Se habló en este blog de...

26.6.25

Los genios de lo cotidiano

Yo considero un genio, en esta vida, a cualquiera que sepa hacer algo que yo no sé hacer. Así, tal cual. Y no me refiero a escribir novelas rusas de mil páginas ni a resolver ecuaciones diferenciales mientras elabora una paella de mariscos con la otra mano. No. Hablo de cosas normales, sencillas, de andar por casa. Lo cotidiano, eso que supuestamente todos deberíamos saber hacer… y que yo, humildemente, no tengo ni idea.

Por ejemplo: las pescaderas del Mercadona. Esas mujeres, enfundadas en sus guantes de látex, con el mandil plastificado, rodeadas de hielo, espinas y ojos de besugo, salmón y merluza, me parecen unas auténticas genias. Las admiro. Porque las ves ahí, impasibles, con una serenidad casi budista, y son capaces de destripar una dorada como quien pela una mandarina. Le abren el vientre, le sacan las tripas, las espinas, la columna vertebral entera, mientras charlan contigo sobre si va a llover o si la prefieres para horno o para la plancha. Lo hacen con una soltura que da envidia y un control del cuchillo digno de cirujanas cardíacas. Para mí, eso es maestría. Una genialidad con olor a mar.

Y mientras tanto, yo en casa, enfrentado a una dorada como si fuera un acertijo zen. Me pongo nervioso, sudo, dejo escamas hasta en el techo y termino sintiéndome como Daniel Sancho: torpe, salpicado, y con una expresión entre culpable y derrotado. Un
auténtico desastre.

Pero no se trata solo de las pescaderas. También me parecen genios los que cuelgan un cuadro recto a la primera, sin usar nivel, sin pedir ayuda, sin medir con el móvil ni hacer cinco agujeros previos en la pared. O esa señora que enhebra la aguja a la primera, sin levantar la ceja, sin soplar el hilo, sin poner cara de neurocirujana. Eso es talento. O ese colega que calcula el arroz “a ojo” y no le sobra ni un grano. Yo, si cocino arroz, termino comiéndolo tres días, como si estuviera en misión humanitaria conmigo mismo.

Y ojo, que nos han vendido una idea muy estrecha del genio: el que inventa cosas revolucionarias, el que habla cinco idiomas, el que da charlas TED con micrófono de diadema y sonrisa ensayada. Pero no. Eso está bien, sí, pero la verdadera genialidad está en otra parte. Está en las manos que saben. En los gestos afinados por la repetición y el oficio. En esa forma silenciosa de dominar una tarea sin convertirla en espectáculo.

La genialidad, la de verdad, vive en las pescaderas del Mercadona, que podrían dar clases en Harvard sobre precisión quirúrgica y atención al cliente, pero prefieren seguir en su esquina helada, destripando doradas con elegancia y preguntándote, sin pretensiones, si la quieres abierta a la mitad.

Y tú, con suerte, te la llevas lista para el horno, y con un poco de vergüenza porque sabes que ni en tres vidas vas a alcanzar ese nivel.


No hay comentarios: