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26.7.25

Aquí hay dragones


 HC SVNT DRACONES es una expresión latina derivada de Hic Svnt Dracones y popularizada durante la Baja Edad Media y el Renacimiento; se puede traducir como “aquí hay dragones”. Esta frase era incluida en los mapas antiguos para designar lugares que eran desconocidos para el hombre, pretendiendo otorgar a estos un elemento mágico y al mismo tiempo una advertencia para los marineros y exploradores. Aunque se cree que era una práctica común, se conservan muy pocos mapas en los que esté presente esta frase. El caso más conocido es el del globo de Hunt-Lenox (siglo XVI).

En el mapa de Hunt-Lenox, la expresión latina aparece en el sureste asiático, no muy lejos de donde se encuentran la isla de Komodo y Flores. Algunos estudiosos interpretan esta frase como una materialización de la mística y el terror que los dragones de Komodo provocaban ya en la Edad Media, y una advertencia directa contra ellos. Pero lo cierto es que, aunque los dragones son probablemente una de las criaturas más populares y extendidas de la cultura humana, la frase latina no se utilizaba únicamente para referirse a ellos, sino que se incluían serpientes marinas, leviatanes, sirenas, caballos de mar, gigantescos peces o simples barcos. Hic Svnt Dracones servía para referirse a todo aquello ajeno a lo humano.

Curiosamente, siglos después, la ciudad de Cáceres,con su casco histórico perfectamente conservado, su arquitectura de piedra y su atmósfera de tiempos detenidos,


acabaría asociada para siempre al imaginario de los dragones, al convertirse en uno de los principales escenarios de rodaje de las superproducciones Juego de Tronos y La Casa del Dragón. Las murallas, torres y callejones de Cáceres sirvieron como telón de fondo para representar ciudades como Desembarco del Rey o Marcaderiva, donde los dragones de los Targaryen sobrevolaban las almenas. Así, de forma casi profética, en los mapas modernos del cine y la televisión, Cáceres se ha convertido también en un lugar donde hay dragones. Y esta vez, muy reales para millones de espectadores.

15.7.25

Leoncia: la mujer detrás de la estatua



En el corazón de Cáceres, allí donde la piedra antigua resiste al tiempo y las plazas respiran siglos, se alza, discreta pero firme, la figura de una mujer de bronce. Su presencia no impone, pero conmueve. No desafía, pero permanece. Su nombre es Leoncia Gómez Galán, y su imagen, congelada en un gesto cotidiano, encarna algo más profundo que la simpatía popular: la dignidad silenciada de una vida al servicio de los otros.

A los ojos del visitante, podría parecer una estampa amable del pasado. Sin embargo, quien se detiene a mirar con atención descubrirá, tras esa postura encorvada y ese pañuelo humilde, la historia de una mujer a la que la historia no quiso escribir. Una mujer nacida pobre, vivida en la sombra y esculpida, ya tarde, en la memoria colectiva de un pueblo que aún le debe justicia.

Leoncia vino al mundo en 1903, en la localidad fronteriza de Valencia de Alcántara. Su primer gesto en la vida fue una despedida: fue abandonada al pie de una iglesia y recogida, por caridad o destino, por una familia de escasos recursos. Aquel acto fundacional marcaría el tono de toda su existencia: la intemperie, la necesidad, el silencioso heroísmo de sobrevivir.

A los trece años, todavía una niña, fue enviada a Cáceres para servir en casa de un reputado abogado. Allí transcurrió medio siglo de su vida. No en su casa, sino en la casa de otros. Cincuenta años en los que el tiempo no le pertenecía, el descanso era ajeno, y la palabra “vida” se confundía con la palabra “obediencia”. Cocinó, lavó, crió, limpió, curó y calló. Su salario era simbólico, apenas unas pesetas primero, unos duros después. Su jornada no tenía fin. Su voluntad, propiedad del patrón. La suya fue una biografía sin páginas, vivida entre las costuras de otras vidas más visibles.

Cuando la edad y el cuerpo dijeron basta, la pobreza no concedió tregua. En 1966, con 63 años, comenzó una nueva etapa: la de vendedora ambulante de periódicos, vocera de El Periódico Extremadura. Cada mañana, con los ejemplares bajo el brazo, recorría las calles empedradas anunciando titulares a viva voz, confiando en que alguna noticia de calado incrementara las ventas. En esas caminatas se jugaba no solo unas monedas, sino también un lugar en el mundo.

Alquilaba una habitación en el barrio de Busquet. No tenía jubilación, apenas red. Era una mujer mayor recorriendo el frío de los inviernos y el sol implacable de los veranos para ganar lo indispensable. Y sin embargo, no pidió más que poder seguir adelante. Trabajó mientras el cuerpo le sostuvo. Calló mientras la voz le sirvió. Vivió en los márgenes, sin quejarse, pero dejando huella.

En 1975 se retiró. Vivió sus últimos días en la residencia de la Avenida de Cervantes, donde conoció, al fin, un poco de afecto tardío. Contrajo matrimonio en 1977 con Salvador Hernández Fernández. Fue, quizás, su único gesto de plena libertad.

Falleció en 1986, a los 83 años. Pocos pensaron entonces que su figura terminaría por representar una parte esencial de la identidad de Cáceres. Pero en 1999, con motivo del 75 aniversario del diario al que dedicó sus últimos años, se instalaron dos esculturas en su honor. Una, en la redacción del periódico. La otra, la más visible, en la Plaza de San Juan, en el mismo lugar donde tantas veces Leoncia vendió las últimas ediciones con la esperanza de una venta más.

Allí está ahora. No impone, no habla. Pero su presencia interpela. Su cuerpo encorvado no simboliza cansancio, sino resistencia. Su gesto no es de sumisión, sino de entrega. Leoncia, la criada, la vocera, la mujer sin nombre propio durante décadas, es ahora memoria de muchas otras que, como ella, vivieron sin aplausos y murieron sin homenaje.

Convertir a Leoncia en una estampa entrañable es tentador. Pero hacerlo sin contar su verdad es traicionarla. No fue folclore. Fue clase obrera. No fue un personaje pintoresco, sino la encarnación de la injusticia que se institucionalizó durante generaciones. Su historia no es una anécdota para turistas: es una advertencia. Y su estatua no debería invitar solo a la foto, sino al pensamiento.

Porque el bronce puede brillar, pero no debería ocultar las sombras. Y en la de Leoncia hay muchas: la explotación doméstica, el clasismo, el patriarcado, la pobreza secular. Honrarla no consiste en florituras ni placas, sino en reconocer a las mujeres que, como ella, sostuvieron el mundo desde abajo sin ser vistas, sin ser nombradas, sin dejar de luchar.

Hoy, cuando pasamos junto a su figura, conviene detenerse. Mirarla no como símbolo amable, sino como símbolo incómodo, verdadero, profundamente humano. Porque si el bronce de Leoncia perdura, es para que no olvidemos que bajo cada piedra noble de esta ciudad, hubo muchas vidas humildes que la levantaron. Y una de ellas, acaso la más silenciada, fue la suya.

24.4.20

Castillo de Feria

 En el año 1394, el rey Enrique III entregó la villa a Gomes Suárez de Figueroa, maestre de la Orden de Santiago, concediéndole el título de Conde de Feria. Poco después, sería otro monarca, Felipe II, quien otorgaría a Lorenzo Suárez de Figueroa, hijo del anterior,  el título de Duque de Feria. Fue en esa época cuando el Señorío de Feria alcanzó su máximo esplendor, floreciendo tanto en influencia como en patrimonio. En este contexto se erigió la mayor parte de lo que hoy conocemos como el Castillo de Feria, una imponente fortaleza que corona la localidad y que he tenido la fortuna de visitar en varias ocasiones. Siempre me ha fascinado la sobriedad de su arquitectura, pero sobre todo las impresionantes vistas que regala de la comarca, extensas y abiertas como un libro antiguo que uno nunca termina de leer del todo.

La última vez que estuvimos allí fue en enero de 2019. No sabría decir por qué esta imagen ha regresado ahora, en esta inerte tarde de viernes, gris y un tanto perezosa. Quizá sea la melancolía o el simple deseo de volver a disfrutar de aquellas miniescapadas improvisadas de sábado, sin rumbo fijo ni reloj, cuando aún era posible subirse al coche y dejarse llevar por la carretera sin mayor propósito que el de cambiar de aire. Hoy, esa libertad nos parece lejana, casi irreal, como si perteneciera a otra vida o a un sueño apenas recordado.

También me viene a la memoria aquella tabla de quesos que devoramos sin remordimientos en uno de los escasos bares del pueblo. No era nada sofisticado, pero el sabor y el momento quedaron grabados con una intensidad inesperada. A veces, las cosas más sencillas, una conversación tranquila, una copa de vino, el sol de invierno en la cara, bastan para hacer feliz a este ingenuo fantaseador que aún cree en la magia de lo cotidiano.

20.2.18

La presbicia de mi memoria

Resulta que un buen, o mal,  día te ves obligado a aceptar lo que llevas tiempo dejando pasar por alto. Algo que has ignorado con la habilidad de un político en campaña o, directamente, has preferido negar con la fe ciega del que se cree inmortal. ¿Yo, problemas de visión? ¡Por favor! Si he tenido desde chiquillo la vista de un lince de Doñana en plena temporada de celo, de águila imperial oteando el Tajo desde lo alto de Toletvm, de buitre leonado haciendo guardia en el Salto del Gitano en Monfragüe, de gato callejero saltando chimeneas en un tejado londinense, de Nosferatu detectando una gotera en plena noche, de Clark Kent leyendo matrículas desde el ático del Daily Planet o de Robinson Crusoe divisando un barco entre la niebla desde lo alto de una palmera. Así de fino era mi ojo. Así de orgullosa mi retina.

Pero llega el día. Siempre llega. Te sientas en un restaurante con tu chica, mesa para dos, luz tenue de ambiente —esa que llaman “acogedora” pero que más bien parece diseñada por un topo con vocación de interiorista—, y el camarero, amable y trajeado, te ofrece la carta. Una carta elegante, minimalista, con letra tamaño sudoku nivel imposible. La agarras con firmeza, la alejas disimuladamente a la altura del sobaco del camarero, y musitas: “Es la luz... qué tenue está hoy la luz, ¿verdad?”. Y ahí estás tú, entrecerrando los ojos como Clint Eastwood en un duelo en el desierto, intentando descifrar si ese plato que tanto te apetece es ceviche de atún o cebiche de atún con uvas pasas. Por suerte, logras enfocar (más o menos) el arroz salvaje con verduras al pimentón de la Vera, las carrilleras ibéricas con dátiles y chutney de mango, y esa pasión roja del Jerte con merenguitos que suena más a pecado venial que a postre. Todo ello regado, como manda la tradición y la patria chica, con un “Habla de la Tierra”, ese tinto que uno ya empieza a necesitar para todo: para comer, para pensar... y para leer la cuenta sin llorar.

Y claro, la noche siguiente continúas con tu ritual de leer un poquito en la cama. Algo de historia, algún ensayo sesudo, un rato con la última de Care Santos, o algún poema de Federico, que nunca falla: Ay qué trabajo me cuesta, quererte como te quiero, aunque ahora lo que me cuesta es leerlo sin entrecerrar los ojos como un espía soviético revisando microfilmes. Así que decides que es momento de invertir en iluminación. Te compras un flexo LED, de esos futuristas, con brazo articulado, tres intensidades, temporizador y, por lo que cuesta, esperas que te lea el libro solo. Lo colocas, lo enchufas, intensidad tres, y... nada. El texto sigue borroso. Las letras bailan. “Será el cansancio”, te dices. O será que ya no tienes 30. Ni 35. Ni siquiera 40. Porque los 40 pasaron como el deseo: veloces, fugaces, intensos... tan intensos como efímeros. Como el primer sorbo de vino. Como aquel verano que prometía eternidad y terminó en dos domingos.

Y entonces, lo escuchas. La palabra maldita. Presbicia.

Suena a personaje de tragedia griega, a emperador caído o enfermedad victoriana. Pero no: es una condena oftalmológica. Es el aviso de que tus ojos, tan fieros antaño, ahora son unos jubilados que se niegan a enfocar de cerca. Y tú, claro, lo niegas. “Yo veo bien”, te repites. “Es la luz. Es el papel. Es el tipo de letra. Es Mercurio retrógrado”.

Pero no. Es la presbicia.

Una anomalía que te obliga a mirar el móvil con el brazo extendido, como si estuvieras en la pista de aterrizaje guiando un Boeing 747. Que te hace levantar las cejas con gesto de asombro perpetuo al intentar leer la letra pequeña del champú. Que convierte cada prospecto en un jeroglífico egipcio escrito por un farmacéutico con mala leche.

Y entonces, en ese punto de resignación lúcida, me doy cuenta: creo que también tengo presbicia en la memoria. Pero no en la memoria inmediata, no; esa aún va tirando. Es en la otra, en la memoria más profunda, la de largo recorrido. Esa que se va emborronando con los años como la tinta vieja, esa que empieza a reescribirse a su manera, con lo que uno habría querido vivir en lugar de lo que realmente pasó. La que dulcifica lo amargo, glorifica lo mediocre y, a veces, transforma una caída en bici en una hazaña épica con banda sonora de Ennio Morricone.

La presbicia de mi memoria no se cura con gafas. No hay óptica que la salve. Pero, ¿sabes qué? Tal vez, en algunas cosas, me esté haciendo un favor.