Propósitos de año nuevo y otras mentiras rurales
El 1 de enero amaneció con niebla, escarcha en los cristales del coche y un silencio que olía a resaca, brasero y promesas rotas. En Villafresno del Río, como en todo buen pueblo, el nuevo año entra de puntillas… y a veces con zapatillas viejas, calcetines remendados con pelotillas y el aliento a anís de las últimas doce campanadas.
A las ocho y media, cuando el reloj del ayuntamiento daba las campanadas con una lentitud digna de funeral laico, el bar de Nines abrió como siempre. Las puertas crujieron como si también ellas protestaran por tener que volver a empezar.
La primera en hablar fue la cafetera, con un gemido metálico que parecía pedir ibuprofeno.
—¿Con churros o con dignidad? —preguntó Nines, sin quitarse el gorro de Papá Noel, que llevaba desde el día 24, ahora ladeado como un proyecto de modernismo rural.
Don Isidro, puntual como el colesterol tras el turrón, entró envuelto en bufanda, abrigo y orgullo. Dejó sobre la barra su nuevo cuaderno de tapas duras, comprado en la librería de Paqui, que cada enero vendía agendas como si fueran amuletos contra la vida sedentaria.
En la portada ponía, con letras doradas y falsas esperanzas:
"2026. Año de cambios. O no."
—Este año sí, Nines. Este año lo clavo —dijo con tono de anuncio motivacional.
—¿Qué clavas, Isidro?
—Los propósitos. Mira: andar todos los días hasta el pilón, aprender a usar el WhatsApp sin mandar fotos del pie, y dejar el anís. Bueno… dejarlo entre semana. Si no hay bautizo. Ni entierro. Ni nada importante.
Nines sonrió, mientras apuntaba con tiza en la pizarra:
“Hoy: menú especial de Año Nuevo. Migas, café y decepción”.
A media mañana, el tablón de anuncios del ayuntamiento, decorado aún con una guirnalda torcida y una estrella que se caía cada dos horas, ofrecía novedades. Alguien (probablemente Toñín, el concejal de Cultura y Ocasiones Especiales) había colgado una hoja bajo el título:
"PROPÓSITOS COMUNITARIOS 2026"
Don Cipriano, el alcalde, lo leyó en voz alta con solemnidad, como si fuera el pregón de las fiestas:
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Conseguir que el aire acondicionado del ambulatorio enfríe algo.
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Pintar los pasos de cebra con pintura que no se derrita antes de junio.
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Instalar un segundo ventilador en la biblioteca.
-
No matar a nadie por poner reguetón en la piscina municipal.
Bajo esas promesas, escritas a ordenador, fueron apareciendo anotaciones a boli, lápiz y hasta rotulador fluorescente:
—Que me toque el jamón de una vez (firmado: Isidro).
—Que el cura aprenda a cantar el villancico sin desafinar como una caracola rota.
—Dejar el chorizo. O al menos no meterlo en el cocido los lunes, que luego no hay quien se levante de la siesta.
—Usar protector solar antes de que el cogote me huela a torrezno.
—Que los del grupo de sevillanas no ensayen debajo de mi ventana. (Firmado: la del 2ºB).
—No hablar mal de nadie… hasta después de Reyes.
A mediodía, el pueblo parecía haberse dividido en dos sectas: los que salían a caminar con chándal y botellas de agua en la mano (“esto depura que no veas”, decían) y los que volvían al bar con la excusa del caldo y una cucharada de humildad.
—El aire húmedo es malísimo pa’ los huesos —dijo Julián, el electricista jubilado, mientras mojaba pan en el consomé y se apretaba una copa de coñac.
En la plaza, una señora barría confeti con desgana. El perro de la panadera, aún con un lazo colgado del lomo, perseguía su propia sombra. Y desde la casa de la señora Clotilde, sonaban los últimos villancicos del año, porque el aparato de música no tenía botón de “off”.
Don Isidro volvió al bar por la tarde. Sacó su cuaderno, mojó la punta del boli en saliva, y escribió:
"Día 1: hecho. He salido de casa, he respirado y no he dicho ni una palabrota hasta las doce. Lo del anís... ya mañana. Paso a paso."
Nines, mientras barría serpentinas del suelo y ponía la cafetera otra vez a ronronear, colgó en la entrada una pizarra nueva, con letras firmes y resignadas:
“Nuevo año. Mismo pueblo. Más calor, menos vergüenza.”
Y en la parte de abajo, con letra más pequeña:
“El futuro es rural, pero con bar.”
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