Se habló en este blog de...

27.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVI): Turismo rural, versión hardcore

 

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVI): Turismo rural, versión hardcore

Se llamaba Frédéric. Venía de Lyon. Conducía una Renault Kangoo convertido en caravana y traía bajo el brazo una guía francesa titulada:
“L’Espagne profonde: pueblos tranquilos y experiencias auténticas”.
Todo indicaba que no iba a durar ni dos días.

Llegó un martes cualquiera de mayo, justo el día en que Villafresno del Río vivía su particular versión del apocalipsis festivo: una boda, una cosechadora ardiendo en la era y una velada musical en el bar con karaoke obligatorio. El tipo ideal de jornada para quien espera meditar en una plaza silenciosa escuchando grillos y contemplando gatos.

Aparcó su furgoneta junto al lavadero municipal. Bajó con un sombrero de paja, sandalias ecológicas, cámara colgada al cuello, una sonrisa diplomática y una expresión de paz que duró exactamente catorce minutos.

La primera persona que encontró fue Doña Alfonsa, que en ese momento tendía su colada en el tendedero comunal: sábanas floridas, un sujetador tamaño tienda de campaña y bragas XXL ondeando como estandartes del matriarcado rural.

—¡Otro extranjero que viene a freírse! —dijo sin girarse—. Esto ya parece la ONU de los calores.

Frédéric, que solo chapurreaba español y usaba muchas preposiciones erróneas, interpretó “freírse” como una actividad autóctona, tipo sauna agraria. Saludó con un educado “bonjour señora” y se dirigió a la plaza… justo cuando empezaba la boda de la hija de Javier da la Asunción, el panadero.

Había altavoces por todas partes, mesas largas con manteles blancos que ondeaban como velas de galeón y niños con confeti hasta en los calcetines. La pista de baile ya estaba en uso aunque el arroz aún no había volado. La orquesta Fandanguillos del Sur calentaba motores con una rumba instrumental de doce minutos que hizo temblar las persianas del Ayuntamiento y que, según algunos, adelantó la cosecha del melón por vibración.

Frédéric se acercó con timidez, preguntó si podía tomar algo, y sin tiempo a procesar la respuesta, ya le habían dado una copa de limoncello casero, un trozo de empanada de morcilla y un vaso de agua “por si es blandito”.

A los treinta minutos ya estaba bailando sevillanas torcidas de la mano de una tía segunda de la novia, que gritaba:
—¡Este francés baila mejor que el marido de mi hermana! ¡Y ese es de aquí, pero soso como una alpargata mojada!

Don Isidro lo miraba desde la sombra con cierto orgullo internacional:
—Este no dura. Pero oye, por lo menos se integra con gracia.

A las cinco de la tarde, con treinta y ocho grados y el aire oliendo a fritanga y sudor de emoción, alguien gritó:

—¡¡¡La cosechadoraaaa!!!

Y ahí se rompió la paz definitiva.
Una John Deere de 1984, propiedad del hermano del tío del cuñado del panadero, ardía en la era. Motivo: cable suelto + caja de anís seco olvidada en la cabina. Explosión lenta, pero escandalosa.

Las llamas eran visibles desde la sierra baja. Los móviles vibraban con alertas de “conato rural” enviadas por el grupo de WhatsApp de la Protección Civil Local, moderado por el sobrino de la farmacéutica.

El pueblo se movilizó. El cura trajo agua bendita. El bar trajo cerveza. El tractor de Pancracio trajo una lona mojada. Entre cubos, mangueras y juramentos, lograron apagarlo.

Cuando se extinguió, se aplaudió. Se abrazaron. Se gritó:
—¡Milagro de San Bartolo y de Protección Civil!

Frédéric, todavía con la cámara colgada, preguntó en voz baja:
—¿Esto es… fiesta tradicional?

Nines, con voz ronca y vaso en mano, le respondió:
—Esto es martes, chavalín.

A las once de la noche, cuando por fin parecía que llegaría algo parecido al descanso, empezó el karaoke.

Primero cantó Julián, el de la ferretería, “Y yo sigo aquí” de Paulina Rubio, con voz de taladro sin aceite. Luego, Mari Pepa se arrancó con Rocío Jurado. Lo hizo tan fuerte que parpadearon las luces del Ayuntamiento y tres bebés se despertaron llorando sin saber por qué.

Cuando Don Isidro cantó La barbacoa vestido con una camisa de flamencos, hubo un amago de evacuación voluntaria por parte de los urbanitas presentes.

Y entonces, Frédéric, ya medio en trance, pidió el micrófono.

Con fuerte acento, pero voz decidida, entonó:

—“Soy el rey de la rumba, rumbaaaa… soy el rey del sabor…”

Nadie entendió del todo qué decía, pero todos aplaudieron como si hubiera invocado al espíritu de Camarón. Le abrazaron. Le llenaron otra copa. Le gritaron:

—¡Vive la Frônce!
—¡Viva el francés con arte!
—¡Ese acento es mejor que el de Soria!

A las dos de la mañana, ya sin camisa pero con la banda de la orquesta al cuello, Frédéric se sentó en el bordillo del lavadero, sorbió un caldito que le dio Nines (del bueno, con fideos finos) y apuntó en su libreta:

“Jour 1: chaleur, mariage, feu, chansons. Un village fou. J’adore.”

Al día siguiente… no se fue.
Se quedó una semana. Ayudó a pintar la fachada del consultorio, aprendió a decir “cosechadora ardiendo” sin acento y organizó un taller de fotografía donde casi nadie entendió nada, pero todos salieron con foto de grupo y aceitunas.

Al despedirse (una semana después), dijo:

—Esto no es turismo. Esto es vivir.

Don Isidro le estrechó la mano con solemnidad:

—Hijo, tú ya eres medio villafresneño. Si vuelves el año que viene, te dejamos llevar el paso del Cristo de la pedrá.


No hay comentarios: