Cuarenta y cuatro grados a la sombra (X): Otoño, ese rumor de brisa
El 22 de septiembre amaneció con un cielo ligeramente nublado, una mínima de 21 grados y una máxima que, por primera vez en meses, no llevaba un cuatro delante. En Villafresno del Río, eso era como escuchar un milagro susurrado, una promesa de tregua que hacía cosquillas en el ánimo.
En cualquier otro lugar de Europa, sería un día común, más bien anodino. Pero aquí, entre las casas blancas de paredes desconchadas y las calles polvorientas, fue un cambio de era.
El pueblo entero amaneció distinto: más erguido, más esperanzado, con los párpados menos pegajosos y las gargantas menos secas.
La señora Alfonsa fue una de las primeras en reaccionar.
Sacó la chaquetilla de entretiempo que guardaba desde el verano del 97, (y tú te morías por verme) aquella de punto fino, color marrón funeral, con manchas de aceite y sudor en el codo derecho. La colgó del respaldo del sofá como si fuera un estandarte.
—Es por si refresca —dijo, aunque en el fondo ya estaba feliz solo con la idea. Seguía abanicándose con energía, no por el calor, sino por costumbre.
La radio local, Radio Libélula, abrió la mañana con una locución que parecía una bendición:
—Queridos oyentes: el otoño ha entrado en nuestras vidas como un jubilado en la cola del ambulatorio… sin hacer ruido, pero con presencia.
En el bar de Nines, las mesas se llenaron de una energía que no se sentía desde la última feria.
Los primeros cafés calientes se sirvieron sin que nadie muriera por combustión espontánea.
Don Isidro, que llevaba días mirando la temperatura con desconfianza, pidió por primera vez en meses una tapa de Pestorejo a la brasa. Al primer bocado, entre sorbo de café y mueca satisfecha, soltó:
—Esto es vida. Esto es patria.
En las calles, una brisa tímida empezó a colarse entre los balcones con macetas olvidadas. Fue entonces cuando se dejó ver la primera hoja seca del otoño, que cayó despacio, como una plegaria.
Era de un olmo reseco que llevaba sin saber qué estación era desde 2012, un árbol viejo que parecía haber sobrevivido a guerras, crisis inmobiliarias, sequías y olas de calor.
Los niños la vieron caer y se quedaron quietos, con la boca abierta. Algunos adultos dijeron que era pura casualidad, pero no faltaron quienes la fotografiaron como si fuera un cometa o una señal divina.
Nines, la del bar, la enmarcó y colgó un cartel justo debajo:
“Aquí cayó el otoño. Y no murió nadie.”
Mientras tanto, los jóvenes del pueblo, aún con pantalones cortos y sandalias, comenzaron a planear sus escapadas a la sierra, ilusionados con la idea de “que ya no hace tanto calor, ¿no?”.
—Podemos hacer senderismo sin morir en el intento —decían, con la energía renovada.
Las abuelas, guardianas de la sabiduría de las estaciones, comenzaron a hervir sopa de ajo.
La cocina parecía un hammam, con ollas humeantes y delantales sudados, pero sus caras irradiaban felicidad.
—Hay que ir acostumbrando el cuerpo —decían al unísono, mientras añadían un chorrito de pimentón y pan frito.
Incluso el cura, que siempre iba a la vanguardia del pueblo, mencionó el cambio de estación en la misa vespertina:
—Así como caen las hojas, caigan nuestros pecados, y como llega el viento, llegue el abrigo al corazón.
A última hora del día, cuando el sol empezó a ocultarse tras las colinas, la temperatura bajó a un fresco (para ellos) de 25 grados.
Una pareja de jóvenes, valientes o quizás inconscientes, se atrevió a dar un paseo sin abanico.
Alguien encendió incienso en una esquina, no por devoción, sino porque los mosquitos se estaban mudando a climas más frescos y había que ahuyentarlos.
Don Isidro, que miraba el horizonte desde la puerta del bar con los brazos cruzados, lanzó una frase con la solemnidad que solo él sabe imprimir:
—Se acabó el verano. Guardad los abanicos. Sacad el brasero. Y que Dios reparta mantas.
En ese instante, como una banda sonora natural, un búho lejano ululó, y la noche abrazó Villafresno del Río con su manto fresco, perfumado por eucaliptos y el eco de un río dormido.
Los vecinos comenzaron a encender pequeñas hogueras en sus patios, preparándose para las noches de charla, memorias y, por qué no, para esperar que el frío no fuera tan cruel.
Por primera vez en mucho tiempo, el pueblo respiró hondo y supo que, aunque el calor volvería, había llegado un respiro. Y eso, para ellos, era más que suficiente.
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