Agosto de 1992. Siete en punto de la mañana.
En aquellos tiempos gloriosamente analógicos, cuando aún no sabíamos lo que era una pantalla táctil y Zuckerberg apenas gateaba entre sonajeros, el mundo giraba con una parsimonia que hoy resultaría ofensiva para cualquier millennial con ansiedad. No existían los teléfonos inteligentes, ni el scroll infinito, ni ese zoológico digital llamado TikTok, donde adolescentes, y hasta cincuentones en crisis, bailan con el fervor de un chamán poseído después de una paliza de reguetón.
La vida se vivía más despacio. O al menos eso creemos ahora, como quien recuerda las croquetas de la abuela: siempre más ricas desde la distancia y el colesterol. En aquel universo prehistórico, cuando uno regresaba a casa tras una noche intensita, palabra que solo cobra pleno sentido cuando hay una farola girando a tu alrededor, lo más parecido a un selfie era entrar en una cabina de fotos. De las que tenían cortinilla, olor a perfume barato y un taburete cojo. Cuatro poses en cinco minutos: alegría, tontería, mirada profunda y una en la que siempre salías con los ojos cerrados.
Blanco y negro, color o sepia si te habías leído a Benedetti y te sentías existencialista. Aquella tira de fotos era más que un recuerdo: era una prueba de vida, un carné de juventud salvaje. Tengo 19 años, llevo ocho combinados de garrafón con coca cola, y la convicción absurda de que la noche no tiene fin. La posterior resaca era el peaje, sí, pero no importaba. Unas horas después había que estar en la piscina del polígono, con gafas de sol, bíceps fingidos y esa camiseta de verano que sobrevivía a fiestas, noches en el parque de Santa Catalina y cientos de lavados.
Hoy es junio de 2025. También son las siete de la mañana. Pero la épica brilla por su ausencia. No hay ni piscina, ni cortinilla, ni camiseta de verano (ahora hay camisetas térmicas que prometen corregir la postura). Lo único que suena es el despertador del móvil, que ha decidido recordarme que soy un adulto funcional, aunque mi lumbago opine lo contrario. Me he levantado con dolor de espalda y un hombro izquierdo que parece pertenecer a otro cuerpo. Dos clásicos contemporáneos. Hay varios WhatsApp sin contestar, varios de ellos de grupos en los que no sabes ni por qué estás y uno de un tal “Pedro Fontanero”, que juro no recuerdo haber conocido jamás.
¿Nostalgia? Puede ser. O quizá sea simplemente la certeza de que ya no se puede improvisar la vida con el descaro de los 19. Ya no basta con una noche de calor, una brutal sesión de fiesta en las pistas y jardines del Yu-Yu, y una colonia de spot de televisión que prometía “toques marinos” y en realidad olía a after de gasolinera.
El tiempo, como los ríos, no corre hacia atrás. Y si lo hiciera, probablemente volvería solo para recordarnos lo inocentes , y lo idiotas, que éramos. Aunque qué felices, madre mía. Qué felices en nuestra ignorancia de hamburguesas de la casa, medios de vino con limón en La Encina y canciones que te pones hoy mientras limpias la casa.
Pero no caigamos en el melodrama: el pasado es una república imposible, el presente es un croasán reseco, y el futuro… bueno, el futuro es café recién hecho.
O frío, si te entretienes viendo las noticias y se te olvida bebértelo.
Lo mejor, sin duda, siempre está por llegar.
Y si no llega, al menos tendremos excusa para escribir sobre ello…con nostalgia, con sentido del humor…
y, si hace falta, con una camiseta de rayas rescatada del fondo del cajón.
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