Hay un instante, allá por el mes de julio, cuando el sol extremeño, ese astro inmisericorde y radiante que parece entrenar cada verano para fundir medallas olímpicas, empieza a derretir las aceras de Mérida y convierte el empedrado de Cáceres en una parrilla de granito donde podrían freírse huevos (de corral, claro está), en el que el cuerpo clama no ya por agua, sino por redención. Y ahí, en ese clamor ancestral entre el sudor y la resistencia, aparece él: el gazpacho extremeño, humilde en su cuna, glorioso en su efecto.
No debe confundirse este elixir con versiones tibias ni con esos gazpachitos envasados que se anuncian como si fueran colonias. No. El gazpacho extremeño no se vende, se prepara, y siempre con la liturgia propia de los grandes ritos ibéricos: cuchillo afilado, cuenco de barro, y una paciencia que solo tienen los que han visto más de cuarenta veranos seguidos sin aire acondicionado.
Los ingredientes son sencillos y honestos como la tierra que los cría: tomates bien maduros, de esos que huelen a huerta y no a supermercado, pimientos verdes que aún conservan el rumor del amanecer en la vega, ajos bravos como el carácter de un abuelo de Guareña, aceite de oliva virgen extra (preferiblemente de la Nava de Santiago), un poco de vinagre, sal y, según las casas, sobre todo en la de mi madre, pan del día anterior como base mística del conjunto.
Se tritura con devoción, se tamiza con mimo, y se sirve bien frío, casi con escarcha en la jarra, como si fuera un hechizo líquido contra el bochorno. En algunas casas lo coronan con picadillo de pepino y huevo duro, en otras con jamoncito ibérico desmenuzado, ¡oh gloria bendita de la dehesa!, y las más generosas te ofrecen, junto al gazpacho, un trozo de Torta del Casar para untar con mano libre y conciencia plena.
El gazpacho extremeño no solo refresca, también reconcilia. Une al jornalero de Castuera con el funcionario de Badajoz, al estudiante de Cáceres que ha vuelto del Erasmus echando de menos su nevera, y al turista que llega a Mérida buscando ruinas romanas y acaba encontrando el sentido de la vida en una cucharada bien servida.
Y es que, más allá de su humilde apariencia, el gazpacho es una fórmula magistral contra el sopor, una pócima sagrada de antioxidantes y memoria, un recurso natural frente al cambio climático y las digestiones pesadas. Es un escudo contra el calor, sí, pero también contra la tristeza. Porque nadie puede estar triste mientras sorbe gazpacho al fresco de un porche, oyendo las chicharras cantar y viendo al fondo las sierras que aún custodian la sabiduría de nuestros mayores.
Que lo diga el cronista, el médico, el poeta o el tendero de Zafra: en Extremadura, cuando aprieta el verano, no hay nada más sensato ni más sublime que un buen cuenco de gazpacho. Y si viene acompañado de unas lascas de jamón, una aceituna de Manzanilla Cacereña y un trocito de queso fundido por la voluntad divina de la Torta del Casar, entonces ya podemos hablar, sin exagerar, de felicidad.
Y que nos disculpe Aristóteles, pero en Extremadura el equilibrio del universo no está en el punto medio, sino en el punto de sal y vinagre del gazpacho.
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