Crónica de mis inicios en Internet, año 2001
Mis inicios en Internet, allá por el año 2001, pasan sin duda alguna por una página ya desaparecida hace muchos años, pero inolvidable, al menos para los que fuimos asiduos a ella. En aquella época, conectarse a la red era una pequeña odisea doméstica: el router, uno de esos cacharros grisáceos, con luces parpadeantes y una antena endeble, emitía un chirrido mecánico y penetrante cada vez que intentaba establecer conexión. Aquel zumbido se mezclaba con el sonido agudo de la línea telefónica, como si dos máquinas estuvieran hablando entre sí en un idioma extraterrestre. La conexión iba a pedales, claro está, y cada intento de abrir una página era un acto de fe y paciencia.
Pero una vez dentro, todo merecía la pena.
La página en cuestión era un pequeño universo en sí misma: juegos flash, artículos de actualidad, opinión, deporte, cine, televisión… Un largo etcétera que parecía inabarcable. Pero lo mejor de todo era el foro, ese rincón primigenio donde el personal daba rienda suelta a todo tipo de opiniones, tanto sensatas como descabelladas. Era un lugar caótico y libre, donde las firmas eran tan importantes como los mensajes, y donde aprendí que en Internet uno podía encontrar tanto sabiduría como disparates en la misma frase.
Y si hay una página que marcó mis comienzos virtuales, esa fue Pipasweb. Así, con ese nombre tan castizo y entrañable, que parecía más propio de una bolsa de pipas con pegatinas por premio que de una página web. Y sin embargo, Pipasweb era mucho más que un nombre simpático: era un refugio, un pequeño caos ordenado donde siempre pasaba algo.
En Pipasweb se mezclaban artículos de actualidad con chascarrillos, noticias con juegos, reflexiones profundas con paridas monumentales. Tenía secciones de opinión, deporte, cine, televisión… y, sobre todo, tenía vida. Porque la joya de la corona era su foro, ese espacio donde la gente hablaba como si no hubiera un mañana, donde nacían amistades, enemistades, bromas internas y discusiones eternas sobre cualquier tema imaginable.
Mientras tanto, la música llegaba a cuentagotas gracias a Napster y AudioGalaxy, donde te jugabas el tipo con cada descarga, porque nunca sabías si el archivo era lo que prometía o si terminarías con un remix infame grabado desde una radio de coche. Aun así, el simple hecho de tener la posibilidad de bajarte una canción sin moverte de casa parecía ciencia ficción.
Todo eso era Internet en 2001. Lento, impredecible, lleno de errores de carga y ventanas emergentes que te invitaban a ganar premios inexistentes, pero también lleno de descubrimientos, de primeras veces, de conexiones invisibles que se tejían con la misma intensidad con la que ahora nos bombardean los algoritmos. En aquel rincón de la red llamado Pipasweb, descubrí que Internet podía ser un lugar donde sentirse parte de algo, aunque fuera desde una habitación con moqueta, un monitor de tubo y el pitido del módem como banda sonora.
Y no se puede hablar de aquella vida online sin mencionar el reinado absoluto de MSN Messenger. Porque después de pasar la tarde en el foro de Pipasweb, llegaba el momento de encender el Messenger, ese santuario digital donde todo el mundo esperaba (con ansiedad apenas disimulada) ver conectado al contacto que les quitaba el sueño.
Era una época en la que decir "me conecto y me desconecto para que vea que estoy" era una táctica real, cuidadosamente estudiada. Las frases de estado eran auténticos manifiestos emocionales: desde letras de canciones hasta indirectas crípticas con emoticonos que parpadeaban. Y qué decir de los zumbidos… ese botón demoníaco que hacía temblar la pantalla y que uno usaba como último recurso, como quien lanza una piedra a una ventana porque no le abren la puerta.
En paralelo, para los más curiosos o aventureros, existía el mundo subterráneo del IRC-Hispano. Canales como #sevilla, #cine o #alternativo reunían a cientos de personas conectadas a horas intempestivas, compartiendo ideas, ligando (o intentándolo), discutiendo de política o simplemente saludando con un frío "a/s/l?" (edad, sexo, localización), la contraseña universal de aquel tiempo.
También empezaban a proliferar los blogs personales, muchos alojados en Terra, Blogia, Bitácoras.net o Blogspot, verdaderos diarios abiertos donde adolescentes y no tan adolescentes contaban su vida con una mezcla de ingenuidad, intensidad y ternura. Se escribía sobre desamores, exámenes, películas que nos cambiaban la vida, conciertos memorables y, por supuesto, de aquellos misteriosos internautas que uno conocía sólo por su nick, pero con los que se sentía una complicidad extraña, casi íntima.
El diseño web era, por decirlo amablemente, discutible. Fondos negros, letras fosforitas, gifs de llamas ardiendo, contadores de visitas y relojes digitales incrustados en las esquinas. Y sin embargo, cada página tenía personalidad, algo que no se mide con métricas ni con likes.
Y en medio de todo eso, estaban los juegos en Flash, auténticas joyas pixeladas que hoy apenas sobreviven en algún archivo olvidado. Tardaban en cargar una eternidad, pero te daban horas de entretenimiento: desde el mítico juego del yeti lanzando pingüinos hasta simuladores absurdos como cocinar ramen o montar una banda de rock. No necesitabas una consola. Solo necesitabas tiempo, paciencia y el permiso de tus padres para ocupar la línea telefónica.
La vida online de entonces era otra cosa. Un lugar donde la conexión era lenta pero el tiempo parecía más denso, más significativo. No había redes sociales como las entendemos hoy, ni notificaciones constantes, ni filtros de belleza. Había anonimato, sí, pero también autenticidad. Había torpeza, pero también descubrimiento.
A veces pienso que no fue solo Internet lo que empezaba en aquel 2001: también empezábamos nosotros. Éramos más ingenuos, más pacientes, más dispuestos a explorar sin mapa ni brújula. Aquella red torpe y fascinante nos enseñó que lo importante no era la velocidad, sino el descubrimiento. Que una conversación podía durar horas sin emojis, que un foro podía ser un refugio, y que detrás de cada nick había una persona buscando lo mismo que nosotros: compañía, respuestas, sentido.
Hoy lo tenemos todo al instante, pero a veces nos falta algo que entonces sobraba: el asombro.
Y quizá por eso, cuando pienso en Pipasweb, en el zumbido del módem, en las canciones bajadas de madrugada, no siento nostalgia solo por la tecnología. Siento nostalgia por mí mismo. Por aquel que fui, por el mundo que descubrí, y por cómo, sin saberlo del todo, Internet nos fue enseñando a estar solos… pero también a estar juntos, en la distancia y en la palabra.
Porque, al final, no se trataba de navegar por la red.
Se trataba de encontrarnos. Aunque fuera entre ruidos, píxeles y líneas que se caían.
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