Todos los jueves, pasadas las dos de la madrugada, descendía la empedrada calle como quien baja por el lomo de una vieja cicatriz que se niega a cerrarse del todo. Lo hacía en bicicleta, envuelto en el silencio espeso de la ciudad dormida, con la cabeza aún zumbando por los discos recién escuchados en la emisora. Aquella calle, la de siempre, la de los veintitantos, conservaba aún el eco de otras madrugadas, más sucias, más ruidosas, más vivas. Entonces era un territorio de promesas precipitadas, discusiones acaloradas, caricias a medio hacer y despedidas con sabor a tabaco barato. Problemas que en su momento fueron tormenta y que ahora, con el filtro de la edad, no eran más que niebla tibia.
Después cruzaba el parque del estanque de los peces rojos. Un parque discreto, casi olvidado por el ayuntamiento, pero sagrado para él. Allí, de niño, había arrojado migas de pan de la mano de su padre. No recordaba si los peces mordieron aquellas migas, si su padre le dijo algo concreto, si hacía frío. Solo recordaba la sensación de pertenecer. Por eso seguía cruzando ese parque cada jueves, como quien roza un rosario invisible para no olvidarse de rezar.
Al llegar a su edificio, se detenía siempre frente al tercero del bloque de enfrente. Una ventana, siempre la misma, seguía encendida. Era una luz cálida, doméstica, que no decía nada y lo decía todo. Él no sabía quién vivía allí, ni quería saberlo. Prefería imaginar que esa ventana era un espejo improbable: alguien, del otro lado, también combatía el insomnio con música o memoria, con vino o vigilia. Cada jueves, tras grabar su programa musical, una mezcla de rock clásico, jazz y canciones que nadie pedía ya en las emisoras, subía su bicicleta al hombro, se quedaba un minuto en la acera, y miraba esa luz como quien busca una señal para no perderse.
La noche siguiente, al emitirse el programa, lo escuchaba en su transistor con los ojos fijos en esa ventana. A las tres en punto, justo al terminar el último tema, una de Nina Simone, esa noche, la luz se apagó. Como siempre. Como un ritual pactado entre desconocidos.
Pero ese jueves algo cambió.
Esa noche, al terminar la emisión, no solo se apagó la luz. También se cerró la ventana. Y al instante siguiente, una silueta apareció tras el cristal, y durante unos segundos le miró directamente. No fue un vistazo accidental, ni una sombra de paso. Fue una mirada limpia, fija, consciente. Él lo supo con la misma certeza con que se sabe que se está despierto.
Por primera vez en todos esos años, sintió vértigo.
La figura hizo un leve gesto con la mano, una despedida, tal vez una señal,
y luego desapareció tras la cortina.
Al día siguiente, él no bajó a la emisora. No encendió el transistor. No recorrió la calle de madrugada. Ni siquiera cruzó el parque. Se sentó a escribir una carta, breve, sin firma, y la dejó en el buzón del tercero B. No dijo su nombre. Solo escribió: "Gracias por escucharme todos estos años. Esta fue mi última canción."
Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, se fue a la cama temprano.
Durmió profundamente.
Y soñó con peces rojos comiéndose las migas de pan.
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