Yo, en cambio, nunca pude acostumbrarme a ese ritual. Por más que lo he intentado, ese café tan puro, tan tajante, nunca ha logrado conquistarme. Prefiero el café con leche, suave, cremoso, como un abrazo tibio que acompaña mis horas de vigilia. A veces, me tomo hasta cuatro tazas a lo largo de la mañana, como un pequeño acto de celebración de la rutina. Y en ocasiones, cuando la noche promete ser larga, después de una cena fuera, me animo con un cortado: una chispa de energía que enciende mis pasos y me invita a seguir.
Pero hoy, en esta tarde cualquiera, mientras dejo que el aroma de mi café con leche me envuelva, no puedo evitar pensar en Papá. En sus cafés solos, en sus silencios profundos y en esa forma suya tan sencilla de encontrar paz en las pequeñas cosas. No puedo evitar acordarme de él, ni un solo día de mi vida, aunque vaya pasando el tiempo y la casa ya no tenga ese olor a café tostado que él tanto amaba.
Es curioso cómo algo tan simple como una taza puede contener un universo entero de recuerdos. Hoy, cada sorbo me sabe a él, a su voz pausada, a sus manos fuertes, a esos momentos compartidos en que, sin necesidad de palabras, nos entendíamos.
Y así, en la soledad de esta tarde, mientras el café se enfría lentamente, lo extraño con esa mezcla dulce y amarga que solo deja el tiempo.
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