En el corazón de Cáceres, allí donde la piedra antigua resiste al tiempo y las plazas respiran siglos, se alza, discreta pero firme, la figura de una mujer de bronce. Su presencia no impone, pero conmueve. No desafía, pero permanece. Su nombre es Leoncia Gómez Galán, y su imagen, congelada en un gesto cotidiano, encarna algo más profundo que la simpatía popular: la dignidad silenciada de una vida al servicio de los otros.
A los ojos del visitante, podría parecer una estampa amable del pasado. Sin embargo, quien se detiene a mirar con atención descubrirá, tras esa postura encorvada y ese pañuelo humilde, la historia de una mujer a la que la historia no quiso escribir. Una mujer nacida pobre, vivida en la sombra y esculpida, ya tarde, en la memoria colectiva de un pueblo que aún le debe justicia.
Leoncia vino al mundo en 1903, en la localidad fronteriza de Valencia de Alcántara. Su primer gesto en la vida fue una despedida: fue abandonada al pie de una iglesia y recogida, por caridad o destino, por una familia de escasos recursos. Aquel acto fundacional marcaría el tono de toda su existencia: la intemperie, la necesidad, el silencioso heroísmo de sobrevivir.
A los trece años, todavía una niña, fue enviada a Cáceres para servir en casa de un reputado abogado. Allí transcurrió medio siglo de su vida. No en su casa, sino en la casa de otros. Cincuenta años en los que el tiempo no le pertenecía, el descanso era ajeno, y la palabra “vida” se confundía con la palabra “obediencia”. Cocinó, lavó, crió, limpió, curó y calló. Su salario era simbólico, apenas unas pesetas primero, unos duros después. Su jornada no tenía fin. Su voluntad, propiedad del patrón. La suya fue una biografía sin páginas, vivida entre las costuras de otras vidas más visibles.
Cuando la edad y el cuerpo dijeron basta, la pobreza no concedió tregua. En 1966, con 63 años, comenzó una nueva etapa: la de vendedora ambulante de periódicos, vocera de El Periódico Extremadura. Cada mañana, con los ejemplares bajo el brazo, recorría las calles empedradas anunciando titulares a viva voz, confiando en que alguna noticia de calado incrementara las ventas. En esas caminatas se jugaba no solo unas monedas, sino también un lugar en el mundo.
Alquilaba una habitación en el barrio de Busquet. No tenía jubilación, apenas red. Era una mujer mayor recorriendo el frío de los inviernos y el sol implacable de los veranos para ganar lo indispensable. Y sin embargo, no pidió más que poder seguir adelante. Trabajó mientras el cuerpo le sostuvo. Calló mientras la voz le sirvió. Vivió en los márgenes, sin quejarse, pero dejando huella.
En 1975 se retiró. Vivió sus últimos días en la residencia de la Avenida de Cervantes, donde conoció, al fin, un poco de afecto tardío. Contrajo matrimonio en 1977 con Salvador Hernández Fernández. Fue, quizás, su único gesto de plena libertad.
Falleció en 1986, a los 83 años. Pocos pensaron entonces que su figura terminaría por representar una parte esencial de la identidad de Cáceres. Pero en 1999, con motivo del 75 aniversario del diario al que dedicó sus últimos años, se instalaron dos esculturas en su honor. Una, en la redacción del periódico. La otra, la más visible, en la Plaza de San Juan, en el mismo lugar donde tantas veces Leoncia vendió las últimas ediciones con la esperanza de una venta más.
Allí está ahora. No impone, no habla. Pero su presencia interpela. Su cuerpo encorvado no simboliza cansancio, sino resistencia. Su gesto no es de sumisión, sino de entrega. Leoncia, la criada, la vocera, la mujer sin nombre propio durante décadas, es ahora memoria de muchas otras que, como ella, vivieron sin aplausos y murieron sin homenaje.
Convertir a Leoncia en una estampa entrañable es tentador. Pero hacerlo sin contar su verdad es traicionarla. No fue folclore. Fue clase obrera. No fue un personaje pintoresco, sino la encarnación de la injusticia que se institucionalizó durante generaciones. Su historia no es una anécdota para turistas: es una advertencia. Y su estatua no debería invitar solo a la foto, sino al pensamiento.
Porque el bronce puede brillar, pero no debería ocultar las sombras. Y en la de Leoncia hay muchas: la explotación doméstica, el clasismo, el patriarcado, la pobreza secular. Honrarla no consiste en florituras ni placas, sino en reconocer a las mujeres que, como ella, sostuvieron el mundo desde abajo sin ser vistas, sin ser nombradas, sin dejar de luchar.
Hoy, cuando pasamos junto a su figura, conviene detenerse. Mirarla no como símbolo amable, sino como símbolo incómodo, verdadero, profundamente humano. Porque si el bronce de Leoncia perdura, es para que no olvidemos que bajo cada piedra noble de esta ciudad, hubo muchas vidas humildes que la levantaron. Y una de ellas, acaso la más silenciada, fue la suya.
1 comentario:
Me parece muy interesante lo que has contado de esta mujer, todo un símbolo, toda una heroína, Leoncia. No paró de trabajar desde tan niña, no me extraña que la hayan levantado un monumento, esta estatua, en Cáceres. Cuando visite esa ciudad, me acercaré a ella para verla y perpetuarla en una foto, porque es todo un ejemplo de vida. Gracias a ti he conocido la vida de Leoncia.
Un abrazo.
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