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24.6.25

Los truenos del pasado

 Después de varios días de un calor denso, casi pegajoso, que se colaba por las rendijas de las ventanas y se quedaba suspendido en las estancias como una cortina invisible, llegó la tormenta. Fue en una de esas tardes de veranos donde el sol parecía no ponerse nunca del todo, donde el silencio de la siesta a mediodía era una promesa rota de calma, porque todo en realidad estaba a punto de estallar.

El aire olía a tierra reseca, a tomillo achicharrado por el sol y a una ansiedad que solo conocen quienes han vivido muchos veranos en el mismo lugar. Las cigarras callaron de golpe, como si también ellas hubieran sentido ese escalofrío que recorre el cuerpo cuando el cielo se encrespa y se vuelve de un gris violáceo. Y entonces, ocurrió. El primer trueno no fue un aviso: fue una sacudida. Como si el cielo, harto de soportar tanto calor, se partiera por la mitad.

Yo estaba en casa de mi abuela y ella, como siempre, en su rincón junto a la ventana, tejiendo algo que nunca acababa. Su hilo y su paciencia eran eternos, pero su miedo, también. Bastó con aquel primer trueno, seco y profundo como el rugido de un dios antiguo, para que ella dejara caer la labor sobre sus rodillas, se santiguara con gesto automático y se levantara sin decir palabra.

—Ya viene... —susurró.

Sabíamos lo que eso significaba. Como si cada tormenta fuera una vieja enemiga que regresaba puntual a su cita, mi abuela se dirigía lentamente a su habitación, se metía en su cama, se tapaba hasta el cuello aunque hiciera un calor que partiera las piedras, y se quedaba allí, muy quieta, esperando que el mundo dejara de rugir.

De pequeños pensábamos que era una especie de juego, su manera de desaparecer. Pero con los años, fuimos entendiendo que para ella las tormentas eran algo más que un fenómeno atmosférico. Eran recuerdos. Eran sonidos de juventud que no podía quitarse de la cabeza. El estampido lejano de una bomba en la guerra, el crujido de la tierra abriéndose bajo los pies, las voces apagadas tras los postigos cerrados. Las tormentas la devolvían a esos días, y la única forma de protegerse era esconderse como una niña pequeña, bajo el edredón, cerrando los ojos y esperando a que todo pasara.

Esa tarde, la tormenta fue de las que hacen historia. Rayos que parecían partir en dos los olivos del cerro, truenos que hacían vibrar los cristales de la alacena, y una lluvia densa, caliente al principio, como lágrimas de alguien que no sabe si llora de rabia o de alivio. El agua golpeaba los tejados con furia, arrastrando el polvo de semanas, lavando las fachadas encaladas como si quisiera devolverles su brillo de otros veranos.

Yo me asomé a la puerta de su cuarto para ver a mi abuela. Estaba allí, como siempre, con la mirada fija en el techo, murmurando algo que no entendí. Me senté en el borde de la cama y le tomé la mano. No dijo nada. Sólo apretó los párpados cuando un relámpago iluminó toda la habitación. Su mano estaba fría, pero su pulso, firme.

Cuando todo pasó, cuando el cielo se agotó de tanto llorar, la abuela se incorporó con esfuerzo, se arregló el pelo con dignidad, y volvió a su rincón, donde la labor la esperaba como una promesa de continuidad. Afuera olía a tierra mojada. Las cigarras no habían vuelto aún. Y yo, que ya no era tan niño, supe que hay tormentas que no están hechas solo de truenos y agua, sino de recuerdos que estallan por dentro.

Y entendí, por fin, que meterse en la cama no era rendirse. Era resistir. Como ella lo hizo siempre.

Se sentó otra vez junto a la ventana, con ese gesto suyo de quien recupera el sitio como si nada hubiera pasado. Afuera, el agua seguía cayendo mansa ahora, sin el bramido del principio, como si la tormenta hubiera llorado todo lo que tenía dentro y se sintiera un poco menos terrible. Las nubes comenzaban a abrirse y, por un momento, entre los tejados aún goteando, se filtró una línea tenue de sol. Una rendija de oro en un cielo que aún conservaba el color del miedo.

Mi abuela retomó la labor con las manos algo temblorosas, pero con la vista serena. Como si tejer fuera su manera de decirle al mundo que seguía aquí, que no se la había llevado el trueno ni el rayo ni los recuerdos que traía la lluvia.

—¿Te ha dado mucho miedo esta vez, abuela? —le pregunté en voz baja, casi sin querer romper la paz recién recuperada.

Ella no respondió enseguida. Movió la aguja, enhebró un punto, y entonces dijo:

—Uno nunca se acostumbra del todo a los ruidos del pasado. Pero esta vez he recordado menos. O quizás he aprendido a dejar que pasen sin que se queden tanto rato.

Miró hacia el horizonte, donde los campos ahora parecían más verdes, más vivos. La tierra exhalaba ese olor indescriptible que se mezcla con la nostalgia: el del barro, el del hinojo húmedo, el de las calles empedradas y las sillas al fresco que la tormenta había interrumpido.


—De niña —continuó ella, sin que yo le preguntara nada—, cuando tronaba, mi madre nos hacía meter a todos debajo de la mesa. “Ahí no cae el rayo”, decía. Yo cerraba los ojos y me tapaba los oídos. Pero desde entonces supe que el miedo, si lo guardas mucho, se queda a vivir contigo. Y que hay que buscarle un rincón. El mío es la cama.

Yo la observaba, fascinado. Nunca hablaba así. Nunca contaba cosas de su infancia con tanto detalle. Parecía que la tormenta le había aflojado algo por dentro, como si cada trueno hubiera removido una piedra vieja de su memoria.

—¿Y qué hacías mientras esperabas? —le pregunté.

Ella sonrió, sin dejar de mover las agujas.

—Rezaba. O me inventaba historias. Algunas me daban más miedo que la tormenta, pero otras me hacían reír. A veces me imaginaba que los truenos eran pasos de gigantes, o que los rayos eran cartas que Dios lanzaba desde el cielo para decirnos que se acordaba de nosotros.

La miré entonces con una ternura que no supe poner en palabras. Porque en su voz, en sus gestos, en su forma de quedarse quieta mientras afuera el mundo se deshacía, estaba contenida toda la historia de los veranos de mi infancia. De los veranos con tormenta, con visillos movidos por el viento y velas encendidas por si se iba la luz. Con las calles del barrio convertidas en ríos y las vecinas gritando “¡madre mía lo que ha caído!”. Con mi abuela bajo las sabanas, haciendo de su miedo una especie de santuario.

Ese día, después de la tormenta, nos asomamos a la ventana. El cielo aún estaba encapotado, pero ya se veían algunos jirones azules. Todo olía a limpio, a nuevo, a tierra que respira. Ella se sentó en su sillita de mimbre, esa de la que siempre decía que “aguanta más que yo”, y suspiró largo.

—Ya ha pasado —dijo.

Y entonces lo entendí con toda claridad. Que no era solo la tormenta la que pasaba. Era el tiempo. Eran los veranos. Era la vida misma, que se abría paso entre los relámpagos, y que nos dejaba, si sabíamos mirar con cariño, la memoria de una abuela que tejía su propio refugio mientras el cielo rugía. Una abuela que le tenía miedo a las tormentas, sí, pero que había sobrevivido a todas.



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