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13.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (II): El calor, ese viejo conocido

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (II): El calor, ese viejo conocido

La señora Alfonsa, viuda de Eulogio el del molino, ha declarado esta mañana, con la cara pegada a un abanico de propaganda de la funeraria "El último suspiro", que con esta ola de calor no se va a morir de vieja, sino cocida o al horno. A las seis en punto, cuando aún solo se oyen los gallos desorientados y el camión de Juanjo el panadero, ya está regando el patio a escondidas. Dice que “el agua es vida, pero el SEPRONA es la muerte”, y no quiere que le pongan otra multa como aquella vez que lavó a su gato con la manguera. El gato, por cierto, ha desarrollado una estrategia de supervivencia muy eficaz: se mete dentro del bidé a oscuras y no sale hasta septiembre, salvo para husmear el frigorífico.

En la farmacia, Doña Encarna, ha puesto un cartel con una sinceridad casi bíblica:

“No tenemos aire acondicionado. Ni paracetamol. Pero si quiere llorar, adelante, hay confianza.”

Aun así, entra gente. Algunos por preguntar, otros por llorar un poco y echarse colonia Nenuco en las muñecas para refrescarse.

A mediodía, tres hombres se reúnen en la panadería de Maruja, frente a el ventilador del pueblo, un aparato que ruge como una avioneta pero gira con nobleza. No han venido a comprar nada. Solo se turnan para colocarse delante treinta segundos cada uno. Le llaman “el ventilador comunal”, y hasta han redactado unas normas escritas en una servilleta: nada de turnos dobles, ni abanicos en dirección contraria.

Mientras tanto, la radio local, Radio Zumbío, sigue en bucle con “Sol de verano” de Fórmula V, pero a una velocidad sospechosa. El locutor, Ramón "el Bigotes", dice que se le derritió un botón de la mesa de mezclas y ahora todo suena como si lo pinchara un DJ somnoliento desde una colchoneta. Nadie se queja. A estas alturas, cualquier sonido constante y familiar da paz.

En Villafresno del Río, el calor no es solo una temperatura, es una forma de estar en el mundo. Aquí se mide el tiempo no por estaciones, sino por grados:

—“¿Te acuerdas del verano de los cuarenta y seis?”
—“Hombre, claro, si se me secó el ficus por dentro, parecía de cartón piedra.”

El alcalde Cipriano, más rojo que un saco de tomates de Montijo, ha salido a mediodía con un sombrero de paja que le cubre hasta los hombros. Va pregonando con un megáfono:

“La piscina municipal abrirá en cuanto aparezca el socorrista. Última vez fue visto durmiendo en el botiquín con una toalla mojada encima. Se ruega no despertarlo, que en ese cuarto hay 28 grados, y eso, ahora mismo, es microclima alpino.”

Frente al termómetro digital de la plaza, que marca 44,5º pero todos sospechan que se quedó atascado en 2012, un grupo de niños ha intentado freír un huevo en el capó de un Opel Corsa. No ha cuajado del todo, pero han dado con una idea innovadora: “tortilla solar ecológica.” Una madre ya lo ha subido a Instagram con filtro y hashtag: #ComidaKM0 #FrituraTermonuclear. Si se hace viral, prometen comprarse un pingüino de aire acondicionado en Wallapop.

Las tardes se hacen eternas. Algunos se echan la siesta en la bodega, otros en la cochera, y los más osados, como don Mauro el frutero, se encierran en el arcón congelador de su tienda “solo cinco minutitos de descongelamiento inverso”, según él. Ha salido azul de labios, pero feliz.

Cuando por fin baja a 36 grados, lo que aquí ya se considera “temperatura de chaquetilla fina y tertulia al fresco”, el pueblo resucita. Los mayores sacan sus sillas plegables con respaldo de plástico y posavasos improvisados. Los niños corretean detrás de un balón despacito, como si jugar fuera un ritual sagrado de resistencia térmica. Alguien enciende un transistor. Se huelen sardinas. Y por unos segundos, parece que el mundo no arde.

En una esquina, la señora Bernarda se abanica y murmura:
—Lo bueno del calor es que no hay ni mosquitos. Se achicharran al nacer.

Más allá, los vecinos se echan la manguera unos a otros entre carcajadas. El agua sale tibia, como un consomé, pero nadie se queja. Porque en Villafresno, cuando el calor aprieta, uno aprende a encontrar el paraíso en cosas pequeñas: un polo medio derretido, una sombra bien puesta, una cerveza fría con etiqueta sudorosa, un sofá pegajoso que, por una vez, no importa.

Y es entonces, cuando alguien abre un helado de corte y reparte las galletas, que la señora Alfonsa entrecierra los ojos y dice:

—Esto… esto es lo más cerca que vamos a estar del paraíso.

Hasta que vuelva el invierno.
O al menos, baje a treinta y cuatro.

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