Extremadura es una región única: mezcla de campo bravo, historia milenaria, embutido legendario y termómetros suicidas. Aquí no se vive, se sobrevive con arte. Es tierra de conquistadores, sí, pero también de jubilados con boina, señoras que riegan a manguerazo limpio en plena ola de calor y pueblos donde la hora oficial se sincroniza con la siesta.
El clima, por llamarlo de alguna manera que no incluya insultos, es extremo como su propio nombre indica. Invierno seco, verano infernal. En primavera florecen los almendros y en verano, las insolaciones. Llueve cuando se acuerdan los santos y nieva... bueno, eso es una leyenda urbana que solo aparece en cuentos para niños y partes meteorológicos con sentido del humor.
Los extremeños, por su parte, han desarrollado una resistencia natural al calor digna de estudio por la NASA. En otros lugares, cuando el mercurio sube de 35, suenan alarmas. Aquí, uno se quita la camiseta, se echa la gorra para atrás y dice: “¡Bah, calor del bueno!”. Son gente curtida, de verbo directo, de comidas contundentes y refranes más sabios que cualquier app de mindfulness.
Las costumbres no cambian ni con cuarenta grados a la sombra: el botellín bien frío en la terraza, las persianas bajadas como en estado de sitio y el saludo típico de verano que no es “buenos días” sino “¿cuánto marca el tuyo?”. Los pueblos, por su parte, siguen su propio ritmo, que es el de quien ha aprendido que correr en agosto es de turistas o inconscientes.
En definitiva, Extremadura es un lugar donde las piedras guardan calor y los corazones, hospitalidad. Y si algún forastero pregunta por qué hace tanto calor, siempre hay un viejo sabio que responde con la fórmula mágica:
—Hijo, es que esto es Extremadura. Aquí el sol no da: te criba.
Don Isidro, que a sus ochenta y cuatro años ha visto más olas de calor que veranos normales, lleva toda la mañana en su silla de anea bajo el toldo del bar Casa Nines, con el abanico en la mano derecha y un botellín sudoroso en la izquierda. “Esto no es calor, es una venganza bíblica”, murmura con resignación. Cada vez que se levanta una pizca de aire, no refresca: parece que alguien ha abierto el horno para ver si ya están los canelones.
Villafresno del río, un pueblo donde hasta los relojes se niegan a dar la hora de la siesta por miedo a derretirse, parece detenido en el tiempo. El asfalto brilla como el lomo de un lagarto. Las chicharras se han declarado en huelga por estrés térmico. Los perros yacen estirados como trapos bajo los bancos de la plaza, con la lengua fuera y los ojos entornados, como diciendo “si me muevo, me derrito”.
Solo se oyen dos cosas: el zumbido lejano de un aire acondicionado que da pena y el chasquido de alguna sandalia pegándose al suelo como si caminara sobre chicle caliente. El cura, don Mariano, ha suspendido la misa de doce "por razones litúrgicas y térmicas", y ha colgado un cartel en la iglesia: “Se reza en casa con abanico. Dios lo entiende.”
A mediodía, Nines, la del bar, se atreve a asomar la cabeza con una bandeja de calamares a la romana. “¡Los he hecho al sol! Me he ahorrado la freidora”, dice, orgullosa, mientras el calor le ondula el delantal. La gente no ríe: suda en silencio, como si la risa gastara agua. El termómetro digital de la farmacia marca 46 y parpadea, como si pidiera auxilio.
A esa hora, la única sombra útil es la que proyecta el cartel de "Se Vende Finca" en la entrada del pueblo. Bajo él, se ha refugiado Casilda, la peluquera, que asegura que se le ha evaporado la laca directamente del bote. “Me iba a peinar, pero se me ha encrespado el alma”, declara.
Los chicos del pueblo, que antes jugaban al fútbol hasta en agosto, ahora solo se atreven a salir cuando el sol está de retirada. A eso de las nueve, como si alguien hubiera quitado el hechizo, el pueblo revive. Las sillas invaden las calles, los abanicos batallan como aspas de molino, los ventiladores giran con la dignidad de un ventilador que lo ha visto todo. Alguien siempre suelta la frase ritual:
—Dicen que mañana baja a cuarenta y uno.
Y todos asienten como si se tratase del parte meteorológico de Lourdes.
El más listo del pueblo ha sido Eusebio, que ha metido una hamaca en la cámara frigorífica del supermercado y no sale desde el martes. Se comunica con el mundo por WhatsApp, a través de una ventanilla entre los yogures y los hielos. Lo último que escribió fue: “He alcanzado la paz interior entre el Calippo y el bacalao congelado”.
La farmacéutica, Doña Encarna, recomienda a los mayores que beban mucha agua, pero doña Remedios, de ochenta y siete años y con el genio intacto, responde: “¿Y qué hago? ¿Me la echo por la cabeza? Si el agua entra hirviendo, sale en vapor.” Aún así, se la ve con su botijo colgado al hombro, como quien lleva un botín sagrado.
Las ventanas, todas cerradas a cal y canto, parecen ojos dormidos. De vez en cuando se abre una y asoma una cara sudorosa, como si preguntara “¿ya ha pasado?”. Y no, no ha pasado. Agosto apenas está empezando.
En la piscina municipal, el agua se calienta tanto que han puesto carteles que advierten: “¡Precaución! Agua a temperatura de caldo de pollo.” Aun así, hay cola para entrar. La señora Benita, con gorro de flores y flotador de flamenco, jura que va a instalar allí una tienda de campaña y no piensa volver a su casa hasta septiembre.
Y mientras tanto, el cielo sigue ahí arriba, azul como una bofetada, sin una nube que se atreva a asomar. Porque en Extremadura, cuando el calor aprieta, hasta el cielo sabe que es mejor no meterse con nosotros.
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