Se cierra Agúndez, una librería con más de 40 años en Cáceres. Se baja la persiana sin fuegos artificiales, sin una placa, sin un acto. Como si fuera una papelería cualquiera. Como si en ese local no hubieran crecido generaciones enteras de escolares, padres, abuelos. Como si no se hubiera vendido cultura al peso, al detalle, al consejo.
Y no es la única. También están en el aire Cervantes, Eguiluz… y Figueroa lleva dos años cerrada. Lo llaman “jubilación” o “traspaso”, pero todos sabemos lo que es: la lenta desaparición de las librerías antiguas, las de verdad. Las que olían a papel, a tinta, a conversación. Las que conocían tus gustos antes que tú. Las que sabían recomendar, sin algoritmo, sin cookies, sin ofertas relámpago.
Ahora todo se pide por internet. Todo es inmediato, barato, sin alma. Compramos novelas como si fueran cepillos eléctricos. Y nos da igual. Porque hemos aceptado que leer ya no es un acto íntimo, ni un camino. Solo un producto más.
Las librerías de barrio, aquellas que resistían con dignidad, se están apagando una a una.
Y no porque no funcionen.
Sino porque ya nadie quiere hacerse cargo.
Porque ser librero exige pasión, tiempo y vocación. Y porque este sistema no premia nada de eso.
Mientras tanto, los responsables del Ayuntamiento se hacen fotos en actos vacíos, presumen de estadísticas y cortan cintas en eventos culturales de escaparate, donde no hay más profundidad que el titular del día siguiente. ¿Dónde está el apoyo real? ¿Dónde está el plan para sostener el tejido cultural de la ciudad más allá del turismo y el postureo?
Cáceres no necesita más festivales con cantantes mediocres, ni más eventos olvidables. Ya tiene bastantes. Necesita librerías abiertas. Necesita cuidar a sus creadores, a sus libreros, a sus profesores, a sus artistas. No basta con nombrarlos en campaña.
Nos quieren hacer creer que la cultura sobrevive sola. Que no necesita raíces. Que basta con tres eventos al año y un autobús con poemas en las marquesinas.
Pero no. Lo que se va con cada librería que cierra es una forma de ser ciudad.
Un espacio que resistía la prisa, el olvido, el cinismo. Un sitio donde aún era posible hablar de un libro sin que nadie mirara el reloj.
La culpa no es solo de Amazon, ni del ebook, ni de la falta de relevo generacional.
La culpa también es política. Por no proteger lo esencial. Por invertir en lo superficial. Por dejar morir lo que nos hacía distintos.
Cuando desaparece una librería, no se pierde solo un local.
Se borra una historia. Se rompe un vínculo.
Y se apaga una luz que no volverá.
Y que nadie se engañe: lo que está en crisis no son los libros. Lo que está en crisis es la cultura