A sus sesenta y cinco años, Julián Corral se detenía cada mañana frente a las puertas de la Biblioteca Municipal de San Gregorio con el mismo gesto con que otros se persignan antes de entrar a una iglesia. Durante casi medio siglo, aquel umbral le había servido de refugio y frontera, de pertenencia y destino. Ahora, a punto de jubilarse, sentía que cada paso por el vestíbulo era ya un adiós velado, un susurro de despedida entre anaqueles.
La biblioteca olía distinto. Ya no a papel envejecido ni a cuero reseco de encuadernaciones nobles, sino a cables plásticos, a climatización impersonal y a tinta de impresoras. Las voces habían sido sustituidas por teclas, y el murmullo de las páginas por el zumbido constante de pantallas.
Recordaba con claridad fotográfica el primer día que entró como ayudante, con diecisiete años recién cumplidos, cuando don Mateo —el bibliotecario de entonces— le extendió una ficha de cartulina y le dijo: "Aquí empieza tu archivo. Tu vida, quizá." Qué razón tenía. En aquellos años, los libros eran el único acceso a otros mundos. Venían niños con los bolsillos sucios de tierra y las manos temblorosas de emoción a buscar novelas de Verne, Salgari, Stevenson. Los universitarios preguntaban por Galdós, por Pío Baroja, por la generación del 27, que aún se leía con fervor. Incluso los mayores, campesinos o dependientes, se llevaban a casa tomos de poesía o libros de historia. No importaba el oficio ni la edad: leer era una forma de salvarse.
Hoy, en cambio, muchos entran preguntando por la contraseña del wifi o por un cargador para el móvil. Los que se acercan a los libros lo hacen con prisa, como si les pesaran. Hay quien toma un ejemplar para hacerse una foto, no para leerlo. Julián no los culpa; el mundo ha cambiado, y con él los hábitos, los ritmos, los anhelos.
—Los libros —solía decirse en silencio, recorriendo con la mirada los estantes— antes abrían ventanas. Ahora parecen ser el polvo en los cristales.
Aún había excepciones. Una mujer que volvía cada semana por novelas Nórdicas; un anciano que releía a Unamuno como si buscara en sus páginas una respuesta que la vida le seguía negando. Pero eran islas en un océano de ausencia. Lo que más dolía a Julián no era la transformación de la biblioteca, sino el vacío humano que se expandía entre sus muros. Ya no había silencio respetuoso, sino indiferencia ruidosa.
En su rincón del archivo, Julián guardaba aún el primer libro que colocó en las estanterías: "La colmena", de Cela. Lo acariciaba a veces, como quien roza una fotografía vieja. Allí estaba todo: la juventud, el asombro, la convicción de que cada palabra podía cambiar una vida. Esa fe, lentamente, se le había ido deshaciendo entre los dedos.
Faltaban dos semanas para su jubilación. Cada día era un pequeño duelo. Iba revisando las fichas, los lomos, los rincones como quien despide a viejos amigos. No sabía qué haría después. Tal vez escribir sus memorias. Tal vez mudarse al pueblo donde su padre había sembrado los primeros olivos. O simplemente sentarse en un banco a ver pasar las estaciones.
Pero una cosa tenía clara: el día que entregara su llave, no la dejaría en la oficina como una herramienta inservible. La depositaría sobre el mostrador, con una nota escrita a mano: "No olvidéis que hubo un tiempo en que los libros eran sagrados. Y quienes los buscaban, peregrinos."
Porque, en el fondo, Julián Corral no fue nunca un bibliotecario. Fue un guardián del silencio. De ese silencio antiguo que aún late, tímido, entre las páginas dormidas de un libro abierto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario