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30.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XIX): Adiós al verano, pero que no se note mucho


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XIX): Adiós al verano, pero que no se note mucho

El 1 de septiembre trajo consigo una mañana de 28 grados, que para Villafresno del Río era casi otoño. Las chicharras ya no chillaban como locas, sino que parecían hablar entre dientes. El sol, aunque seguía saliendo con arrogancia, se notaba algo más perezoso, más inclinado. Se podía tender la ropa sin que se secara antes de colgarla, y hasta los perros callejeros habían vuelto a dormir al sol, como si agradecieran el respiro.

Se notaba en el aire, en las conversaciones de bar, en los suspiros de los adolescentes que empezaban a mirar los libros con el mismo horror con el que mirarían una factura de la luz quince años después.

—¿Te has fijao que por la noche refresca un poco? —dijo Amador en el bar, como si descubriera América.

—Pues yo ya he sacado la rebequita —le respondió la señora Aniceta, con tono de victoria doméstica.

La señora Alfonsa, como cada año, bajó a la plaza con su silla plegable y su frase ritual:

—Ya está. Se acabó la alegría. Ahora a sufrir… hasta que llegue la matanza.

Nadie supo nunca si lo decía con pesar o con entusiasmo. Alfonsa tenía ese superpoder rural de hacer que todo sonara como una maldición gitana.

La piscina municipal cerraba el domingo. Era el acontecimiento de la semana, y Nines, que lo sentía como una tragedia personal, decoró la barra con crespones negros, globos desinflados y un cartel que decía: “Últimos chapuzones, penúltimas resacas”. Ese día sirvió tinto con casera “con lágrimas de limón” y puso de fondo a Amaral. Sebas, el socorrista, organizó su despedida como si fuese la clausura de los Juegos Olímpicos.

—Os hablo desde lo más profundo del cloro —dijo, subido al trampolín—. Hoy dejo atrás las gafas, el silbato… y esta piel de socorrista para convertirme en polvo de carretera. Gracias, Villafresno. Sois mi boya emocional.

La coreografía acuática que hizo a continuación fue digna de un número de Fama mezclado con una boda en la playa. Acabó con un salto mortal hacia el agua, una reverencia bajo la ducha y un beso robado a Almudena justo antes de irse en bicicleta hacia Don Benito, con el dorsal de socorrista atado al manillar y una toalla como capa ondeando al viento.

—Nos volveremos a ver en junio, cuando el calor nos devuelva la vida —le dijo, con voz temblorosa.

El pueblo entero lo aplaudió. Nines lloró sin disimulo, limpiándose los ojos con servilletas de papel. Don Isidro, con un vermú en alto, improvisó un brindis:

—Por los veranos con socorristas, y por los inviernos sin calcetines mojados.

Frédéric, que seguía ahí como si se hubiese empadronado en secreto, escribió en su cuaderno:

“Septiembre: el mes en que los pueblos se recogen, como las persianas. Hoy he ayudado a guardar las sombrillas. Siento que formo parte de algo más grande… aunque solo sea la lista de deudas del bar.”

El regreso a la rutina fue silencioso, como una procesión sin música. Los tractores volvieron a rugir a las seis de la mañana. Las abuelas retomaron el dominó en interior, con insultos suaves y repetitivos como “garrapata” y “tiesa”. En el bar ya se hablaba de política, de la vendimia, del precio del aceite, de si el Cristo del año que viene podría ir con ruedas de patinete eléctrico “por abaratar”.

Los niños, con la misma cara que si los llevaran al matadero, volvieron al colegio. Se notaba el drama porque nadie peleó por el columpio. El primer día, la señorita Pilar les pidió que dibujaran “el verano más bonito del mundo”. Todos pusieron una piscina. Algunos dibujaron un flamenco flotante con jamón. Uno representó a Frédéric vestido de torero, aunque el chiquillo no sabía bien por qué, solo que “ese francés era de los buenos”.

Y entonces, cuando el pueblo ya parecía haber aceptado su nuevo estado de letargo, llegó la primera tormenta seca.

Una de esas de septiembre que asustan más que riegan: mucho rayo, mucho trueno, cuatro gotas mal contadas, y dos gallinas desmayadas por el susto. El cielo se volvió de un gris elegante, como de cartel de película antigua. Don Isidro salió a la puerta con el paraguas viejo, el mismo con el que cruzó el río en el 83, y gritó como si estuviera en una película de Fellini:

—¡Esto es cine! ¡Esto es otoño en tecnicolor!

En la panadería, María puso bizcocho de calabaza “por cambiar”, y por probar, y porque tenía calabazas hasta en los sueños. El café sabía ya a brasero anticipado.

Y así, el pueblo volvió a su forma más pura.
Se fue la pitarra, llegaron las castañas.
Se fue la música, volvió el rumor de la fuente.
Se fue el griterío, volvió el silencio que cruje.

Y con él, ese sentimiento contradictorio que define septiembre:

“Qué pena que se acabe…
pero qué gusto da volver a estar tranquilo.”

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