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22.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XI): La helada siberiana de los quince grados


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XI): La helada siberiana de los quince grados

Lo anunciaron la noche anterior en la previsión del tiempo, con esa voz monocorde que repite tragedias como quien da los buenos días:

—“Bajada generalizada de temperaturas en la mitad occidental. Mínimas de 15 grados en el interior de Badajoz.”

QUINCE.

En Villafresno del Río no se veían esas cifras desde la nevada del 86, y aquello fue con rasca, misa rociera y media docena de bufandas con la mascota del mundial de México  que parecían sacos de patatas.

A las ocho de la mañana, cuando el termómetro digital marcaba 15,1 grados, el pueblo entero entró en estado de pánico textil. Como si de pronto el mundo se hubiera invertido, la gente comenzó a vestirse con lo que encontró: chaquetones del Carrefour, bufandas de lana de colores imposibles sacadas del fondo del armario, batas con estampados de reno (de esas que regalan en los supermercados en Navidad), e incluso alguno desempolvó el plumas que solo usa para ir a El Piornal en enero.

En la plaza, la señora Alfonsa apareció envuelta en tres capas, un jersey, un abrigo grueso y un chal de cuadros,  y coronada con un gorro de lana que perteneció a su difunto Eulogio. La nariz, color remolacha, parecía un faro entre la niebla...viento de cara, que cantaba Jose "Chino". Entró al bar de Nines y soltó, tajante:
—Esto no es frío. Esto es Siberia.

Nines, entre risas, le sirvió una infusión “de esas que levantan cadáveres” y comentó:
—Pues te falta la balalaika para completar el cuadro.

Don Isidro, que hasta hacía apenas tres días seguía paseando en chanclas por el pueblo, hizo su aparición estelar. Salió a la plaza con un abrigo de paño grueso, unos guantes que parecían sacados de un catálogo de montaña y un brasero portátil que, con ingenio rural, había adaptado a un carrito de la compra con ruedas.
—Esto es el invierno nuclear —dijo solemnemente—. Y yo no pienso morir congelado en zapatillas.

En la farmacia, la boticaria estaba desbordada. En pocas horas, vendió los 27 frascos de Vicks VapoRub que tenía olvidados en el almacén desde la pandemia. Mientras pegaba un cartel en la cristalera que rezaba:

“Termómetro de emergencia. Si baja de 14, cerramos por hipotermia.”

Comentó con media sonrisa:
—La gente no quiere calor, quiere consuelo.

Los niños del colegio, sin importarles las advertencias ni las quejas de los padres, llegaron disfrazados de esquimales. Algunos llevaban guantes de lana, otros manoplas de cocina. Uno, que no encontraba guantes, se presentó con unos guantes de boxeo y decía que estaba “preparado para la batalla del frío”. La profesora de inglés, recién llegada de Madrid, preguntó con genuina curiosidad y algo de desconcierto:
—Pero… ¿por qué tembláis si aún hace más de diez grados?

No ha vuelto a preguntar.

Ese mediodía, en vez de cerveza, el bar de Nines sirvió caldo. Caldo caliente. Caldo con garbanzos y tropezones que reconfortaban más que el aire caliente del radiador. En tres horas, se coció más en el bar que en todo el mes de enero pasado. Nines improvisó un menú especial, bautizado como “Otoño Hostil”, que incluía Caldereta de cordero, migas del pastor, cocido y arroz con leche tibio para quienes quisieran un postre que no fuera un polo derretido.

Por la tarde, el Ayuntamiento emitió un comunicado solemne, redactado con urgencia y algo de humor por el alcalde Cipriano:

“Queda activado el Protocolo de Frío Razonable. Se permite sacar el brasero, calentar la casa y quejarse con libertad. Recomendamos no hacer vida exterior, salvo para ir al bar, que es zona de seguridad térmica.”

A las nueve de la noche, con 13 grados en el termómetro, la plaza del pueblo estaba inesperadamente animada. Alguien gritó con un tono de júbilo resignado:
—¡Esto ya es Navidad!

Y, efectivamente, alguien sacó el móvil y puso Los peces en el río a todo volumen. El eco de la canción infantil se mezclaba con el crujir de las hojas secas y el humo tenue de las chimeneas. Don Isidro, sacando un polvorón que guardaba “por si venía el apocalipsis”, lo partió en trozos y lo repartió entre los presentes.

Nines, que había colgado unas luces de colores del año pasado, comentó:
—Porque si hay que sufrir… se sufre con alegría.

Y así, entre bufandas, braseros y villancicos adelantados, Villafresno del Río celebró su propia helada siberiana. Un frío que no congeló almas, sino que, al contrario, calentó el corazón del pueblo.


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