El 15 de agosto amaneció como todos los días de agosto en Villafresno del Río:
30 grados a las ocho de la mañana y el aire con textura de estofado de cabrito.
Pero esa vez nadie se quejaba. Esa noche era La Noche.
La verbena de la Virgen de la Asunción era más que una fiesta. Era una experiencia colectiva, un desfase programado, un momento del calendario donde se suspendía la lógica, la dignidad y, a menudo, las costuras del pantalón.
Desde hacía una semana, el pueblo entero estaba entregado a los preparativos.
El escenario portátil, un artefacto de acero oxidado, tablas viejas y milagro estructural, se montó con cinta americana, alambre, una escalera coja y fe. Mucha fe.
—Este año aguanta —dijo Julián, concejal de festejos, mientras reforzaba una esquina con una muleta que alguien donó tras una torcedura en San Fermín 2017.
Los farolillos, comprados a precio de saldo en un chino de Almendralejo, colgaban como globos deshidratados tras una fiesta infantil en el Sáhara.
La barra, atendida por la Asociación de Jóvenes Que Quedan (tres personas, incluyendo al primo del primo de Sebas), servía tinto con casera en vasos biodegradables que se deshacían antes del tercer trago. También había bocadillos de lomo, croquetas de jamón y patatas que crujían solo cuando se mojaban en sudor.
“Dúo Renovación” (con tres miembros y repertorio vintage)
La orquesta de este año era el mítico “Dúo Renovación”, que, como todos sabían, eran tres:
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Un teclista animoso, que usaba más efectos de sintetizador que un disco de los 80.
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Un vocalista con melena de samurái jubilado, pantalón blanco y voz afilada como chicharra.
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Y una corista que alternaba canciones con sorteos de manteles y fiambreras entre pasodobles.
Repertorio: 100% nostalgia, 0% actualizaciones.
Pero daban espectáculo.
Y con eso, bastaba.
Frédéric, el turista de Francés, seguía en el pueblo.
Ya no era turista: era mito viviente.
Había decidido quedarse en Villafresno “hasta que el alma se seque”, según sus propias palabras (traducidas por Mari Nieves, que había hecho un curso de francés en la UNED en 1995).
Esa noche salió vestido de pastor extremeño vintage:
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Faja roja.
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Zurrón vacío de atrezzo.
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Sombrero con una etiqueta interior que rezaba: “Fiesta de la vendimia 1992. No lavar”.
Los niños le seguían como a un flautista.
Las madres lo miraban como a un error simpático.
Los abuelos ya lo llamaban “el franchute bueno”.
La velada arrancó con pasodobles.
Don Isidro sacó a bailar a Doña Alfonsa, que esa noche vestía completamente de azul:
—Como la Virgen… pero con menos paciencia y más rabadilla —dijo ella, levantando la barbilla con dignidad y pies planos.
A la tercera canción, ya iban más sincronizados que un reloj suizo, solo que con menos precisión y más toques en la cadera.
A medianoche, Mari Pepa, armada con cuatro copas de pitarra y una colección de rencores, agarró el micrófono con firmeza y dijo:
—¡Esta ranchera va para Julián, mi ex!
—¡Y para su peluquera de Talavera, que lo dejó sin flequillo ni dignidad!
Y soltó un "Cucurrucucú, paloma" que hizo llorar a dos perras viejas y a Frédéric, que no entendía la letra, pero sentía el drama.
El momento más esperado: el concurso de baile, presentado por la corista y con el premio gordo:
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Un lote ibérico con jamón, chorizo y lomo.
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Una botella de licor de bellota que llevaba desde San Juan guardada en el congelador del bar entre bolsas de guisantes y un polo abandonado de 2016.
Se apuntaron los de siempre y los de nunca:
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Sebas y Almudena, que hicieron un reguetón light, sin contacto explícito, pero con química suficiente como para evaporar medio litro de agua por metro cuadrado.
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Don Isidro con una señora de Valdehornillos que decía ser su prima, pero hablaba con acento argentino y se le cayó un DNI uruguayo al suelo.
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Y Frédéric y Nines, que se inscribieron entre risas:
—Yo bailo porque me hace falta cardio —dijo ella.
—Yo, por honor a la luna nueva —respondió él, sin que nadie preguntara nada.
Sonó “Una tarde en proserpina”, de los míticos Los de Proserpina.
Y Frédéric bailó como si estuviera en trance, mezclando flamenco con Tai Chi y algún movimiento sacado de un documental sobre llamas andinas.
El pueblo, sin saber por qué, aplaudía.
Nines acabó llorando, él sudando agua con esencias, y el jurado, liderado por Mari Nieves, les dio el premio por mezcla de pena, pasión y exotismo rural.
Frédéric alzó el jamón como un trofeo olímpico.
—¡Por la Virgen! —gritó.
—¡Y por el colesterol bueno! —añadió Don Isidro.
Resistiré, resistirás, resistiremos
Cerca de las tres de la madrugada, la orquesta anunció su última canción:
“Resistiré”
Y la plaza entera se convirtió en un karaoke de supervivencia emocional.
Con chancletas fundidas, abanicos partidos y miradas en el infinito, todos corearon:
“Resistiré, erguido frente a todo…”
Hasta el burro de Paco, que pastaba cerca, rebuznó en el estribillo.
Los niños dormían en carros, los abuelos cabeceaban en sillas, y algunos adolescentes se declaraban amor eterno con olor a calimocho y esperanza precaria.
Y cuando ya parecía que se apagaba todo, Don Isidro, con voz ronca, mirada perdida y los brazos cruzados sobre el pecho, dijo:
—Esta noche no es de calor. Es de leyenda.
Y tenía razón.
Porque esa noche no se durmió en el pueblo. Ni falta que hacía.
Las estrellas brillaban con tono de verbena. El calor era parte del alma.
Y Villafresno del Río, una vez más, sobrevivía a sí mismo con arte, sudor y jamón.
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