cuando vislumbraron las luces del cruce con la antigua carretera nacional, el objeto —como si supiera que su tiempo había terminado— se elevó lentamente, hizo un giro en el aire y salió disparado hacia el cielo en línea recta, a una velocidad que desafiaba toda lógica. En cuestión de segundos, desapareció.

Siguieron el resto del camino en completo silencio. Cuando llegaron a Mérida, se miraron y supieron que lo que habían vivido no era fruto de la imaginación ni de una alucinación compartida. Lo habían visto. Lo habían sentido.

¿Explicación? Nadie la tiene. ¿Un prototipo militar? ¿Un fenómeno atmosférico? ¿Una aparición colectiva? O quizá, solo quizá, algo más allá de lo que alcanzamos a entender.

Han pasado más de veinte años desde que Juan José me relató esa historia. A día de hoy, no creo que haya cambiado una sola coma de su versión. Y eso, al menos para mí, tiene más valor que cualquier informe oficial.

No sé si los OVNIs existen o no. Pero sí sé que hay misterios que resisten el paso del tiempo, y testimonios que, aun sin pruebas tangibles, dejan una huella indeleble. Y también sé que no todas las respuestas están en los libros. Algunas, simplemente, siguen flotando ahí fuera, como aquella esfera naranja, silenciosa, observando, esperando quizá volver.

15.10.09

El progreso humano


El progreso humano, a lo largo de los siglos, ha costado infinidad de víctimas y nada dice que en el presente podamos dar por clausurada esa época. Todavía vivimos en un sistema absurdo donde la relativa felicidad y libertad de unos se cimienta en el infortunio y la opresión de otros. Por desgracia, mucha gente considera esta situación como algo natural destinado a durar eternamente; incluso como algo justo. Para eso existen ideologías que proclaman la superioridad de unas razas sobre otras, de unos seres sobre los demás y hasta como último recurso, de una vida ultraterrena, donde todos seremos iguales y felices.

Santiago Carrillo (Memorias) 2006. Editorial Planeta. Edición revisada y aumentada.

8.10.09

Mi conversación privada con Dios en horas de siesta.

Un día cualquiera después de comer.
Hora: 16:30, más o menos.

Suena el teléfono.
Gli-gli-gli, gli-gli-gli.
(Los teléfonos ya ni siquiera hacen riing-riing, como antes).

—¿Sí, dígame?

—Hola, buenas tardes, ¿podría hablar con el señor don Alberto López?

—Bueno, muchas gracias por lo de señor y don, pero no me interesa ninguna oferta de telefonía, ni de internet, ni del club Chatrefour, ni la tarjeta de compra de El Corte Thailandés. Además, me acaba usted de fastidiar mi siestecita en el sofá mientras veo, entre tinieblas, Sé lo que hicisteis...

—Perdone, pero no le llamaba por nada de eso.

—¿Ah no? ¿Y con quién tengo el gusto de hablar?

—Pues verá... soy Dios.

—¿Perdón? ¿Cómo dice?

—Que soy Dios.

—¿Dios... Juan de Dios?

—No, no. Dios, Dios. A secas.

—¿Está de cachondeo? Mire que hoy no tengo el día para cantar bajo la lluvia como Gene Kelly.

—No bromeo. Soy Dios. El único y verdadero.

—¿Dios, Dios? ¿El de “me cago en…”?

—Ese mismo, por desgracia.

—¡Coño! Pues me pilla usted medio adormilado.

—Ya, ya te veo. Perdón por interrumpirte la siesta.

—¿Cómo que me ve?

—Soy Dios. Lo veo todo.

—¡Ostras, y yo en gallumbos!

—Tranquilo. Créeme, he visto cosas peores.

—Hombre, yo en gallumbos gano mucho, pero no sé si es el atuendo más adecuado para hablar con... ¿cómo le trato? ¿Su Santidad? ¿Su Altura? ¿Majestad?

—Llámame como quieras, hijo mío. Michael Landon me llamaba el Jefe en Autopista hacia el cielo.

—Pues nada, le hablo de usted, que me sale más natural. Pero dígame... ¿cómo es que llama por teléfono y no se aparece en forma de lengua de fuego o zarza ardiente o algo más bíblico?

—Marketing celestial. Si me aparezco en plan antiguo, la gente cree que es una cámara oculta o un especial de Iker Jiménez. Esto es serio, así que optamos por lo moderno: llamada telefónica post-sobremesa. Pillas a mucha gente en casa.

—¿Y no han probado con e-mails o SMS?

—Sí, pero la gente cree que es spam celestial. Ni lo abren. San Pablo propuso hacer una web con milagros en directo y subir vídeos a YouTube, pero no nos toman en serio. Mucho influencer y poca fe.

—Normal. El personal está muy quemado. La fe se desmorona. Falsedad, hipocresía, puñaladas traperas, decepciones... dan ganas de exiliarse a otro planeta.

—Por eso te llamo. Para hablar de fe. De tu fe, más bien de tu falta de fe.

—Hombre, no lo tome como algo personal. Es que el mundo no ayuda. Mire cómo están las cosas. Como dice Ismael Serrano, las hostias siempre caen sobre los que hablan de más. Y ahora con la dichosa “crisis”, todo afecta a los de abajo, mientras el de arriba se compra otro yate.

—Ya lo sé. Llevo observándote… unos 36 años.

—¡Joder, un rato dice!

—Para mí, eso no es nada. Soy intemporal.

—Cierto, cierto. Olvidaba ese detalle.

—Y he visto tu evolución... o más bien, tu involución religiosa. Has perdido la fe. Ya no crees ni en la suerte.

—Es que este mundo está mal repartido. Y cuando uno ve que los mismos se lo llevan calentito y los de siempre siguen en la cuneta... pues la fe se evapora. Hay demasiado predicador de escaparate, demasiada moralina en oferta y muy poco gesto real.

—Pasa de ellos. Son los de siempre: tiran la piedra y esconden la mano.

—Sí, pero cuando me tocan lo personal, salto.

—Eso lo sé. Pero no justifica que, en momentos de ofuscación, menciones a miembros del Santoral como si fueran compañeros de oficina.

—¿También me ve en el curro?

—Estoy en todas partes, ya te lo dije.

—Pues ya podría echarme una mano alguna mañana. Que voy hasta las cejas.

—No puedo hacer eso. Si te ayudo a ti, tendría que ayudar a todos. Sería un caos. Además, sin fe, poco puedo hacer.

—¡Ah, claro! Sin fe no actúa. Pero... ¿y si se manifestase un poco más? Algo tangible. Por ejemplo, si me tocase la Primitiva este jueves, le juro por su barba que me reconvierto. Incluso hago una donación a la Iglesia.

—No funciona así. No se compra la fe con euros.

—Bueno, si no es por no donar. Pero uno ya no se fía ni de las ONG. Que si UNICEJA, que si Matasanos sin Fronteras, que si Cruz Colarada... de cuatro partes, trincan tres y mandan una. Y gracias.

—Alguna hay, pero no todas. En fin... veo que no estás receptivo. Tendré que enviarte una señal divina.

—Pues si puede ser que el Athletic gane la Liga, eso sí que sería un milagro en condiciones.

—Tú piensa en lo de la fe. Ya hablaremos.

—Fíjese si tengo poca fe que hasta dudo que sea usted. Podría ser un Dios falso. De esos que se descargan por eMule.

—No digas chorradas.

—Perdone, es la costumbre. Bueno, vaya con usted mismo. Y piénsese lo de la Primitiva, que eso sí que me devolvería la fe.

—Jesús, Jesús…

—Dale recuerdos de mi parte. A él y al Rey del Pop.


📷 Fotografía: Atardecer en La Antilla (Huelva). Septiembre de 2008.


2.10.09

Un verano más o un verano menos.


Según se mire, porque los veranos, especialmente en determinadas épocas de nuestras vidas, dejan huella. No siempre son espectaculares, ni perfectos, ni de postal. Pero sí dejan algo. Un eco. Una vibración. Una marca invisible que solo el tiempo es capaz de revelar con claridad.

A veces lo hacen en forma de recuerdo luminoso, de carcajada compartida, de mirada en silencio o de una canción que sonaba en la radio del coche mientras atravesábamos una carretera secundaria sin rumbo fijo. Otras, simplemente vuelven cuando "aprieta el frío, cuando nada es mío, cuando el mundo es sórdido y ajeno", como escribió Sabina desde alguna de sus madrugadas rotas. Y entonces regresan. No solo los recuerdos del último verano, no solo los de este que acabó hace poco , el del 2009, sino también otros veranos, ya lejanos, ya levemente difuminados por el tiempo, que se superponen unos sobre otros como diapositivas antiguas en una vieja caja de zapatos.

No sabría decir si aquellos veranos fueron mejores o peores. Quizás eran más inocentes, o simplemente nosotros lo éramos. Pero lo cierto es que tenemos impresas en la memoria imágenes desgastadas como fotografías reveladas con prisas: un poco ajadas, algo arrugadas por los años, emborronadas por la vida y por la forma en que a veces, sin darnos cuenta, vamos deformando el pasado para hacerlo más habitable.

Seguramente habrá más veranos. Quizá más cálidos, más largos, más intensos. Pero nunca, nunca jamás, habrá uno igual a otro. Porque cada verano es único. Y cada uno se lleva algo de nosotros, como un ladrón que entra de puntillas y se lleva el sol por la ventana.

Así que, a modo de resumen sentimental, dejo aquí algunas postales desordenadas, retazos en forma de escena, capturados entre finales de junio y los últimos suspiros de septiembre de este verano de 2009, justo ahora que "el otoño llegó con su alfombra marrón tendida en las aceras", cubriendo los restos de lo vivido con esa melancolía tan suya, tan nuestra.

— Un viaje improvisado en coche con los cristales bajados, el salitre en la piel y el estribillo de una canción que ya no recuerdo, pero que en ese momento parecía contener todo lo que éramos.
— Las siestas en sombra compartida, el zumbido de los ventiladores y las conversaciones a media voz que parecen eternas, como si el calor también dilatara el tiempo.
— Una cena en la terraza de siempre, con vino barato, risas torpes, mosquitos traicioneros y promesas que no sabíamos que no íbamos a cumplir.
— El olor a aftersun, a cloro, a arena, a camiseta recién planchada para salir.
— Un mensaje que llegó tarde.
— Un reencuentro inesperado que no cambió nada, aunque por un momento fingimos que sí.
— Un cielo lleno de estrellas en un pueblo sin cobertura.
— Un domingo con resaca y tortilla fría, con los pies en alto y el alma a media asta.
— Un último baño. Siempre hay un último baño. A veces uno no lo sabe hasta después.

Y así, entre fuegos artificiales lejanos, canciones que se nos quedaron pegadas al cuerpo y un puñado de imágenes que ya empiezan a virar hacia el sepia, se nos fue este verano. El del 2009. Ni mejor ni peor. Simplemente único. Como todos.